El actor Bill Cosby fue acusado por cuarenta y ocho mujeres de haber cometido diversos casos de abuso sexual. Pero el juicio y los cargos en su contra solo prosperaron, luego que se relevara que en una ocasión, Cosby admitió bajo negociación confidencial lo que había hecho. Pablo Neruda escribió en su autobiografía cómo había violado a una mujer. Lo hizo a detalle y después, culminó el repugnante pasaje con una velada admisión de culpa en que llamaba a su acto “despreciable”, una palabra elegante para describir un gravísimo acto de violencia. Aún hay quien insiste que su obra está “por encima” de su comportamiento y que a pesar de los “errores” — como si maltratar y violar a una mujer fuera una mezquindad prescindible — debe ser “alabado y respetado”.
Hace un año y poco más, Plácido Domingo admitió su culpa. Lo hizo luego de una demanda entre varias de sus víctimas, pero no sin antes disfrutar de la defensa a ultranza de sus amigos y fanáticos. Paloma San Basilio llegó a decir que “ponía sus manos en el fuego” por la respetabilidad del cantante. A veces me pregunto si Paloma se mirará las manos de reojo y de vez en cuando. Yo lo haría.
Por supuesto, está el caso más famoso de todos: Woody Allen sigue en mitad de una eterna diatriba en el terreno borroso de una culpabilidad difusa. La pregunta que abarca desde la habitual insistencia sobre separar la obra de su autor, hasta el hecho que el testimonio de una víctima siempre está en entredicho mientras que el agresor, siempre tiene la posibilidad de reivindicación. En este caso, la cosa va más allá. Woody Allen no llegó a juicio por varios complicados tecnicismos legales, pero llegó al altar con la hija mayor de la misma familia en la que crió a Dylan Farrow. Parece un juego de palabras, pero en realidad es una inquietante mirada a las cosas: Allen insiste en que no violó a su hija menor pero sí contrajo matrimonio con Soon Yi Previn, a la que presumiblemente vio crecer bajo las mismas condiciones y desde la misma perspectiva en que miraba a Dylan. Cada vez que digo lo anterior, alguien me dice que no es lo mismo.
— No lo es — me dijo una amiga — Dylan era una niña. La otra muchacha…no lo era, para él no. Además, no es su hija de sangre.
— La vio crecer — le recordé — la cuidó, la alimentó.
— No estuvo tan cerca.
— De Dylan tampoco. Más o menos a la misma distancia.
A nadie le gusta sostener esas discusiones conmigo. Soy feminista y por supuesto, siéndolo, asumen que insisto en la culpabilidad de los agresores por mero impulso reivindicatorio. ¡Me lo han dicho! Mi amiga, la que mencionaba antes, me insistió que para mí “todos los hombres son culpables hasta que se demuestre lo contrario”. Y me lo dijo, en específico, por el caso Allen. A ella, historiadora de cine, le parece por completo desconcertante que yo no pueda entender que Allen va “por encima de ese escándalo”.
— Es una niña violada.
— Que dice fue violada.
— ¿Por qué mentiría una niña sobre algo así?
— Fue la madre que la convenció de eso.
La madre que miente, la hija que se deja convencer. Al parecer el único mentalmente estable y sin duda impoluto, es Woody Allen. Lo mismo ocurre con la miríada de casos que salieron a relucir durante el #MeToo. ¿A cuántas mujeres no se les acusó de malinterpretar, de exagerar, de dramatizar, de simplemente no entender que para los hombres el sexo es distinto? Distinto, claro. Distinto en el sentido en que las cosas suelen serlo en nuestra sociedad: La mujer siempre es emocional, comete errores de juicios, es de hecho, incapaz de distinguir cuando un hombre abusa de su poder y de su posición para el maltrato.
Como Harvey Weinstein, que por veinte años violó mujeres sin disimulo alguno. “Todos sabían a qué iban si te invitaba a una habitación en un hotel” dijo una actriz, en defensa del productor. Cuando leí esa frase, me pregunté si todos sabían, por qué nadie hizo nada para evitarlo, para hacerlo público, para dejar en claro que una mujer no debe ser asediada de ninguna manera. Pero la culpa, claro está, es de la víctima, que tuvo la osadía de pisar una habitación de hotel, de dirigirle la palabra al productor. De existir, en resumidas cuentas y resultar tentadora. ¿Cómo se puede culpar a Weinstein?
Ahora el fenómeno de las denuncias públicas llegó a Venezuela como una ola tardía, pero que dejó en claro lo que se oculta detrás de los silencios cómplices, del “yo sabía que ocurría, pero no dije nada”, del “todos sabíamos pasaba, pero nadie quería involucrarse”. O de nuevo y para no distanciarse demasiado de la corriente medular, “¿por qué no denuncian cuando pueden?”. Lo dicen, desde la seguridad de sus teclados, sin jamás haber pasado una sola situación traumática, sin jamás haber sufrido la mera posibilidad de una decisión con la capacidad de devastar tu credibilidad y tu vida.
Porque de eso se trata: la credibilidad. Una idea dolorosa y angustiosa, si te encuentras entre la porción de la población que tiene más probabilidades de ser agredido, sufrir violencia de género, ser abusado sexualmente, morir por el sólo hecho de ser una mujer. Cuando se mira desde ese punto de vista, las cosas suelen ser perturbadoras por su cualidad confusa. ¿Por qué algunos hombres pueden evadir la justicia por el mero hecho de su género? ¿Por qué algunas mujeres deben luchar contra la cultura para obtener justicia? ¿por qué hay víctimas que según una visión colectiva egoísta y perniciosa, lo son menos que otras?
No son preguntas sencillas y mucho menos ahora, en la que los movimientos de denuncia están en todas partes y las redes sociales tomaron el lugar de los canales judiciales habituales. Una consecuencia directa de un sistema misógino, burocrático, violento que revictimiza en todas las formas posibles. De pronto, denunciar y señalar lleva el hecho de la violencia sexual y de género al terreno de la disputa pública, de la insistente cuestión sobre la credibilidad femenina. Para buena parte de nuestra cultura, la palabra de una mujer debe ser analizada desde la duda y la del hombre desde la afirmación. O lo que es lo mismo: a la mujer siempre se le cuestiona, mientras que el hombre siempre tendrá el beneficio de la duda.
— Eso es muy duro — dice mi amigo L. cuando se lo digo — además, nos deja a todos detrás de la cerca del macho agresor.
Mi amigo L. es sociólogo y durante las últimas semanas hemos conversado una y otra vez, sobre la credibilidad femenina. Como tantos, el movimiento en las plataformas virtuales “YoSiTeCreo, le ha sorprendido y preocupado. Y por las habituales razones. ¿Y si alguien decide mentir? me dice. Si alguien decide decir mentiras sólo por venganza, una acusación, una forma de revancha elaborada.
— Es decir, siempre hay que asumir que toda acusación puede ser falsa.
— Puede serlo, sin duda.
— ¿Y qué ocurre con las verdaderas?
— No deberían estar allí — dice L. incómodo — hay procesos legales para hacerlo.
Me pregunto si mi amigo habrá tenido que responder las preguntas que con frecuencia nos hacen a las mujeres. La forma en que se ataca de manera sutil pero insistente, cada cosa que hacemos y pensamos. La forma como lucimos, nos comportamos. La manera en nuestra cultura está obsesionada con el comportamiento femenino y por tanto, con la manera en que cada pequeña transgresión a la imagen ideal de la mujer, tiene una repercusión en ese gran retablo de culpas que llevamos a cuestas.
Las mujeres somos culpables por provocar, por no impedir, por no correr, por el mero hecho de ¿qué? ¿cómo llamar a esa culpabilidad expedita? ¿cómo denominar a esa condición de ser culpables en toda medida posible?
— Linda Loaiza — respondo.
— No es un ejemplo.
— ¿Por qué?
En la pantalla del Zoom, mi amigo tiene una expresión tensa, irritada. Llegamos a esta conversación porque encontró un post de Instagram en la que un sujeto explicaba que él “No creía a ninguna mujer” porque (y cito) “hay algunas que acusan cuando alguien ni las miraría dos veces”. Me preguntó qué opinaba, cómo entendía el revanchismo “moral del feminismo” que hacía emerger ese tipo de conductas “infantiles. Porque de nuevo, claro, la mujer tiene la culpa. El post en cuestión, no fue escrito por un machista criado por una cultura que educa a los hombres para justificarse a sí mismos, sino por alguien “obligado a defenderse”. Ahora, la conversación devino en una discusión más grande y potencialmente más incómoda. Una más dura, angustiosa y dolorosa que ninguno quería sostener.
— Porque ella sí buscó justicia como debe ser.
— Después de una huelga de hambre. De hecho, utiliza las redes sociales en la actualidad para seguir en la búsqueda de justicia. No la ha obtenido.
Por casi treinta años, Linda ha batallado por ser escuchada. Ha sido llamada “puta”, “prostituta”. Ha recibido amenazas. Una mujer revictimizada en docenas de horrorosas y dolorosas maneras. Linda Loaiza es el símbolo temible del país de las víctimas, de la Venezuela violenta y caníbal, que convierte a la misoginia en una herramienta hostil contra todo tipo de oposición a esa idea limitada y peligrosa sobre la mujer.
— Eran otros tiempos.
— Te hablo que Linda sigue intentando obtener justicia.
— No puedes comparar lo que le ocurrió a ella con las acusaciones bobas en redes sociales.
Pienso en todas las mujeres que contaron sobre golpizas, sexo sin consentimiento, escenas sórdidas y cada vez más siniestras sobre manipulación, acoso y maltrato. Que se atrevieron a alzar la voz sobre traumas de décadas de silencio. Siento furia, una real sensación de impotencia. Mi amigo es un hombre amable, un buen padre y esposo. Pero tenemos esta conversación, habla desde la línea de esta antigua narración sobre la mujer y su culpabilidad inevitable.
— Bobas.
— Fue una mala selección del término.
— ¿Leíste alguna?
— Algunas.
Pienso en cada víctima que se atrevió a hacer público un delito aborrecible y que fueron señaladas por el ojo público. No solamente se les cuestionó como testigos de un posible y poco comprobable delito — como si una violación fuera sólo una agresión física y no la destrucción de la moral y la autoestima de la víctima — sino que además, se les críticó desde todas las perspectivas posibles. Se aireó su vida privada y sexual, se les hostigó por atreverse a cuestionar una figura idealizada de la cultura del país e incluso, se les menospreció como posibles testigos ante la ley. Una y otra vez, el pasado, el comportamiento y hasta la apariencia de las víctimas, fue motivo de ataque público. ¿Por qué? ¿Por qué irrita, molesta e incomoda tanto que las mujeres finalmente dejen en claro que sufren un tipo de violencia sistemática a la que no desean someterse de nuevo?
Pienso en los monstruos domésticos que sobreviven gracias a la ceguera, el anonimato y la insistente visión de la mujer en un rol secundario, tristemente limitado y aplastado por una mirada cultural masculina. Hablamos sobre el hecho que la mayoría de los agresores, son protegidos por una visión cultural que asume que la palabra de la mujer no tiene tanto valor como la de un hombre, mucho menos en lo tocante a un crimen de naturaleza sexual.
Vuelvo a pensar en Bill Cosby y su medio centenar de acusaciones. No sólo violó sino que continuó haciéndolo -a pesar de la acusación y los acuerdos, a pesar de la posibilidad de ser descubierto e incluso finalmente acusado — amparado bajo esa noción que insiste que en la violación, la víctima sólo lo es en la medida que pueda demostrarlo. Porque no se trató de un crimen único, sino de una serie interminable de nombres y situaciones idénticas, de agresiones sexuales continuadas, con toda probabilidad conocidas y ocultas bajo el peso del miedo, la amenaza e incluso, la fama de su autor. Una y otra vez, Cosby no sólo demostró que no le preocupaba ser descubierto sino que sabía, sin género de duda, que podría continuar perpetrando un crimen silencioso al amparo de esa vastedad durísima del cuestionamiento a la violencia contra la mujer. De la mano que aplasta e invisibiliza no sólo a la mujer como identidad sino esa noción de la mujer como parte de la cultura.
En casi todos los países, el delito de violación prescribe. La ley supone que una violación es un delito que se atenúa con el transcurrir del tiempo, que sus secuelas son mucho menos demostrables año tras año. Y lo que resulta más inquietante, que sólo puede ser demostrable — una vez prescrito — sólo si el victimario pide declarar voluntariamente. ¿Puede existir una idea más inquietante que el hecho de asumir que sólo habrá justicia si el agresor lo admite? ¿Que sólo el agresor, que durante años violó, manipuló la ley a su antojo, usó su poder o fama para denigrar y destrozar, podrá ser vehículo de la justicia para sus víctimas? ¿O se trata algo parecido a la justicia poética, una especie de análisis de la justicia que pasa necesariamente por el hecho de confrontar la culpa del victimario?
Como si la palabra del hombre y el agresor fuera capaz de sostener por sí misma toda la idea sobre la justicia y la metáfora más inmediata sobre la cultura que propicia la violencia contra la mujer y sobre todo, la estigmatiza, el agresor sólo necesita quedarse callado — como de hecho, suelen hacerlo — no sólo para continuar en libertad sino para demostrar que en su país — y en la mayoría de los países del mundo — la palabra o la omisión de un violador siempre será mucho más contundente que la de su víctima.
La conversación con mi amigo no termina bien. De hecho, no termina de ninguna forma. Simplemente, nos despedimos en voz baja. Y en el silencio que sigue, recuerdo a la ya histórica portada de la revista The New York Magazine que retrató a treinta y cinco de las cuarenta y seis mujeres, que fueron víctimas de Cosby sentadas una junto a la otra, mirando hacia el hipotético público. Condenando directamente a esa opinión pública que, por treinta años, protegió a su violador. Treinta y cinco mujeres y una silla vacía, que denuncia a todas las que, durante décadas, fueron violadas por segunda vez con el silencio, humilladas y aplastadas por las repercusiones de ser mujer y víctima en medio de una cultura donde un hombre puede ser un depredador sexual y disfrutar de los beneficios de una figura pública reconocida. Treinta y cinco historias que demuestran que aún, una mujer debe enfrentarse a esa percepción de la sociedad que asume la sexualidad femenina como pecaminosa y con toda probabilidad, sospechosa. Incluso condenable.