Por Román Domínguez Antoranz
Parece ya un lugar común observar que una de las diferencias más importantes en cuanto a la distribución de género en las tareas sociales y sus compensaciones viene determinada por el nivel de poder vinculado a dichas tareas. La pelea de la incorporación de la mujer a los roles más activos y públicos de la sociedad es, al mismo tiempo, la pelea por las oportunidades de desarrollo en funciones decisorias en espacios gubernamentales y empresariales.
En Venezuela, en ocasiones, se puede ver como gente de ambos sexos, especialmente gente que ha accedido a buena educación y vive su vida liberada de buena parte de las ataduras que impone la pobreza, se extraña del reclamo feminista, porque considera que los avances de las últimas décadas son notables en nuestro país y no observa el nivel de discriminación que haga tan agresiva la necesidad de conciencia y cambios, al menos comparando con otros países, en los que se suele incluir al mundo musulmán como paradigma de la discriminación machista “intolerable”.
Esto puede suceder por varios motivos: uno, porque nos acostumbramos a las discriminaciones en función del género y no nos resultan llamativas ni chocantes porque convivimos con ellas desde nuestra infancia. El fenómeno requiere ser planteado y visibilizado, porque si no forma parte del paisaje. Otro, porque aun considerando que sea cierto, no pareciera fácil justificarlo en ninguna discriminación intencional, es decir, pareciera que el transcurrir “normal” de la sociedad nos lleva hacia allí, por ejemplo, a través del vínculo biológico de la maternidad (desde el albergue temporal, más el parto y la lactancia, se pasa abiertamente a la mujer encargada del hogar y los niños).
Con respecto al primer punto, el de visibilizar el problema, quisiera comentar sobre la manera en la que ambos grupos poblacionales (mujeres y hombres) abordan el mercado de trabajo. Voy a usar como ejemplos dos de las categorías que el Instituto Nacional de Estadísticas utiliza para clasificar la actividad de las personas: “empresario, empleador o patrono” y “quehaceres del hogar”. Antes de presentar la información ya surgen algunas inquietudes previas. Por ejemplo, es un consenso mundial al medir la ocupación como concepto productivo y entender la categoría “quehaceres del hogar” perteneciendo al subgrupo de inactividad. La población de 15 años o más es activa si está ocupada, cesante o buscando trabajo por primera vez. Es inactiva si está incapacitada para trabajar u ocupa la mayor parte de su tiempo preparándose sin remuneración (estudiante) o se dedica al quehacer del hogar, como las tres principales subcategorías (las demás se engloban en un rubro de “otras situaciones”). Los incapacitados, nos podemos imaginar por qué se consideran inactivos. Los estudiantes se están capitalizando para producir en el futuro. Y los “quehaceres del hogar” ¿qué tipo de hacer son que no es hacer productivo?
De cualquier modo, no creo que haya que profundizar mucho sobre el manejo del poder público y privado vinculado a cada una de estas dos categorías. El poder privado, el de la casa, es de la mujer. El poder público, el de producir para la sociedad, el que involucra decisiones complejas, es para el hombre. En Venezuela los patronos son hombres, las mujeres “quehacen el hogar”. La evolución en ambas situaciones es positiva. Cada vez más mujeres son empresarias (sin considerar además la tragedia venezolana de que haya cada vez menos empresarios en general) y cada vez más hombres se dedican a los quehaceres del hogar. Sin embargo, la desproporción es tan brutal que pareciera no ser de este siglo la expectativa de igualdad.
Empresario suena a inteligencia, don de mando, don de gentes, viveza, reconocimiento, dinero. Quehaceres del hogar suena a limpieza de mugre, mocos, detergentes, lencería y ropa usada, electrodomésticos, economía de abasto ¿cuál preferirá usted, amigo lector?
En cuanto al segundo punto, la no intencionalidad de la discriminación y/o su justificación natural, solo comentaré que si la mayor parte de los decisores empresariales y gubernamentales somos hombres, da igual si esta discriminación es intencional o no. Los economistas han llegado a intentar explicar los ciclos económicos a partir de las llamaradas solares y sus ciclos. Sin que importe la repercusión que tuvieron esos modelos (quizá la mera existencia del ciclo económico es científicamente cuestionable), lo cierto es que se han dedicado con mucho ahínco a atenuar los ciclos a partir de la política económica. En el caso de la desigual distribución de las funciones sociales que involucran el poder de lo público (y de las compensaciones vinculadas con estas funciones), algo anda mal y sería maravilloso ver a los mejores científicos sociales y a los mejores gobernantes dedicados a la tarea de corregir esta desviación, para evitar aceptar que unos ciudadanos tienen una categoría y función social determinada por las creencias que la sociedad le asigna para lo que puede o no puede hacer según el equipamiento biológico que traían al nacer.
Los gráficos que se mostraron no indican qué barras o colores indican un género y cuál el otro, se los dejamos a su imaginación.