NO HAY MUJERES DICTADORAS
Por Susana Reina
Las mujeres venezolanas han tenido desempeños notables en la lucha contra las dictaduras del siglo pasado, especialmente la de Juan Vicente Gómez y la de Marcos Pérez Jiménez. No aparecen en papeles estelares, nadie podría mencionar sus nombres de forma tan clara como los de los hombres heroicos que aparecen en los libros de historia contemporánea, pero sin duda muchas pusieron su pellejo para salir de los regímenes totalitarios del siglo pasado en Venezuela.
En este siglo, esa voluntad de las mujeres por la democracia, la paz y el progreso, sigue intacta. Estamos viviendo momentos para poner a prueba de qué estamos hechas, cuando la historia nos coloca de nuevo frente a un dictador. Otras caras, otros tiempos, mismos sátrapas. No tengo dudas de que muchas jugarán roles decisivos -ya lo están haciendo-, en la lucha contra la dictadura de turno con el fin de restablecer la democracia.
Es curioso, sin embargo constatar, que no existen ni han existido en el pasado moderno, mujeres dictadoras. Una posible explicación sería que la jerarquía militar, con su base patriarcal, no pondría al frente a una mujer a dar un golpe de Estado. Pero más allá de esa explicación, creo que hay razones de tipo cultural que han reservado a los hombres esas posiciones de mando al margen de la ley.
Es un rasgo característicamente masculino aliarse bajo la figura de pactos para administrar poder. La fraternidad masculina, nos explica la ex Ministra de la Mujer, Evangelina García Prince, se origina en el “pacto misógino” del padre con los hijos varones, que son los hermanos o “frates”, y se repite en otros pactos de tipo religioso, político, económico, etc. El sentido de dicho acuerdo masculino es la preservación del poder para los frates como una manera de conservar para sí sus privilegios. Estas fraternidades están muy vinculadas a la desigualdad de género que resulta de la valoración político jerárquica de la diferencia sexual. Cúpulas, clubes, roscas, cogollos, juntas, partidos y otros grupos exclusivamente masculinos, formales e informales, se constituyen de espaldas a las mujeres para no compartir el poder.
Estudios recientes demuestran que las mujeres están menos inclinadas a la violencia, son educadas para evitar conflictos, negociar, cooperar, concertar y llegar a acuerdos, antes que competir, pelear, imponer y reclamar, como sí se enseña a los varones. Un biólogo dirá que esto es así, porque la hembra tiene que proteger a las crías y hará todo lo que sea necesario para proveerles un ecosistema libre de amenazas que pongan en juego la supervivencia de la especie. El caso es que somos mucho más que biología y que culturalmente esa consigna naturalista se les enseña a las niñas desde antes de nacer. El rol de protectoras cuidadoras se amarra a la identidad femenina, así como el rol de luchador poderoso a la identidad masculina.
Pero no es que las mujeres no aspiremos al poder, es que lo entendemos y ejercemos de una manera diferente. Quizás por eso no logramos llegar a la cima de organismos empresariales o gubernamentales, donde para escalar posiciones hay que apelar a la confrontación, vencer las reiteradas exclusiones y someterse a una competencia full de testosterona, lo que lleva a muchas a abandonar la carrera. Son las reglas de juego impuestas por hombres desde su psicología y entendimiento de lo que es el poder, que las mujeres en clara desventaja tenemos que jugar para no quedarnos por fuera. Por tal motivo muchas se masculinizan para acceder y mantenerse en puestos altos, llegando a ser hasta más duras con otras mujeres que los mismos hombres.
El caso es que las actuales reglas de juego tienen que cambiar para que las mujeres tengamos espacios organizacionales más inclusivos, de forma que el estilo de liderazgo femenino no sea un hándicap sino una legítima manera de ejercer el poder. Es obvio el rol que la educación y la crianza de las nuevas generaciones tiene en esta materia, transmitiendo para ellos mensajes menos cargados de intolerancia, estereotipos de género y formas tradicionales de gobernar un colectivo. Estos objetivos forman parte de una agenda feminista transformadora, que no se conforma con tener cuotas limitadas a porcentajes no representativos de la distribución poblacional hombres-mujeres tomándonos como si fuéramos minoría, sino antes bien, busca la paridad 50-50 en todos los escenarios donde las políticas públicas se formulen. Como dice Mercedes D´Alessandro de @economiafeminita: “no queremos un pedazo del pastel, queremos cambiar la receta”.
Estoy segura de que mientras más mujeres estemos en los puestos políticos decisorios, y la mirada de todos los géneros sea incorporada a la mesa, menos situaciones de arreglos fraternales anti democráticos surgirán. Es un balance necesario para evitar tentaciones totalitarias que llevan a la equivocada exclusión y al lamentable sufrimiento de las mayorías.
Originalmente publicado en Efecto Cocuyo