En 1856, la historia de Emma Bovary, infeliz, desdichada, amante abandonada se convirtió en una verdadera obsesión primero para la ciudad y después, para el país entero. Los capítulos se leían en voz alta en todas partes, había críticas y halagos en cada periódico de la ciudad e incluso, mujeres que lloraban sin rebozo frente al Sena, mientras contemplaban la ventana encendida de Flaubert en pleno trabajo.
La policía imperial de Napoleón III se llenó de denuncias de “indecencias”, mientras lectores a lo largo y ancho de Francia, sufrían y suspiraban por la angustia, el dolor y la desesperación de Madame Bovary. Desde de amas de casa provincianas sofocadas — les bovarystes enragées — hasta damas de alta alcurnia que jamás admitirían ser fanáticas del escritor, se obsesionaron con la historia triste de la mujer que buscaba el amor y terminaba por ser humillada en una historia con la que cualquiera de ellas pudiera identificarse.
La novela se convirtió en una especie de frenético sentimiento colectivo que acompañó al texto desde la publicación de su primer capítulo el 1 de octubre de 1856 hasta el último, que llegó a la revista el 15 de diciembre del mismo año; Incluso, cuando la historia se publicó como un libro en 1857, hubo un considerable escándalo, debido a que la obra contenía una serie revisiones que agregaban algunas partes que buena parte de la prensa e incluso, juristas expertos consideraron “ofendía la moral del país”. ¿El motivo? Por supuesto, que Emma Bovary había sido infiel a su despreocupado, afable y amantísimo marido, en una época en que la mujer no sólo no podía pensar en algo semejante, sino que directamente se enfrentaba a la cultura en que nació por hacerlo. Por supuesto, amé a Emma nada más leerla. Con el mismo amor que por Ana Karenina y Constance Chatterley.
En el mismo hilo, uno de mis personajes favoritos es Francesca del libro Los puentes de Madison. El escritor Robert James Waller dotó a esta, en apariencia mujer de la mediana edad por completo normal, de una extraña dualidad. Un poder que la equipara con Emma Bovary e incluso, con Lady Constance Chatterley. No obstante, no es algo fácil de entender. Me llevó años, asumir la importancia de la discreta Francesca.
La primera vez que leí el libro, me desconcertó. Tenía unos 16 años y por entonces, los adultos solo eran adultos. O a mí me lo parecían al menos: tediosos, un poco planos, sin mayor profundidad que su papel en el mundo que les rodeaba. En otras palabras, imaginar que una mujer y un hombre de la edad de mis padres pudieran vivir un romance tan apasionado, profundamente trascendental y sobre todo sexual — porque lo fue ¿a quién engañamos? —, me afectó más de lo que podía admitir.
Se trataba no solo del hecho de una perspectiva del amor que hasta entonces no había imaginado, sino que, además, tenía aparejada esa amarga encrucijada que Francesca debió enfrentar. ¿Abandonar a sus hijos — familia, estabilidad, historia — o seguir los que melodramáticamente suele llamarse “los impulsos del corazón”?
Al final, todos sabemos lo que el personaje de Francesca decide y las razones por lo que lo hace. Permanece como esposa fiel y madre devota, abandonando el gran amor de su vida por una serie de complejísimas razones que solo “el corazón de una mujer comprende”.
Libro y película — esa bella adaptación del 1995 de Clint Eastwood — han conmovido a generaciones enteras. A mí me irritó de una forma que me llevó meses digerir y sobre todo comprender. ¿Por qué Francesca había tenido que decidir entre su bienestar emocional y el de sus hijos sin otra opción que sacrificar el suyo? ¿Habría ocurrido de la misma manera de ser un hombre el que estuviera a mitad del conflicto? ¿El libro se consideraba una célebre historia de amor por el mero hecho de demostrar — otra vez — que la mujer tiene el sacrosanto y tradicional deber de asumir que es su deber la donación personal de su identidad?
Más que eso, me preocupaba la mujer cautiva, nombre que inventé para describir a las sufridas Francescas del mundo. A esa mujer que asumía que las opciones eran limitadas y que siempre escoger, significaba hacer daño y sobre todo a sí misma. Las Francescas que se desvelaban soñando con una vida a la que no podían aspirar, con el bebé en brazos. Las Francescas que se imaginaban quizás viviendo otra vida, disfrutando de otra perspectiva, pero sin atreverse a dar el paso. Y sobre todo, temiendo darlo.
Porque más allá de esa primera intención, había todo un mundo agresivo al cual debían enfrentar. ¿Qué ocurría con ellas? ¿Estaba bien que el mundo condenara la simple noción que la mujer podía enmendar su propia plana? ¿Podía tomar cualquier otra decisión además de la que se supone era correcta?
Por supuesto, no todo siempre es tan sencillo. La mujer emocionalmente independiente fue durante mucho tiempo una idea desconcertante y la mayoría de las veces, mal comprendida. Porque la mujer debía ser mujer — y en la mayoría de las ocasiones, una mujer muy definida — y la idea de que pudiera tomar decisiones en su propio beneficio era poco menos que chocante.
Tanto así, que, por siglos, una de las virtudes femeninas más apreciadas fue la abnegación, su capacidad para el sacrificio, esa bondad impoluta y extraordinaria tan idealizada como peligrosa. ¿Qué ocurre cuando no eres una santa, ni tampoco una virginal doncella al borde del sacrificio ritual; cuando no estás dispuesta a darlo todo sin esperar nada a cambio o cuando decides ser egoísta?
Mi madre se divorció de mi padre con la absoluta certeza de que era la mejor decisión
Mi madre se divorció de mi padre cuando yo apenas tenía unos meses de nacida. Lo hizo con la absoluta certeza que era la mejor decisión para ambas y, sobre todo, bastante consciente que los conflictos de su relación de pareja no iban a mejorar. De manera que, en buena lid, decidió que había llegado el momento de tomar caminos distintos.
Eso, a pesar de que yo acababa de nacer y que la decisión causó un natural revuelo entre parientes y amigos. Pero al final, resultó que tenía razón. La separación me evitó una vida familiar penosa y sobre todo, encontrarme en medio de una pareja con enormes diferencias mutuas que difícilmente podrían consolarse de manera sencilla.
— ¿Fue terrible el divorcio? — le pregunté una vez.
— En realidad, todo proceso de separación es complicado, pero más que terrible, me alivió. Una relación que no funciona, incluso la más pacíficas, es un dolor constante. No se trata de situaciones límite, sino que no hay nada que los una, ni un punto en común — me explicó .
— Te debe haber sido difícil explicar que te divorciabas porque no te sentías satisfecha y no por algo más concreto digamos — pregunté un poco asombrada. Esta vez mi mamá sonrió.
— No me molesté en hacerlo. Obsesionarte con lo que debiste haber hecho, en lugar de lo que querías hacer, es una idea que puede destrozarte.
Por años, he reflexionado sobre las mismas cosas. A medida que crecí y me hice la mujer que soy actualmente, comprendí que necesito opciones, cientos de ellas y no sólo la idea vulnerable, abierta a interpretación y sobre todo, ligeramente resquebrajada sobre el deber ser. Que soy de las mujeres que avanzan contra la corriente, que abren las puertas que se suponen deberían mantenerse cerradas, de las que aspiran a crear y creer que la vida es mucho más que un tópico tradicional…
Newer
Liz Prieto y su misión para que no haya más historias sin contar
Older
Brechas en la movilidad humana en el contexto migratorio. Dificultades de género existentes.
Comment (1)
-
Bello este artículo, Aglaia, también sus referencias. No puedo evitar pensar que, si bien me parece cierta la asfixiante presión «burbuja» de ese deber ser «materfemenino», no es suficiente para explicar una situación que, de por sí, es compleja (porque no hay solo dos). Quizá sea cierto que Francesca debe tener formas sociales de defender sus opciones sin perder por ello hijos, estatus, prestigio, etc. También puede ser cierto que muchas más veces un hombre lo asume con mucho menos peso, incluso con algo de «impulso» social. Pero creo que la situación puede ser muy difícil también para un hombre y no siempre el manejo simplificado de las múltiples alternativas forma parte de la decisión para hombres en situaciones parecidas.
A mí siempre me llamó la atención de la película (empecé a leer el libro después y lo dejé) lo bien que se «encapsuló» el romance, sin dejar antes o después mucho espacio a la relación con su pareja actual. Quizá uno debe entender que no hay nada que decir. Que llegado el apuesto reportero tipo Indiana Jones (igual de apuesto, pero más romántico y sensible) y llegado el flechazo para ella, no vale la pena considerar mucho más su relación (en términos de amor, no digo solo en términos de responsabilidad familiar). Quizá con algún detalle sobre este tópico, la historia sería menos dual (amor y pasión vs responsabilidad familiar) y más compleja (amor vs amor-es).
Mi admiración para ti.
Saludos.