Cosby vs Cosby: la víctima invisible y los rigores de la justicia machista.

Cosby vs Cosby: la víctima invisible y los rigores de la justicia machista.
julio 3, 2021 Aglaia Berlutti
feminismo

En el 2015, el actor Bill Cosby fue acusado de violación. Y no sólo por una mujer. Más de treinta mujeres — algunas con el rostro al descubierto, otras desde el anonimato — se atrevieron a dar un paso al frente para señalar a una de las personalidades más queridas del espectáculo norteamericano. Como suele ocurrir en casos semejantes, hubo un considerable escándalo y también, una sólida defensa alrededor de Cosby, el llamado “padre” favorito del país. Después de todo, se trataba del símbolo del humor estadounidense, uno que, además, encarnaba las virtudes de la clase media afroamericana. El Doctor Huxtable de Cosby había rebasado las fronteras de la raza y el prejuicio, para convertirse en una metáfora del estadounidense promedio, toda una proeza que le convirtió en un fenómeno. El rostro bonachón, a menudo sonriente y la mayoría de las veces amistoso de Cosby se convirtió en un habitual en buena parte de los hogares de EEUU durante décadas.

Pero Bill Cosby, es también un depredador sexual. Uno que pudo engañar al público que lo encumbró como símbolo de los valores de un país esencialmente inocente. ¿Cómo asumir el hecho que el hombre que educó a una generación de norteamericanos era en realidad un delincuente sexual reincidente? ¿Cómo digerir, además, que la justicia norteamericana es falible, voluble, manipulable y además sesgada o lo suficiente como para que Bill Cosby pudiera cometer sus crímenes durante tanto tiempo? La perspectiva al parecer resultó insoportable para buena parte de los norteamericanos. Hubo encendidas defensas sobre su honorabilidad, la actriz Whoopi Goldberg se apresuró a brindarle su apoyo, y de inmediato, su caso se discutió como una sospechosa puesta en escena de un grupo de mujeres de dudosa credibilidad. Cosby, con su sonrisa afectada de padre amado, se limitó a guardar silencio.

Mientras tanto las víctimas, el casi un cuarto de centenar de mujeres que se atrevieron a hacer público un delito aborrecible, fueron señaladas por el ojo público. No solamente se les cuestionó como testigos de un posible y poco comprobable delito — como si una violación fuera sólo una agresión física y no la destrucción de la moral y la autoestima de la víctima — sino que, además, se les crítico desde todas las perspectivas posibles. Se aireó su vida privada y sexual, se les hostigó por atreverse a cuestionar una figura idealizada de la cultura del país e incluso, se les menospreció como posibles testigos ante la ley. Una y otra vez, el pasado, el comportamiento y hasta la apariencia de las víctimas, fue motivo de ataque público.

No obstante, meses después, una sola palabra acabó con la carrera y el pedestal de prestigio que mantuvieron a Cosby a salvo del aluvión de denuncias en su contra. Lo más curioso es que no se trató de la palabra de ninguna de sus víctimas ni mucho menos, debido a los hechos de los que se le acusaban. Lo que destrozó a Bill Cosby fue pronunciar una sola palabra “Yes”. Lo que no lograron veinticinco mujeres — finalmente el número de agredidas alcanzaría treinta y ocho — fue la admisión del propio Cosby de haber utilizado drogas y calmantes para violar.

Lo hizo, además, en condiciones que no se prestan a inequívocos: en el año 2005, Andrea Constand denunció a Cosby por abusar sexualmente de ella mientras se encontraba drogada por una sustancia que no pudo identificar y que el actor le suministró durante una cena a la que la había invitado. El caso, que no llegó a juicio gracias a un acuerdo económico extrajudicial, no llegó a rebasar el terreno de la confidencialidad legal hasta que la agencia Associated Press acudió a la justicia para exigir la publicación de las investigaciones — quizás las únicas reales realizadas contra Cosby — realizadas durante el proceso.

La justicia norteamericana aceptó la petición y así, los documentos que hasta ahora se habían mantenido en riguroso secreto y anonimato y que protegían a Cosby pasaron a ser la última pieza en un tortuoso camino de acusaciones. Y es que Cosby, siendo Cosby y no la mítica referencia moral de un país obsesionado con el heroísmo, fue el único capaz de destruir su propia leyenda.

En los documentos obtenidos por AP, se incluye un interrogatorio a Cosby, donde admite que durante la década de los setenta obtuvo siete recetas del por entonces popular Sedante Quaalude. Y a continuación ocurre el siguiente diálogo, que recogió en su oportunidad el periódico El País de España en una pormenorizada reseña sobre el caso:

– ¿Se los dio a otras personas?
– Sí
– ¿Se lo dio a otras personas sabiendo que era ilegal?
– (El abogado de Cosby interrumpe): Le he dicho que no responda. Dio los Quaaludes. Si era ilegal, lo dirán los tribunales.
– ¿A quién le dio los Quaaludes?
– (El abogado vuelve a interrumpir) Déjelo en desconocidas (Jane Does). No voy a ir más allá. Le digo que no responda más que desconocidas.
– ¿Cuando obtuvo los Quaaludes, tenía en mente dárselos a jóvenes con las que quería tener sexo?
– Sí.

Con este corto diálogo, el hombre conocido como el padre de América, el símbolo de una serie de valores culturales norteamericanos, demostró no sólo las insistentes acusaciones en su contra sino algo mucho más controvertido y duro de asimilar: la capacidad de la cultura para desconocer la caída de sus propios héroes. Porque Bill Cosby, depredador sexual y acusado que nunca cumplirá condena por sus delitos, es un símbolo de lo que la cultura falsamente moralista puede crear. De los monstruos domésticos que sobreviven gracias a la ceguera, el anonimato y la insistente visión de la mujer en un rol secundario, tristemente limitado y aplastado por una mirada cultural masculina.

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Los Angeles, USA – June 24, 2012: Bill Cosbys star on Hollywood Walk of Fame in Hollywood, California. This star is located on Hollywood Blvd. and is one of 2400 celebrity stars.

Casi seis años después, Cosby, quien admitió su culpa, fue acusado, juzgado y llevado a la cárcel, ahora está libre. Lo está, porque una corte del Distrito del condado de Montgomery, Pensilvania, en las afueras de Philadelphia, decidió que los fiscales a cargo “habían abusado” de sus privilegios al momento del juicio. ¿El motivo? Que Cosby admitió su culpa. Que a la Ley norteamericana le preocupa mucho más que el acuerdo confidencial en que aceptaba haber usado droga para violar a casi veinte mujeres, fuera utilizado para enjuiciarlo. Tal parece que, para el sistema legal estadounidense, la violenta agresión cometida contra víctimas que durante toda su vida sufrirán las consecuencias de las agresiones de Cosby, es mucho menos importante que el uso de la información en su caso. De hecho, lo especifica en la polémica sentencia. “Sostenemos que, cuando un fiscal hace una promesa incondicional de no enjuiciar, y cuando el acusado confía en dicha garantía en agravio de su derecho constitucional a no testificar, el principio fundamental de imparcialidad que sostiene el debido proceso de la ley en nuestro sistema de justicia penal exige que dicha promesa se cumpla”, escribió el juez David Norman Wecht para justificar su decisión. Una decisión que pone por encima del bienestar de todas las mujeres lastimadas por Cosby, la interpretación del beneficio legal.

Hablamos sobre el hecho de que Bill Cosby no sólo fue protegido por acuerdos legales tortuosos y esencialmente criticables, sino por una visión cultural que asume que la palabra de la mujer no tiene tanto valor como la de un hombre, mucho menos en lo tocante a un crimen de naturaleza sexual. Cosby violó a víctimas indefensas y además, continuó haciéndolo -a pesar de la acusación y los acuerdos, a pesar de la posibilidad de ser descubierto e incluso finalmente acusado — amparado bajo esa noción que insiste que en la violación, la víctima sólo lo es en la medida que pueda demostrarlo.

Porque no se trató de un crimen único, sino de una serie interminable de nombres y situaciones idénticas, de agresiones sexuales continuadas, con toda probabilidad conocidas y ocultas bajo el peso del miedo, la amenaza e incluso, la fama de su autor. Una y otra vez, Cosby no sólo demostró que no le preocupaba ser descubierto, sino que sabía, sin género de duda, que podría continuar perpetrando un crimen silencioso al amparo de esa vastedad durísima del cuestionamiento a la violencia contra la mujer. De la mano que aplasta e invisibiliza no sólo a la mujer como identidad sino esa noción de la mujer como parte de la cultura.

Después del testimonio de Constand (ahora de nuevo en entredicho y limitado por el acceso de la ley) casi diez mujeres más declararon haber sido drogas y violadas por Cosby. Lo hicieron de manera pública, algunas judicial pero siempre con el mismo resultado: la burla, el menosprecio, el ataque al testimonio. Una agresiva estrategia de medios que convirtió a un grupo de denunciantes en mentirosas y objeto de burla. Muy poca gente se cuestionó el hecho de que la mayoría de las víctimas habían decidido hacer público su testimonio casi tres décadas después de sufrir la agresión. Fue hasta que, el mundo escuchó al comediante Hannibal Buress llamando violador a Bill Cosby. Una broma en una rutina humorística — nada más irónico y doloroso — que se volvió viral de inmediato y que permitió a más de cuarenta mujeres, contar su historia, enfrentarse al monstruo que Cosby representa. La cultura misógina para quien la mujer siempre tendrá que demostrar la violencia y donde el hombre siempre tendrá una justificación para cometerla.

La mayoría de los delitos de los que se acusa a Cosby han prescrito. La ley norteamericana — como la de otros tantos países -, supone que una violación es un delito que se atenúa con el transcurrir del tiempo, que sus secuelas son mucho menos demostrarles año tras año. Y además, lo que resulta más inquietante, es que sólo puede ser demostrable — una vez prescrito — sólo si el victimario pide declarar voluntariamente.

¿Puede existir una idea más inquietante que el hecho de asumir que sólo habrá justicia si el agresor lo admite? ¿Que sólo Cosby, quien durante años violó, manipuló la ley a su antojo, usó su fama para denigrar y destrozar, podrá ser vehículo de la justicia para sus víctimas? ¿O se trata algo parecido a la justicia poética, una especie de análisis de la justicia que pasa necesariamente por el hecho de confrontar la culpa del victimario? Y aun así ¿Cómo puede Bill Cosby asumir algo semejante si por años no sólo utilizó su identidad como Héroe del Mass Media para manipular y violar sino además para encubrir sus crímenes? Pero Dura lex sed lex (dura ley pero ley) y debe ser cumplida, a pesar del menosprecio a la víctima, de lo aplastante que resulta que Cosby aún pueda continuar refugiándose en una cultura que justifica la violencia antes de enfrentarse a ella. Como comprobó Judy Huth, drogada y violada por Cosby en el año 1974 y que presentó una denuncia en Los Ángeles hace unos pocos meses, ningún caso prescrito puede investigarse sin la colaboración expresa de Cosby, quien por su supuesto, continúa guardando silencio no sólo sobre el caso de Cosby sino también, sobre el resto de los acusaciones.

Cosby, no sólo fue el único que pudo demostrar lo que cuarenta mujeres aseguraron durante años, sino que además, es el único que podría condenarse a sí mismo. El único que podría hacer funcionar los engranajes de la ley para lograr que sus propias víctimas obtengan justicia. No sólo resulta paradójico sino directamente inquietante el hecho de que Cosby sea el instrumento de la justicia — o que podría serlo — sino que además, tenga la responsabilidad — ¿O la posibilidad? — de protegerse sólo callando.

Como si la palabra del hombre y el agresor fuera capaz de sostener por sí misma toda la idea sobre la justicia y la metáfora más inmediata sobre la cultura que propicia la violencia contra la mujer y sobre todo, la estigmatiza. Cosby sólo necesita quedarse callado — como de hecho, lo está haciendo — no sólo para continuar en libertad sino para demostrar que en su país — y en la mayoría de los países del mundo — la palabra o la omisión de un violador siempre será mucho más contundente que la de su víctima.

Después de todo, el estado de California lo deja claro: la mayoría de los delitos sexuales, deben ser denunciados antes de los diez años de los hechos, o antes que la víctima cumpla cuarenta años. Una vez rebasada esa frontera cronológica — como si el abuso sexual sólo fuera un mal del cuerpo — la justicia carece de sentido. Carece de valor e incluso de significado.

Por supuesto, una vez que Cosby se ocupó de destruir su propio mito, la opinión pública mundial le tomó el ejemplo y se permitió la crítica. Whoopi Goldberg, que hasta entonces había sido una de sus más encendidas defensoras, comenzó a cuestionarse en voz alta sobre el proceder del llamado Padre de Familia americano. Revistas y periódicos se permitieron la salvedad de volver la mirada ahora sí, hacia ese pequeño ejército de mujeres que durante años se enfrentó a la duda y a la humillación mediática, haciéndose las preguntas pertinentes. Las mediáticas. Las necesarias. Y de pronto, ya no se trataba de un grupo de mentirosas y aprovechadoras sino de víctimas. Todo en virtud de que Cosby — y sólo Cosby — reconoció con una única palabra su culpabilidad. Que Cosby y sólo Cosby agresor y violador, les devolvió la credibilidad perdida.

Pero ahora, de nuevo Cosby es libre. Lo es, a pesar de las pruebas, de los testimonios. Lo es por un tecnicismo legal. Lo pienso, mientras veo la ya clásica fotografía de la revista The New York Magazine que retrató a las treinta y cinco de las cuarenta y seis mujeres, que fueron víctimas de Cosby sentadas una junto a la otra, mirando hacia el hipotético público. Condenando directamente a esa opinión pública que por treinta años, protegió a su violador. Treinta y cinco mujeres y una silla vacía, que denuncia a todas las que durante décadas, fueron violadas por segunda vez con el silencio, humilladas y aplastadas por las repercusiones de ser mujer y víctima en medio de una cultura donde un hombre puede ser un depredador sexual y disfrutar de los beneficios de una figura pública reconocida. Treinta y cinco historias que demuestran que aún, una mujer debe enfrentarse a esa percepción de la sociedad que asume la sexualidad femenina como pecaminosa y con toda probabilidad, sospechosa. Incluso condenable.

 

 

 

FOTO: AP / MATT SLOCUM

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

Comments (2)

  1. Pamela 3 años ago

    Impecable.

  2. Nadia 3 años ago

    Gracias por tu blog y tus contenidos. Enhorabuena!
    Un saludo.
    Nadia.

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