La gran herida de la identidad femenina en Venezuela.

La gran herida de la identidad femenina en Venezuela.
abril 27, 2021 Aglaia Berlutti
feminismo

El primer mensaje llegó a las 11:38 de am del 26 de abril. Una usuaria de Twitter que se identificó sólo como A., me explicó que había llegado el momento de contar “todos los abusos y experiencias que viví abiertamente siendo gruppie de los raperos de Caracas desde el 2010 al 2013”. Me quedé paralizada, sin saber cómo responder a semejante acto de confianza y en especial, cómo consolar un sufrimiento así de antiguo, así de profundo. Le ofrecí de inmediato mi apoyo y mi escucha. Le insistí en que sabía decía la verdad y que estaría allí para escuchar todo lo que tuviera que decirme.

Unos minutos antes, había escrito en mi TimeLine, que deseaba escribir un artículo para contar sobre lo ocurrido en los últimos días en lo que se ha llamado “el #MeToo venezolano”, en referencia al movimiento generalizado de denuncias contra agresores sexuales que ocurrió hace dos años y que cambió el mundo del espectáculo estadounidense para siempre. En el caso de nuestro país, todo comenzó casi por accidente, un empujón doloroso que sacudió las bases del mundo musical venezolano. El 20 de abril de 2021, la cuenta de Instagram @AlejandroSojoEstupro publicó un primer mensaje, que abrió lo que parece ser una situación inédita en un país como Venezuela, en el que la agresión y la violencia sexual suele estar sometida a un debate moral que culpabiliza a la víctima. El espacio virtual invitaba a cualquiera que pudiera considerarse víctima de abuso por parte de Alejandro Sojo, cantante de la banda Los Colores, a que incluyera de manera libre y abierta una denuncia en su contra:

«Estamos recolectando testimonios sobre Alejandro Sojo cantante de los colores para tomar acciones legales en su contra, de momento tenemos 6 testimonios de capturas de imágenes, conversaciones de WhatsApp, FB e Instagram con menores de edad (14,15 y 16 años) con las que Alejandro tuvo relaciones sexuales en Caracas cuando el ya era mayor de edad. Sí quieres sumar tu testimonio mándalo a esta cuenta, recuerda que no estás sola y se hará todo lo posible para que este hombre no abuse más de ninguna mujer»

Lo que sucedió a continuación, está a punto de convertirse en uno de los fenómenos más duros del mundo del espectáculo venezolano. Una oleada de denuncias de víctimas agredidas por diferentes figuras del ámbito musical, ha desbordado las redes sociales y también, dejado muy claro que la cultura de la violación, el maltrato y el abuso sexual, es una conducta habitual en el medio artístico del país. No se trata solo de la multitud de denuncias sobre delitos como violación y acoso, sino el hecho que la escalada de visibilidad en los testimonios de las agredidas, demuestra hasta qué punto la misoginia y el machismo ha normalizado el comportamiento violento hacía la víctima.

Las acusaciones incluyen a bandas de moderado éxito como Los Colores, Okills, y Le’ Cinema, hasta otras mucho más reconocidas como Tomates Fritos. El baterista de la agrupación Tony Maestracci, fue acusado por la usuaria @Chellesoy de haber cometido abuso sexual, en un hilo de tweets en que relata a detalle lo sucedido. La narración es uno de las docenas de casos que forman parte de lo que parece ser un comportamiento reiterativo y sostenido bajo una burbuja de impunidad. Durante el fin de semana, las denuncias públicas se triplicaron en número y para el lunes, varios de los señalados comenzaron a difundir declaraciones públicas en la que responden a las acusaciones. No obstante, la situación va en aumento y se hace más evidente, que se trata de lo que podría ser un legítimo movimiento de denuncia contra el maltrato y el abuso sexual a un nivel por completo nuevo en Venezuela.

Pero más allá de las denuncias contra personalidades reconocidas y figuras de considerable popularidad, están los otros. Los que poca gente nota, los que muy poca gente habla, los que quedan sepultados en medio de las dudas, los señalamientos, el dolor y el miedo. Más tarde, “H” me contó cómo un músico de una banda de Barquisimeto (estado Lara), la había violado mientras ella se encontraba inconsciente. “No podía creer que una persona que me gustó tanto, podía transformase en un monstruo tan fácil y tan rápido, me sentí sucia y lloré y le inventé un cuento a mi mamá pero jamás le conté a nadie de mi familia”. El resto del relato me hizo llorar de angustia e impotencia. Una mujer joven, maltratada y aterrorizada, intentando sobrevivir a una agresión sexual de considerable gravedad. Una, que además, le lleva esfuerzos superar. ¿Cuántas como ella? ¿Cuántas otras víctimas que de pronto, comprenden que las redes sociales pueden ser no sólo la forma más cercana en que podrán exigir justicia, sino quizás la única a su disposición?

Los testimonios siguieron llegando. “E” me habló sobre la violencia que sufrió cuando se resistió a las insinuaciones de un comediante. “D” sobre como un hombre que conoció a través de Facebook, la había golpeado y violado luego de invitarle a su casa para almorzar “junto a sus padres”. Al llegar, el desconocido cerró la puerta “y me pegó hasta que me quedé muda de dolor”. Zary, cuyo testimonio puede leerse en la cuenta IG @zaryaraujo, me contó sobre la agresión que sufrió en la escuela en la que estudiaba y cómo es vivir con una historia semejante a cuestas. “Sentirme culpable hizo que yo tardara casi 20 años en contar mi historia. Hasta pocos meses antes de publicar en mi Instagram la denuncia, yo juraba que entre mis 13 y mis 17 años había sido UNA MUJER que debía hacerse responsable de sus actos y de haber aceptado su acercamiento y la mayoría de sus invitaciones”.

“M” me habló sobre una mujer que abusó reiteradas veces de ella siendo una niña y la forma cómo el rechazo familiar terminó por convertirse en un trauma doloroso que aun no supera del todo. “D” me contó cómo su novio la había violado, en medio de una confusa situación de violencia que todavía no sabía cómo comprender del todo. “Y a veces pienso, salí barata” añadió con tristeza. “K” me explicó cómo tuvo que soportar una situación de violencia de casi seis años con un hombre que la violaba a diario “pero me decía que siendo su novia, tenía que tener sexo como él”. Una y otra vez, leí relatos sobre agresores que le triplicaban la edad a sus víctimas, a las que aterrorizaron y manipularon en situaciones cada vez más retorcidas y violentas. Hombres que utilizaron su figura de autoridad para violar niñas que habían visto crecer. Abusos sexuales cometidos por el mismo hombre que después, sonreía desde el escenario o en la tarima del salón de clases. Hombres con los que debían sentarse a la mesa cada día. Hombres que les persiguieron por meses, años. Que aún siguen haciéndolo.

De pronto el panorama se hizo inmenso, cada vez más angustioso.

La palabra “violación” asusta a mucha gente: se pronuncia en voz baja, produce incomodidad. Y tal vez debido esa percepción del miedo, es que se intenta atenuar, justificar, interpretar. Porque una violación parece menos terrible, menos cercana si podemos entender que ocurrió, si somos capaces de asumir que pudo haberse evitado, que no es un acto de violencia gratuita, cruel y sin sentido.

Por ese motivo, para mucha gente, una violación es un hecho sin matices, directo y evidente: la violación solo ocurre si el caso es extremo y demostrable. Que no quede duda, pues, que la victima fue maltratada, coaccionada, herida, violentada, aterrorizada. Solo así, la sociedad baja la cabeza, asiente con preocupación y murmura muy preocupada sobre lo salvaje del agresor, sobre el castigo que merece por haber cometido un crimen. Quizás por desconocer las numerosas posibilidades que supone un acto de violencia semejante, el ciudadano de a pie, siempre condenará una violación si puede asumirla como inevitable.

¿Pero qué ocurre si la violación es algo más que una paliza y sexo forzado? ¿Qué ocurre con las violaciones que no implican violencia física directa? ¿Qué pasa con las mujeres violadas que no gritan, que no pueden defenderse, sino que aceptan, aterrorizadas y sumisas, un hecho de violencia que las supera? ¿Existe un perfil que haga válida o creíble una violación? ¿Cuándo la violencia es menos o más directa? ¿Cuándo el miedo es más destructor? ¿Qué ocurre con la mujer abusada por el esposo? ¿Qué pasa con la mujer que bebió y llevaba una falda corta? ¿Es menos violento y devastador el abuso sexual por que la mujer no gritó ni golpeó a su agresor? Es un pensamiento inquietante, porque asume la idea que existe violaciones “reales” y las que no lo son tanto.

¿Una cita que salió mal quizás? En la que la victima soportó la violencia sexual por miedo, por angustia, por no tener otra posibilidad. La mujer que cree que es normal que el sexo sea violento, crudo. Las niñas que son obligadas a contraer matrimonio aún con muñecas en los brazos. ¿Es menos violento el sexo no consensuado si la victima no puede o no sabe como defenderse? ¿es menos cruel una agresión sexual por que la víctima vestía de una manera específica? ¿A dónde conducen todas estas interpretaciones y justificaciones sobre la posibilidad de la violencia sexual? Un pensamiento inquietante, por donde se le mire.

Hace doce años, un desconocido violó a Luisa (no es su nombre real). La golpeó, la mantuvo secuestrada por casi seis horas y después la abandonó de madrugada semi desnuda y herida, en una avenida solitaria del oeste de Caracas, donde finalmente la policía la socorrió.

Luisa me suele decir que no recuerda exactamente lo que vivió. Que para ella, lo ocurrido es una sucesión de escenas medio borrosas que no logra ordenar y mucho menos comprender. Pero que sí recuerda el miedo. Lo recuerda en cientos de maneras que es incapaz de consolar y que a pesar de años de terapia, no ha logrado superar. Sufre de agorafobia (terror a los espacios abiertos), paranoia y también un severo trastorno del pánico que no mejora incluso a pesar del estricto tratamiento médico que lleva para mejorar los síntomas. Para Luisa, el suceso es real a diario, le atormenta a toda hora, le abruma hasta lastimar su identidad, su manera de percibirse, su forma de mirar el mundo. Más de una vez, me ha repetido que para ella, la violación es un ataque no sólo a su cuerpo, sino a una idea esencial de sí misma que nunca logró recuperar del todo.

Recuerdo a Luisa — y su escalofriante historia — mientras veo la escena de una película que transmiten en un canal por cable: una mujer con un vestido muy ajustado y prominente escote, corre por un callejón. Un hombre desconocido le persigue, gritando su nombre. Cuando ella resbala y cae al suelo, él se abalanza sobre ella, la abofetea e intenta contener sus frenéticos movimientos. Lo logra y entonces, ambos se miran en silencio. La escena parece cambiar de tono y sentido. Un primer plano los muestra a ambos, contemplándose entre jadeos entrecortados. La secuencia culmina con un apasionado y erótico beso. Me pregunto que pensará Luisa al respecto, como interpretará la óptica del guion y la perspectiva de la película con respecto a lo que vivió. Más allá, no dejo de pensar en todas las mujeres alrededor del mundo que han sido victimas de la violencia física, sexual y emocional. Que la mayoría de las veces se responsabilizan por lo sucedido o que incluso, tienen la sensación se encuentran en una zona de grises donde su experiencia no parece encajar en ninguna parte.

Las que se preguntan si conocer a su atacante hace menos absoluto el termino violación o quienes simplemente se preguntan si tener miedo pero no tener los medios para enfrentarse a su pareja y evitar la relación sexual, también las convierte en víctimas. Un panorama difuso y sobre todo peligroso que parece extenderse en todas direcciones a partir de una idea esencial: ¿Por qué continúa considerándose que la violencia sexual es admisible?

Por supuesto, no me sorprende tropezarme con ese tipo de mensajes tan poco sutiles sobre la violencia y la sexualidad en todo tipo de películas, publicidad y libros. Durante la última década y a pesar de la toma de conciencia mayoritaria sobre el tema, la cultura de la violación parece escudarse — o disimularse — sobre esa percepción ambigua de los juegos de seducción o lo que parece ser algo más inquietante: la violencia como un medio de conquista sexual. Una y otra vez, la idea sobre la violación, el abuso sexual y sobre todo, lo que puede considerarse invasivo, peligroso o incluso, directamente agresión sexual parece borroso. Hablamos de un panorama donde la interpretación sobre la sexualidad continúa siendo lo suficientemente misógina para preocupar y sobre todo, para hacernos cuestionar sobre en qué medida se comprende el peso real que tiene la cultura de la violación en la actualidad.

Cuando le pregunto a Luisa qué piensa al respecto, no me responde. O mejor dicho, no sabe qué responder. Nos conocimos en uno de los grupos de apoyo para trastorno de ansiedad que frecuento y durante los meses en que hemos coincidido en las reuniones, noto que el tema de la violencia — no sólo la sexual — la supera, la deja sin argumentos, la sofoca. Me explica que la agresión no es sólo física, sino que parece ser una mezcla ambigua de una serie de elementos que sumados entre sí, crean una percepción sobre el sexo que resulta preocupante. Me escucha mencionar esa cultura subyacente sobre lo sexual que se asume necesariamente violento y después, suspira cansada.

— Uno aprende a sobrevivir a lo que le sucedió o a intentar hacerlo — me dice por último — pero lo que no te esperas es que todo lo que te rodea te lo recuerda y no accidentalmente. La mayoría del tiempo, me siento disminuida y atacada por todos lados, como si debiera sentirme culpable por lo que viví y no asumirlo “como algo que puede ocurrir”. Me ha llevado muchísimo esfuerzo entender que para la cultura, que una mujer sea violada es un hecho que se admite. Uno de los riesgos que la mujer debe aceptar “ocurrirá”.

Me cuenta que en ocasiones no puede soportar los mensajes directamente violentos que ve, lee o escucha con respecto a lo que es una violación. Desde campañas publicitarias que insisten en que toda mujer es “accesible” físicamente si insistes lo suficiente o debería serlo, hasta escenas de películas donde se interpreta la agresión como “necesaria” para acceder a la mujer. O cuando se insiste que está bien el uso de bebida, presión emocional e incluso, cierto maltrato físico para tener sexo con una mujer. Para Luisa, hay un ingrediente que se insinúa, que está en todas partes y que se hace tan normal que pocas veces se nota.

— Me siento muy paranoica cuando me duele o me asusta un anuncio donde hay un ingrediente sexual relacionado con la violencia. Me pregunto si lo noto yo o es cosa asumida. No sé como reaccionar.

Lo que dice Luisa, me recuerda el magnifico artículo «A Gentleman’s Guide to Rape Culture» de Zaron Burnett III, que se volvió viral luego que mostrara un durísimo panorama sobre la cultura de la violación. No sólo la muestra como algo que la sociedad intenta restar importancia o incluso disimula las repercusiones de la violencia sexual, sino que la normaliza en cientos de formas cotidianas. Uno de los párrafos del texto que más polémica causó, fue el siguiente:

“Si eres un hombre, formas parte de la cultura de la violación. Y sí, ya sé que suena duro; no eres necesariamente un violador, pero perpetúas comportamientos a los que comúnmente nos referimos como cultura de la violación. Seguramente estarás pensando «Para, quieto ahora mismo, Zaron, ¡ni siquiera me conoces, colega! Como se te ocurra insinuar que me molan las violaciones… No, yo no soy de esos, tío». Sé cómo te sientes, tuve la misma respuesta cuando me dijeron a mí que formaba parte de la cultura de la violación. Suena fatal, pero imagínate andar por el mundo sin dejar de tener miedo a que te violen. Aun peor, la cultura de la violación no solo es una mierda para las mujeres, lo es para todas las que estamos involucradas en ella. Pero no te obsesiones con la terminología, no te quedes pasmado en las palabras que te ofenden y dejes de lado lo que en realidad quieren decirte. La expresión «cultura de la violación» no es el problema; sí lo es la realidad que describe.”

De manera que se trata no sólo del hecho de comprender que la Cultura de la Violación se acepta, sino además, es parte de cierta noción sobre como asumimos lo sexual actualmente. No es un planteamiento sencillo de digerir. Después de todo, somos una cultura muy sexualizada donde el cuerpo se ha convertido en un objeto con tintes eróticos, re interpretado y consumido como un elemento para y por el sexo desde un preocupante número de puntos de vista. Más allá, se asume el sexo como una necesidad que debe ser satisfecha a toda costa.

El día en que debatimos en el grupo de apoyo al que asisto junto con Luisa sobre el tema de la violencia hacia la mujer en la cultura de nuestro país, ella no hace comentarios. Se habla sobre la ansiedad que le provoca a una mujer sentirse siempre vulnerable, en peligro. Más aún en un país como Venezuela, marcadamente machista y agresivo. Se debate en voz alta del poco reconocimiento de la identidad femenina, de lo preocupante que resulta que los índices de agresiones y violencia aumente. Alguien habla sobre su experiencia al tener que soportar piropos groseros, humillantes, violentos. Una de las muchachas más jóvenes cuenta como un hombre se masturbó frente a ella en un vagón del Metro de Caracas y nadie intervino. Luisa permanece callada, con los brazos apretados contra el cuerpo. Y me pregunto cómo será para ella escuchar un debate semejante, qué sentimientos le provocará saber que la sociedad donde vive glorifica al agresor y menosprecia a la víctima. Cuando la sesión acaba, sale rápidamente de la oficina y después me enteraré, que no regresará en un buen tiempo. ¿Alguien puede culparla?

Quizás, el mejor resumen para la idea general sobre la cultura de la violación, lo haga Zaron Burnett III, cuando insiste que “Dejemos de concentrarnos en cómo las mujeres pueden evitar ser violadas o cómo la cultura de la violación hace sospechosos a hombres inocentes, ciñámonos a lo que, como hombres, podemos hacer para evitar que se cometan violaciones: desmantelar las estructuras que las permiten y modificar las actitudes que las toleran”. Un planteamiento que parece englobar no sólo la forma como comprendemos la violencia sexual sino la manera en que podemos enfrentarnos a su normalización cultural.

 

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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