Hoy en día pareciera difícil mantener una posición política actualizada sobre el devenir social, económico y cultural sin fijar también alguna posición con respecto a los asuntos de género. En los países de cultura occidental nos hemos venido acostumbrando a conversar y reconocer (aceptar) cierto nivel de cambios, algunos más claramente institucionalizados que otros. En ocasiones, este posicionamiento político puede ser de pleno y total enfrentamiento a cualquier iniciativa feminista y, desde múltiples elementos de arraigo conservador, activarse en contra de nuevos repartos de poder, incluyendo la revisión de asuntos tan sensibles y de difícil intervención como el lenguaje, la educación o la familia, todo esto a partir de consideraciones que pueden estar sólidamente argumentadas.
Nuestro ideario social ampliado (en el sentido de las ideas subyacentes en el espectro político ideológico de las democracias liberales contemporáneas) incluye formulaciones conservadoras con múltiples alusiones a la vida humana como fruto sagrado de un acto de “fecundación”, la familia como modelo de composición estable y no variable, así como los roles diferenciados por sus ventajas socio biológicas. Por ejemplo: la protección de esa familia – gracias al mejor dominio de la violencia, desde un espacio general de agresión/violencia con muy arraigado dominio masculino y patriarcal- y la provisión al hogar (con sus implicaciones en el intercambio, el comercio, el ejercicio de la propiedad y los derechos hereditarios, avanzando desde allí a la voz pública y la representación política) como roles típicos del hombre.
La reproducción, los cuidados y la disposición emocional para interactuar con aquel poder violento, la manipulación de los impulsos sexuales del hombre (que por asociación educativa y socio cultural se asumen violentos) a partir del propio atractivo sexual (la mujer provocación/serpiente) y como resultado, con una figura femenina sexualizada desde la niñez como objeto de atracción/entretenimiento; la gestión estética y la procura de belleza, gracia y armonía como diferenciadores del espacio privado -en oposición/equilibrio a aquella violencia externa-, como roles típicos de la mujer.
No hace falta acudir a extremismos teocráticos para encontrar estas “versiones” como fundamento de las relaciones sociales y sus idearios. Las referencias suelen incluir desde textos sagrados, siempre o casi siempre escritos por hombres, hasta filosofía de muy alto nivel (al fin y al cabo, la filosofía que fortaleció la cultura occidental pertenecía al espacio público, de dominio masculino, con ocasionales y honrosas excepciones, como Diotima o la egipcia Hipatya).
Como el posicionamiento de poder en torno a lo público incluía la narración de los hechos bélicos y socio políticos más importantes, también masculina fue la narrativa de la historia, en cualquiera de sus versiones. Suya fue la explicación sobre cualquier origen, cualquier devenir y cualquier plan o destino (con sus figuras típicas de infiernos castigadores y paraísos redentores).
Desde ahí, a las posiciones que pueden incluso tener variable soporte científico, por ejemplo en torno a las diferencias biológicas y psicológicas entre hombres y mujeres para justificar limitaciones en torno a la libertad sexual; el derecho a decidir en términos de maternidad – con su implicación más genérica y culturalmente desatendida, el derecho de la mujer a una vida plena sin tener hijos, hasta su implicación más grave y controversial, el derecho de la mujer al aborto y las garantías socio sanitarias para su libre acceso sin más limitaciones que las derivadas del soporte médico, psicológico y jurídico para la que sufre el drama que implica esta decisión-; las implicaciones educativas nocivas de una familia desprovista o disminuida de la figura de madre (se ha asociado al abuso de drogas o la delincuencia); la mayoría estadística de muerte en situaciones de violencia con víctimas masculinas; las dedicaciones mayores del hombre y su mayor aprovechamiento de oportunidades por su menor aversión al riesgo como explicación de las diferencias en composición directiva y remuneraciones; entre otros temas y argumentos.
Es tan poderoso el arraigo machista y patriarcal de las sociedades humanas, sus historias, simbolismos, lenguajes y reglas que, más allá de los logros recientes (casi todos en los últimos 150 años, muchos en los últimos 50) hoy en día, en los países más avanzados, estas líneas de oposición y negación al avance feminista tienen representación política estable y saludable, peleando, muchas veces con éxito, el espacio de máximo poder en estos países y sus instituciones.
A veces se producen pequeñas adaptaciones en sus narrativas y espacios de representación. Por ejemplo, en los espacios políticos conservadores, la presencia política femenina ha sido ampliamente aceptada y, si el mercadeo de opinión y voto lo sugiere, aupada a los máximos espacios de poder, aunque dicho impulso venga precedido de un densísimo filtro de condiciones y, muchas veces, como resulta casi inevitable considerar, el liderazgo femenino involucrado no se considere a sí mismo feminista (otras veces sí, como Angela Merkel acaba de hacer público una vez finalizada su carrera política -no antes, claro-, reconociéndose socialcristiana, conservadora y feminista).
Algunos parecen sacar mayor rédito de sus orígenes político ideológicos y no es extraño que la izquierda marxista y leninista reclame para sí misma el feminismo como uno de los aspectos más diferenciadores de sus propuestas. Con este empuje, algunos están interesados en vincular feminismo y anticapitalismo, por considerar patriarcal todo el desenvolvimiento ideológico de los precios y el libre mercado. El leninismo soviético llegó a considerar experimentos educativos para desestructurar la familia (los más famosos fueron los de nivel preescolar, derivados de los estudios que desde el psicoanálisis hizo Vera Schmidt y que tardaron muy poco en ser eliminados con el acceso al poder de Stalin). Pero lo que ha sucedido en los países y gobiernos marxistas pasa por reconocer que, presentándose avances sustantivos en la participación laboral o en la científico-académica y la deportiva, los espacios de control del poder público, especialmente los de máximo poder, siguen estando igualmente dominados por la representación masculina y sus modelos de liderazgo. El socialismo y el comunismo están hechos de lenguaje, simbología, estructuras y liderazgos profundamente patriarcales.
En el ámbito liberal las cosas no son diferentes. Si bien su posicionamiento con respecto a los derechos humanos y la plena realización de las inquietudes humanas, sin condicionamientos más allá de la relación libertad/responsabilidad, pudiera parecer una base fundacional excelente para el sustento de la liberación femenina, lo cierto es que priorizan las condiciones del mercado y los sistemas de valoraciones a partir de precios para cualquier cambio y, como el mercado tiene estructuras arraigadas por siglos y milenios de dominio patriarcal, la necesidad de las mujeres para escalar en el entramado de poder que se ha institucionalizado, implicaría siglos de micro cambios para acumular las condiciones de justicia paritaria que resultan de la ambición feminista.
En muchos casos, los liberales no se oponen a estos cambios, pero consideran el “mérito” el mecanismo de acceso, sin imposiciones de cuotas ni políticas públicas activas que condicionen el desenvolvimiento de los agentes. Suelen avalar, además, el derecho de las familias a elegir educación para sus hijos (y la educación es el medio fundamental de reproducción de cualquier patrón cultural). No consideran como aspecto crítico que los hombres, durante siglos, no accedieron a estos poderes en la misma pelea de méritos. En la mayor parte de la historia, en sus competencias de méritos, cuando las hubo, las mujeres no estaban, habían sido anuladas y reguladas para el no acceso. Esta diferencia no tiene solución en el mundo más liberal, en el que cualquier política pública activa corre el riesgo de producir resultados contraproducentes en términos de eficacia y eficiencia social.
Tampoco se consigue demasiado avance en las alternativas populistas, de izquierda o derecha, casi siempre dominadas por idearios nacionalistas, con sus implicaciones de gran arraigo patriarcal (incluso en sus versiones más recientes, cuya estructura discursiva, aun siendo siempre simplificadora, puede implicar posiciones transversalizadas y diversas, al menos diversas en términos de ejes tradicionales como el citado de izquierda-derecha).
Ni con ambientalistas, que suelen mantener su centro de atención focalizada fuera de las relaciones entre hombres y mujeres para centrarlo en las relaciones de toda la sociedad con el planeta y sus seres vivos, lo que da pie a planteamientos profundamente ajenos al reclamo feminista -aunque algunos son proclives a mezclarlos y considerar la revolución feminista como una revolución de las relaciones de la humanidad con su medio ambiente, casi siempre a través de alguna explicación anti capitalista-. Tampoco con indigenistas, empeñados en abrir espacios de aplicación/recuperación a sus prácticas ancestrales, la mayor parte de las veces tan patriarcales y machistas como las de cualquier comunidad humana de nuestro pasado.
Otros actores del espectro político ideológico hacen adaptaciones de lenguaje, de imagen y de posturas sobre asuntos críticos de esta pelea socio económica y cultural. Probablemente la socialdemocracia liberal lidera el espacio de adaptaciones prácticas a sus propuestas de gobierno y, ejerciéndolo, a las políticas públicas, las leyes y el manejo de las instituciones para los avances del reclamo feminista.
Reconocer este entramado político ideológico y su poco alentador resumen es parte de lo que el mundo feminista debería asumir en su constante percutir. La transversalidad ideológica debería ser una de las principales aspiraciones feministas. El planteamiento debería considerar un diálogo productivo en torno a casi cualquier ideario (asumiendo, quizá, que algunos extremismos teocráticos impiden el acto mismo de diálogo, aunque para estos la disposición también debería ser proactiva al diálogo), para contrastar esas ideas con el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio destino, en condiciones similares a las de los hombres decidiendo sobre sí mismos, así como el derecho a decidir junto con ellos y en representación paritaria sobre los asuntos de toda la sociedad. Si de este diálogo resulta una posición abiertamente anti feminista por parte de cualquier actor político, pues bien, que se asuma. Pero de las adaptaciones desde las ideas de cada quien a los requerimientos modernos de una sociedad mucho más igualitaria entre hombres y mujeres se pueden construir más oportunidades de cambio, que resultarían menos fructíferas desde una postura de simple enfrentamiento.
Además, vale reconocer que este diálogo genera unas transformaciones más profundas que otras. Los políticos y las corporaciones, nadando en medio de una imagen muy “líquida” y sensible al entorno, generan a veces adaptaciones más cargadas de formas que de fondo. En ocasiones solo se cambian las referencias desde el lenguaje, pero no las decisiones o el acceso al poder. En otras, se practican ciertas figuras técnicas en el desenvolvimiento institucional, por ejemplo, métodos de selección de nuevo personal con protocolos anti sesgos. En ocasiones se invierte más en consultoras especializadas para activar un buen bloque de lenguaje e imagen “diversos” que en los incentivos y las políticas mismas que podrían ayudar a más mujeres y, con ello, a toda la sociedad.
No puede obviarse que estas dificultades, además, dominan el espectro de las relaciones dentro de los mismos movimientos y posturas feministas. Resultan obvias las diferencias entre las feministas del espectro más asimilado a las reglas del estado de derecho liberal, con las feministas más profundamente anticapitalistas. Más recientemente, tiene una vigencia e intensidad extraordinarias el conflicto entre las personas feministas que sienten que las batallas fundamentales deben ser por la posición y poder de la mujer en la sociedad y que luchan por superar los estereotipos culturales construidos a partir del género, contra los movimientos que pretenden igualar sexo y género, pretendiendo que también el sexo diferenciador es una condición cultural y que ambicionan el derecho a decidirlo por expresión de la simple voluntad (algo que, desde el punto de vista de las primeras, surge por un avance de los grupos de la teoría “queer”, en su mayoría integrado por hombres, en el control de los movimientos LGTBI y, lo que resulta más grave, en el control de los mismos movimientos feministas, poniendo en riesgo la principal figura que ha permitido los avances históricos del movimiento, la de los derechos de la mujer).
Quizá, este tipo de conflictos sea uno de los costos de esta “transversalización dialógica e ideológica” necesaria. Es imposible que un solo feminismo domine fácilmente el espectro político en todas las naciones y sociedades. Habrá variaciones y, con las condiciones mínimas de sororidad y de inteligencia estratégica, las personas del planeta nos beneficiaremos de un mundo que transita más rápida y efectivamente hacia relaciones más igualitarias entre hombres y mujeres.
Se requiere incorporar incentivos y regulaciones para promover la igualdad. No es solo un asunto de políticas públicas y de reformas educativas. Es un asunto de prácticas sociales en las que todos podemos avanzar, especialmente las organizaciones empresariales, las organizaciones estatales y las organizaciones políticas. Para ello, la ampliación y mejora de los canales de diálogo, especialmente entre diferentes, resulta fundamental. Porque esto supone darle preponderancia a la discusión de los diferentes roles y sesgos en el espectro de interacciones políticas y, fundamentalmente, en el espectro de aplicación/gestión para las organizaciones e instituciones que acumulan y administran más poder.
La estrategia debería ser simple: “Que nadie considere factible seguir ejerciendo su vocación, su vocería o su rol profesional o institucional sin considerar la necesidad de estas transformaciones y que impedirlas o soslayarlas sea una opción cargada de altos y crecientes costos y daños para su presente y su futuro. Por otro lado, que todos estén más conscientes de las ventanas de oportunidad y del beneficio potencial de estas transformaciones para todas las personas”.