Nos casamos en 1960. Fuimos de luna de miel a un hotel en Macuto. Tenían un servicio de paseos en lancha. Nos encantó la idea y decidimos ir a pasear.
Temprano en una mañana con esa luz blanquecina que irradia cuando el cielo está azulito y sin nubes y una brisa suave propia de los días decembrinos, abordamos la lancha, nosotros dos y el piloto, recorrimos un buen tramo de la costa, ya para regresar el piloto comentó que a él le gustaba hacerlo por mar abierto, que si queríamos probar. Cuando se tiene 20 años las aventuras son aceptadas.
Era una experiencia nueva, pero el mar nos hizo saber que estábamos invadiendo sus predios. Una gran ola nos cubrió, la lancha se inundó y se apagó el motor. Mientras el piloto procedía a prenderlo nosotros achichábamos y pensaba, «ellos saben nadar, yo no sé ni el nado del perrito, lo que mejor se me da es el nado de la piedra».
A la tercera fue la vencida, el motor arrancó.
Fueron unos momentos de angustia a pesar de saber que no estábamos lejos de la costa.
De esto hace ya 60 años.
Por eso mi corazón está al lado de esa familia que ha perdido a sus seres queridos en el naufragio de la lancha que zarpó del puerto de Higuerote rumbo a la isla La Tortuga.
Cuatro días esperando ayuda, la madre prefiere morir antes de ver fallecer a sus hijos y los amamanta. El padre desesperado se lanza al mar en busca de auxilio, sin tener en cuenta que por mucho que sepa nadar, sus fuerzas están mermadas por el estado emocional en que se encuentra.
¿No hay en ese puerto una tecnología para monitorear las lanchas que de ahí zarpan?
Una vez establecido el tiempo de la trayectoria de la lancha
¿No hay comunicación con La Tortuga para saber si todo está Ok?
En cuatro días ¿La Guardia costera no patrulló nuestros mares?
Esto debe investigarse para establecer responsabilidades.
Estamos desprotegidos…
