El vello que no es bello: El dilema del símbolo. 

El vello que no es bello: El dilema del símbolo. 
abril 12, 2021 Aglaia Berlutti
feminismo

Hace poco y a raíz de una fractura de húmero que me impedía mover el brazo, dejé de afeitarme las axilas. Oh, sí, antes que continúes leyendo, este artículo va sobre ese tema intrascendente y tan molesto, que irrita y provoca tantos comentarios inútiles en redes sociales. De modo que si te incomoda o de plano no deseas entender que es lo que ocurre alrededor de esa idea, puedes leerme en otra disertación sobre puntos más álgidos de la discusión. ¿Continuamos? No digas que no te lo advertí.

Con la fractura, vino una agresiva inmovilización de seis semanas. Como no quise someterme a una cirugía (que habría hecho las cosas más sencillas), el médico me hizo llevar un inmovilizador por seis semanas. Un mes y un poco más en que no pude realizar el menor movimiento con el brazo lesionado, en que debí asearme envuelta en plástico y que por supuesto, me causó un dolor enloquecedor que me llevó una buena dosis de medicamentos controlar.

Cuando finalmente sané (o comencé a sanar) y pude abandonar la columna de tela y lona que me mantenía rígida, recuerdo que una de las primeras cosas que hice fue tomar una ducha. Una en la que no me tuviera que cubrir el cuerpo con plástico ni cuidar mis movimientos. Y lo primero que noté fue el abundante, suave y poco cómodo vello en las axilas.

Me pasé la mano abierta por la zona y la sensación me desconcertó. Pocas veces había dejado de depilarme y me asombró la repulsión inmediata que me causó. La sensación que… ¿qué? No sabría explicarlo. Que algo estaba mal en mí, que algo no podía especificar del todo y que de hecho, tenía relación con la forma en que comprendo mi cuerpo. Había algo de pérdida de control en ese pequeño detalle del vello, del olor corporal desconocido. Como pude, tomé la hojilla de afeitar y traté de rasurarme. Fue un proceso lento, complicado e incompleto: el brazo derecho ahora estaba rígido e inútil por el período de inmovilización y mi mano izquierda es lo bastante torpe como para temer hacerme daño al hacer algo tan sencillo como pasar la afeitadora. Aun así, me esforcé en hacerlo. Volví a pasar la mano izquierda por la piel. Había menos vello, pero seguía ahí. Y por supuesto, me sentí desaseada y dolorosamente consciente de eso.

Soy feminista. Lo he sido por casi toda mi vida. O buena parte de ella. De modo que más tarde, tendida en mi cama, pensé en lo que había sentido al pasar la mano por el vello suave. ¿Por qué me molestaba? En todo caso, era una cuestión de higiene, de pérdida de control. Pero en específico ¿por qué se convertía en un motivo de conflicto con mi propio cuerpo? Jamás los había tenido. O al menos, no demasiado graves: no soy una mujer delgada, tampoco una que podría pasar por el rasante de atlética. Mi cuerpo es el justo el de una escritora que pasa más tiempo en la silla del escritorio que ejercitándose, lo que equivale a decir que estoy bastante lejos del ideal de belleza. Pero jamás, sentí esa leve sensación de angustia, la rebelión de una parte de mi mente contra mi cuerpo. Necesitaba afeitar las axilas para sentir que mi cuerpo volvía a pertenecerme. Como si la lesión, la fractura y alguna idea subyacente estuvieran todas las relacionadas entre sí. Pero no sabía cómo. De modo que hice lo que siempre hago cuando algo así ocurre: llamar a un amigo.

En mi caso, el amigo que llamaría en un programa de concursos, es una de mis profesoras universitarias con quien aún conservo una buena amistad. La primera profesora que me habló sobre Simone De Beauvoir, Doris Lessing, Mary Wollstonecraft. La primera que me cuestionó sobre qué deseaba decir en mi vida, como mujer como una voz artística y una opinión que expresar. La mujer que me llamó feminista por primera vez. La mujer también, que tiene una capacidad extraña para tener respuestas sensatas a problemas abstractos. Así que decidí que necesitaba consejo y de inmediato, para entender este extraño momento de mi vida.

— Estás peluda y nunca lo has estado. Eso es todo — me respondió — ¿Qué problema hay?

Eso respondió cuando le conté todo lo anterior, en tono levemente angustiado y sin duda, dramático. Me quedé en silencio al otro lado del teléfono.

— Se trata de algo ridículo y orgánico. Solo es vello. Así funciona el cuerpo.
— Pero a ti te han dicho toda tu vida que eso está mal, que es poco higiénico, que es un poco perder esa noción sobre quién eres.
— ¿Deconstruirme a estas alturas? — dije en tono burlón.
— Se echó a reír.
— Te lo dije una vez.
— Todo llegaría alguna vez.

***

Cuando estudiaba en la universidad, comencé a estudiar al feminismo como un hecho académico. En realidad, no sabía que podía hacerse. Para mí, considerar que merecía voz y opinión política no tenía por qué plantearse como una excepción. Justificarse de manera alguna. Pero por supuesto, debía hacerlo. De las primeras inquietudes hasta las más elaboradas, el feminismo parecía contener la necesidad de entender el motivo por el cual parecía construido para los hombres desde una perspectiva masculina. Rodeada de libros y apuntes, recuerdo haber pensado que el pensamiento se escuchaba “melodramático”. Que en realidad mi cultura era muy abierta y liberal, que como mujer, no tenía nada por lo que pudiera quejarme.

Hasta que, claro está, comencé a tener cosas por las cuales no sólo quejarme, sino también preocuparme. Era algo inquietante, pero en especial, abrumador, la idea de que había una diferencia sutil en el imaginario colectivo sobre la mujer y el hombre. Y que desde luego, me había tocado estar en el lado menos favorecido del asunto: ser mujer en un país misógino, agresivo y violento era precisamente, el espacio más incómodo para entender la necesidad del feminismo. Comprender a cabalidad la necesidad de debatir, plantear los temas incómodos. Persistir en la idea que el género no es motivo para discriminar, señalar, estigmatizar. Que el feminismo me permitía articular esa preocupación esencial que me acompaña desde muy jovencita en algo concreto. En un cúmulo de ideas que pudieran sostener algo más complejo sobre mi identidad.

Pero antes de eso, recuerdo que una de mis profesoras me habló sobre un término que jamás había escuchado. Uno además, que me desconcertó. Tenía dieciséis años (sí, fui admitida muy joven en la universidad) y que me dejó sin saber qué decir. Recuerdo que tuve la sensación que la conversación sobre términos políticos, sociales y antropológicos, llegaba a un lugar por completo nuevo.

— ¿Deconstruirme?
— Sí, ¿no te parece una gran palabra?
— ¿Y en este contexto qué significa?

Mi profesora siempre ha sido una mujer extraña. O al menos, a mí me lo parece. Es una especie de cruce entre rebelde esencial y algo menos tópico. Una mujer con carácter, le llamarían en un libro con un personaje como ella. Una echada pa’ lante, le dirían en Venezuela, cuna de los términos curiosos para mujeres inclasificables. Hizo un gesto que abarcó mi rostro, mi cuerpo, todo lo que me rodeaba.

— Eres una construcción. Desde que naciste te han dicho qué hacer o qué no hacer. Eso es normal. Te han dicho cómo debes vestir, comer, comportarte, hablar. Pero nunca te has cuestionado el motivo de todo eso.

Pensé que no sabía que tenía que hacerlo, pero ahora que lo había pensado…la idea corrió por mi mente de manera incómoda y rápida. ¿Por qué…qué? ¿Por qué hablo de la forma en que lo hago? ¿me visto con jeans y no con vestido? ¿por qué llevo el cabello teñido? Mi profesora me miró con curiosidad.

— ¿Por qué eres la mujer que eres? — me preguntó — ¿por qué te ves como lo haces? ¿por qué te maquillas? ¿por qué entiendes tu cuerpo de esa forma?

Deconstrucción. Me quedé en pie en su pequeña oficina, un poco desarmada. ¿Por qué? ¿Había quien se preguntaba esas cosas? ¿Quién se preguntaba por qué se maquillaba o no? ¿por qué llevaba el cabello largo o no? Todo parecía trivial de cara a cosas más importantes. ¡Vamos! Violan una mujer cada hora en algún lugar del mundo. Al menos 30% en el mundo han sido acosadas o maltratadas. Algunas son vendidas, sufren ablación. ¿Y vamos a hablar del largo de mi falda o mi vello corporal? Mi profesora se echó a reír.

— ¿Has pensado en que todo lo que haces es político?
— ¿Maquillarme que tiene de político?
— Tiene de político lo mismo que tenía de simbólico cuando los guerreros usaban maquillaje de guerra, todos decimos algo con nuestro cuerpo — me explicó — si llevas maquillaje, expresas algo. De no hacerlo, también.
— ¿Y qué es lo bueno o malo de todo eso?

Se echó a reír. Reunió unos papeles, los arrojó en su maletín. Tenía el cabello largo, canoso, abundante, bien peinado. La ropa normal de una mujer cualquiera de la ciudad. Decisiones pensé. Decisiones. Desde el color de los zapatos. ¿Cómo se puede vivir con semejante agobio?

— No hay nada bueno o malo, hija — me respondió — el problema es que entiendas por qué lo haces. Que lo sepas.
— ¿Y para qué sirve eso?
— Porque hasta ahora te han dicho como ser. Piensa cómo quieres ser.

Dicen que no se puede desaprender algo. Que esa es la condena del curioso y el sabio. Una vez que algo llega a tu mente, no puedes olvidarlo. Esa tarde de marzo, calurosa y húmeda, aprendí que mi cuerpo es un mensaje y que como tal, cada cosa que hago tiene significado. Y nunca, ni antes ni después, lo olvidé. O mejor dicho, no pude hacerlo

***

Mi feminismo — o la idea que tenía sobre el concepto. en todo caso — entonces se convirtió en una idea permanente en mi vida, que afectaba y se relacionaba con todo lo que hacía, pensaba o decidía. Comencé a analizar de manera muy crítica lo que ocurría en mi país, en los ambientes y lugares en que me movía y sobre todo, en cómo me percibía a mi misma. Me dediqué a revisar la historia distante y reciente sobre la mujer y a preguntarme en voz alta, con una insistencia chirriante que no siempre era agradable, que necesitaba la sociedad en que vivía para aceptar que la mujer necesita obtener y disfrutar de los mismos derechos, de las mismas aspiraciones y opciones de futuro que cualquier hombre. Me obsesioné con las condiciones de trabajo, con las estadísticas académicas de participación de la mujer en Escuelas y Universidades, con la carrera de escritoras, fotógrafas, artistas. Con el hecho femenino en un país tan machista como en el que nací. Me uní a organizaciones y pequeños grupos de debate de ideas sobre la mujer, algunos muy radicales, otros muy analíticos y continué cuestionando en voz alta sobre lo que debía o no hacer, para luchar por lograr mis aspiraciones, mi forma de analizar el futuro. De asumir mis reflexiones sobre lo femenino como una forma de mirarme al espejo de mi mente.

Y también continué maquillándome, afeitándome las axilas, negándome a “odiar a los hombres” por el mero hecho que la sociedad pareciera sustentada en una identidad masculina muy marcada. Más de una vez, varias de mis amigas me acusaron de “transitar una línea muy sencilla” sobre el feminismo y en varias ocasiones de ser “una feminista sin verdadera vocación de serlo”.

— No puedes luchar por tu derechos a medias ni por el reconocimiento sólo hasta donde te conviene — me reclamó alguien, cuando me negué a participar en un debate donde se le acusaba al hombre (en general) de ser el “culpable” de la opresión femenina — o eres radical o simplemente estás aceptando las imposiciones de una sociedad patriarcal.

Pensé en todas las veces en que había enfrentado a ideas machistas en mi país: la cultura de las mujeres putas, de las “de su casa”. De la mujer que no “debería leer mucho” o la que debe “darse su puesto”. Pensé en todas mis pequeñas batallas diarias, en el debate constante de ideas que intentaba propiciar y sostener en cualquier lugar donde fuera. En todas las ocasiones en que había dedicado horas de esfuerzo a insistir en la necesidad que la mujer y el hombre pudieran comprenderse, asumir sus ideas mutuas como complementarias, en mirarme como un ciudadano a pleno derecho, no como parte secundaria de una ecuación binaria sobre género que no aceptaba y nunca admitiría en realidad. ¿Hacía menos consistente mi lucha, mi insistencia en las ideas, el hecho de llevar lápiz labial?

— No se trata de consistencia, se trata sobre el hecho por qué llevas maquillaje o por qué te peinas como lo haces — me reclamó una amiga de la época, que además consideraba escandaloso me autorretratara o incluso llevara el cabello con un corte moderno — cada concesión estética le resta solidez a la reflexión general sobre la mujer.
— ¿No se trata de decisiones? — insistí — ¿No es toda lucha ideológica una insistencia en que tengamos las opciones para decidir lo que nos convenga? ¿Cuál es la diferencia entre una cultura que te obliga a vestirte bajo determinados cánones y la te obliga a que lo hagas de la manera contraria?
— ¿Una feminista en zapatos altos y mini falda? ¿Te lo puedes imaginar? — se burló.
— ¿Por qué no?
— Porque la mujer no es un ideal estético. No debería serlo.
— ¿Quién decide lo que la mujer puede ser? — insistí. No me respondió.

Nadie lo hizo, tampoco, por años. Y es que no se trata de una pregunta simple o quizás con una única respuesta. Se la formulé a profesoras, estudiosas del tema, especialistas en temas femeninos, amas de casa, estudiantes, profesionales. Para cada quien, la visión de la mujer parecía ser distinta y sobre todo, con alcances totalmente nuevos. Y sin embargo, la idea de la necesidad de enfrentarte al paradigma, de contradecir una cultura machista excluyente siguió pareciéndome necesario. Incluso de vez en cuando en zapatos de tacón. Muy pocas veces en minifalda.

En realidad, pocas veces, juzgué determinante lo que llevaba o que me veía al momento de exponer mis ideas y descubrí que parte de mi necesidad de hacerlo en la manera como lo creía correcta era justamente demostrar — a mi misma y a quien quisiera escucharlo — que la lucha por los derechos femeninos es una idea que se basa esencialmente en un planteamiento básico: ¿Cómo se mira la mujer a sí misma? Me tropecé con planteamientos darwinianos — el hombre y la mujer son distintos y siempre lo serán — evolucionistas, filosóficos. Pero insistí en preguntarme hasta qué punto las mujeres nos hacemos preguntas sobre nuestras capacidades y visiones sobre el mundo sin que intervenga un debate sostenido sobre esa presión de lo que debería ser correcto o no, en la lucha de nuestros derechos.

Provengo de una familia de mujeres luchadoras, originales y muy conscientes de su lugar en el mundo. Mi madre, se obsesionó por años con la idea de “tenerlo todo” en insistió en ella por buena parte de su vida adulta. Era además de una competente profesional, una madre abnegada — o intentaba serlo -, una buena esposa, hija. Toda una serie de conceptos que mucho después, admitirían la agobiaron hasta límites que ella misma dejó de comprender. La sensación de “debo tenerlo todo” o mejor dicho “necesito tenerlo todo para no defraudar el concepto de la mujer total” la obsesionó hasta la extenuación.

— Cuando te crees en el deber de complacer una idea sobre quién debes ser, la complaces — me dijo en una oportunidad, mientras conversábamos sobre el tema. Pocas veces lo hemos hecho y esa ocasión, lo hizo casi con incomodidad, como si debatir sobre lo que quieres ser — o deberías ser — fuera un tema tabú para ella — lo haces lo mejor que puedes. Pero terminas comprendiendo que avanzas a ciegas. Que te empujas hacia adelante sin saber exactamente por qué.

Con los años, mi madre llegó a aceptar que no era todo lo buena madre que podría haber sido, ni tampoco todo lo buena esposa o hija que aspiraba a ser. También admitió — para sí misma, en esencia — que fue la mujer que habría deseado, allá por su adolescencia en plena década de los sesenta, cuando la necesidad de encajar en cierto molde la hizo replantearse su punto de vista. Y esa aceptación de no alcanzar a tenerlo “todo” — lo que sea que implique esa idea y más allá de ella — le trajo cierta paz que nunca llegó a lograr siendo más joven y sobre todo, más exigente con respecto a su identidad femenina.

— Uno insiste, por supuesto, en que si quieres ser una mujer “de verdad” necesitas complacer todas esas cosas que se supone debes tener — me explicó — pero resulta una gran estafa. Una que sólo notas y asumes cuando te encuentras desbordada, cansada y abrumada. Y no es una exigencia patriarcal, como te diría alguien si me escuchara. Es sobre la mujer sobre la mujer. La idea que es difícil de explicar sobre todo si te hiciste mujer pensando que era necesaria e incluso imprescindible.

Mi abuela, que también había intentando tenerlo “todo”, aunque quizás en la década equivocada, llegó a la misma conclusión pero a través de un recorrido totalmente distinto. En algún punto de trayecto, la madre de tres, ama de casa, lectora ávida y estudiante ocasional, descubrió que de alguna forma, estaba construyendo un punto de vista tan válido como cualquier otro sobre ser mujer. Eso, a pesar que mi abuela no profundizó jamás en el concepto del feminismo Institucional y la mayoría de las veces consideró absurdo una batalla entre los sexos. Cuando niña, su postura abierta e independiente siempre me sorprendió y me desconcertó.

— Me gusta cuidar de mi familia. No sé si sea lo que se espere de mi o lo mejor que puedo hacer. Pero me gusta hacerlo. No me considero esclava de mis deberes o de ser madre. Lo soy porque quise y lo disfruto. Y lo entiendo como parte de mi vida, sin que eso me disminuya.

Mi abuela dedicó buena parte de su vida a la crianza de sus hijos y después, a disfrutar la vida a su manera. Siempre tuvo un pensamiento muy fuerte e independiente, opiniones muy concretas sobre los derechos de la mujer, una curiosidad de inestimable valor y posturas muy definidas sobre lo femenino y la mujer, fruto probablemente de su educación religiosa. También siempre se maquilló y se afeitó las axilas, llevó ropas vistosas y muy femeninas y disfrutó de cuidar de su aspecto personal. ¿Hizo menos realista su punto de vista sobre los derechos de la mujer, que defendió siempre que pudo y predicó con el ejemplo? ¿Fue menos contundente en su necesidad de asimilar la identidad femenina desde su punto de vista?

Pensé mucho al respecto mientras mi opinión sobre el feminismo teórico se transformaba, se amoldaba y se construía a medida que me hacía adulta. Por supuesto, como mujer, no puedes negar — mucho menos ignorar — que la cultura en que naces te obliga a tomar una postura muy concreta sobre lo que se interpreta por femenino, los derechos y necesidades de lo femenino. No puedes evitarlo cuando naces en una cultura que te condena por transgredir ciertas líneas morales invisibles, que educa al hombre para agredir, que te hace comprender muy pronto que el mundo es un lugar peligroso para la mujer. ¿Un sentimiento paranoico? Pareciera serlo hasta que debes cruzar una calle oscura y un hombre camina a unos cuantos pasos de ti y sabes, sin duda alguna, que podría hacerte daño. O lo imaginas. O lo temes. Lleves el cabello corto o largo, ropa holgada o minifalda provocativa. Porque la sociedad está construida bajo ciertos aspectos genéricos que parecieran amenazar a la mujer, hacer de lo cotidiano una serie de conceptos agresivos.

Pero vamos más allá: ¿Cuántas mujeres pueden presumir que obtienen el mismo salario de su contraparte masculina? ¿Cuántas mujeres pueden decir que no han tenido que soportar acoso por el mero hecho de ser mujer? ¿Cuántas mujeres sufren de violencia de género porque la sociedad admite que es normal — incluso aceptable — que ocurra? Así que, por supuesto que hay motivos por los cuales es necesario luchar pero también, para hacerte preguntas en como debería ser esa lucha.

Tal vez, por ese motivo, mi pensamiento feminista se convirtió con el transcurrir del tiempo en algo personal, en una forma de mirar y comprender que no todo es tan sencillo como para analizarse bajo extremos básicos y mucho menos, bajo elementos únicos.

Probablemente, la escritora Marilyn French fue una de las escritoras con las cuales me identifiqué durante ese dilatado período de reconstrucción de ideas sobre el tema. Porque a pesar que French parecía insistir en ideas radicales — su frase “todos los hombres son violadores, eso es lo que son. Te violan con la mirada, con sus leyes y sus costumbres” la convirtió en un epítome del feminismo teórico — la escritora también analizó una idea sobre la que pocas veces se reflexiona. Reflexionó sobre hasta que punto, la “opresión” masculina no es otra cosa que una falta de interés en averiguar e investigar su papel como parte anónima de una sociedad prejuiciada. “La necesidad de los hombres de dominar a las mujeres se puede basar en su propio sentido de marginalidad o de vacío, no sabemos sus raíces, y la verdad es que los hombres no hacen nada por descubrirlas”, escribió. Un planteamiento que parece resumir esa necesidad de la investigación histórica y de la comprensión cultural como parte de la noción del prejuicio contra la mujer. Y más aún, de abandonar la figura de la víctima y el perpetrador, para pensar en la mujer y el hombre como responsables de su propia visión del mundo o mejor dicho, de la manera como lo construyen.

No es un tema sencillo, claro. No lo es cuando debes enfrentarte no sólo a lo que la sociedad espera de ti — o asume debes aceptar como canon de conducta — sino también a las mujeres que lo apoyan o lo contradicen. Una y otra vez, me encontré que no hay un lugar para las “feministas tibias” como yo, las que asumen la idea de lo femenino desde la inclusión — o intentan hacerlo, al menos — de las que continúan insistiendo en la necesidad de defender las ideas, a pesar de sus diferentes matices. O mejor dicho, de las que como yo, aún no saben exactamente dónde encajan o incluso si deben hacerlo en alguna parte.

Y sin embargo, la respuesta no creo que deba ser una batalla por lo obvio o lo superficial. Insistir una y otra vez en las maneras como se lucha y no en esa necesidad de continuar expresando la opinión en voz alta, como sea que creamos convenientes. Con labial o sin labial, con las axilas desnudas o velludas. Asumir que es necesario la mujer comprenda su papel histórico, su importancia, la forma como se mira así misma, sus aspiraciones y necesidad de construir su futuro. Un planteamiento de ideas a su medida.

No lo sé, quizás estoy equivocada. O continúo enfocando el trasfondo de las ideas con excesiva sencillez. Así lo pienso a veces. O incluso, simplemente lo debato en mi mente como una de las tantas posibilidades de lo que puede o no ser esta necesidad de asumir un debate consistente sobre mis derechos y quien quiero ser. Quién sabe si se trata de una postura insistente, asumida con esfuerzo, que crece al mismo ritmo que forma de comprender el mundo. No podría decirlo, la verdad.

Hace poco, encontré una de mis fotografías escolares. Era una niña delgaducha, de rodillas huesudas y que llevaba la falda unos pocos centímetros más arriba de lo que debería. Pensé en como me divertía hacerlo para contradecir a la vecina gruñona, en cómo me divertía demostrándole que el largo de la tela no tenía otro valor del que ella misma necesitara brindarle. A veces me pregunto, si no continúo haciendo algo parecido, mientras debato y me hago preguntas y cuestionamientos incómodos en medio del eterno debate feminista. No lo sé, me digo con una sonrisa, o quizás sí. Y parte de esa lucha es quizás la inconformidad insistente, esa necesidad de nunca dar nada por sentado. La eterna lucha de las ideas.

***

Deconstruirme.
Pasé semanas obsesionada con la sensación que me había producido las axilas velludas. Y después, por el alivio que me produjo poder afeitarlas de la manera correcta. Sí, conocía la historia de la publicidad de Gillette que convenció a buena parte de las mujeres de occidente que el vello axilar es grotesco. También tomé la decisión definitiva de hacerlo por motivos de higiene. También sabía que eso estaba bien, en la medida que nada de lo que hago por elección puede estar mal.

¿Entonces? me pregunté desconcertada. ¿Qué es con exactitud lo que ocurre conmigo? recuerdo que lo pensé que varias veces a medida que recuperé del brazo derecho y pude volver a afeitarme de manera apropiada. Me pasé la mano por la piel suave, tersa y ¿limpia? No lo sé. En realidad, como feminista sé el valor de los símbolos. Pero también de la necesidad que ese símbolo tenga el peso y la capacidad de expresar ideas. ¿Y qué idea expresa mi incomodidad con respecto a mi vello corporal? No lo sé. Esa es una gran pregunta. Es una que no encuentras en un libro, tampoco en un debate. Es una mirada a la mujer que eres, construida y sostenida por códigos heredados y elaborados por ideas profundas. Pero también, está el hecho de tener la decisión de qué hacer con esa metáfora, qué preguntas formularme sobre las axilas velludas o rasuradas.

¿Qué dice sobre mí? ¿sobre mi cuerpo como idea abstracta? ¿Qué dice sobre lo que soy como activista? Transcurrió un año ya desde la inmovilización. Estoy de pie frente al espejo. Veo el vello que comienza a crecer, tengo la afeitadora entre las manos. ¿Lo rasuro o no? ¿por qué no hacerlo? ¿por qué sí?

No tengo respuestas a todas las preguntas que me hago. Pero sí tengo la sensación que quiero hacerme más consciente de por qué mi cuerpo es un campo de batalla, como diría Bárbara Kruger. ¿Lo es? ¿Lo es el tuyo?

No lo sé. Pero comenzar a hacerte preguntas es algo bueno. Es necesario. Y ya que llegaste aquí, creo que tú también comenzarás a hacerte algunas ¿no es así? Eso es bueno, eso es natural. Tanto como el vello que crece — o no — en cualquier lugar de tu cuerpo.

***

Foto Campaña Adidas LANA VESHTA/SHUTTERSTOCK

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

Comments (0)

Leave a reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*