En un taller sobre empoderamiento femenino, al que asistí, por causalidad y no por casualidad, se tocaron rápidamente, por razones de tiempo, algunos puntos interesantes sobre la mujer en la sociedad patriarcal (confieso que nunca había participado, en ningún evento relacionado con este tema y que en algún momento fui percibiendo que era retratada, en algunas de las ideas que asomaba quien facilitaba el taller).
Una de esas ideas tuvo que ver con lo siguiente: durante la jornada, en algún momento surgió una pregunta y al mismo tiempo una reflexión, sobre el hecho de que las mujeres, aún las más independientes y profesionales, de alguna u otra forma, fomentamos y mantenemos cierta preminencia masculina, en la crianza de los hijos y en el hogar, por el sistema cultural patriarcal de miles de años donde nacemos y crecemos, que nos lleva a repetir esos mismos patrones dentro del grupo familiar que llegamos a formar posteriormente.
Riendo internamente recordé y entendí situaciones, a veces contradictorias, como las protestas medio en broma y medio en serio, que teníamos mis hermanas y yo, por los “consentimientos” y tratos especiales que se tenían en la casa hacia los hermanos varones, con la respuesta inmediata de mi mamá, (educadora “de las de antes y por vocación” y muy independiente), de que “aquí todos son iguales”… “no hay privilegios… todos son mis hijos”.
Surgió en mí, la reflexión acerca del hecho de que, teniendo la posición que tengamos las mujeres, en cualquier ámbito social o profesional y por los roles que tenemos en la familia, siempre seremos, desde el núcleo familiar, parte importante en la construcción de una sociedad más igualitaria a nivel de género, basada en la aceptación, el respeto y la valoración humanas.
Vi también, que en alguna ocasión había tenido conversaciones parecidas con mis hijos y que podía tener entonces, la opción de estar atenta a ello para no generar o repetir las veladas protestas de mi juventud temprana, en relación a quienes son los “consentidos de la casa”.