El día en que cumplí veinte años, una de mis tías mayores me obsequió una pequeña cesta de mimbre con botitas de bebé tejidas, una manta y un oso que habían pertenecido a mi prima mayor. Miré el inesperado obsequio sin saber qué decir o qué hacer.
— ¿Y qué hago con esto? — le pregunté. Ella me acarició la mejilla por ternura.
— En unos años los vas a necesitar.
Cerré la pequeña cestita, le coloqué el lazo de papel donde lo había encontrado y le extendí a mi tía el obsequio. Me miró entre desconcertada e irritada.
— No creo que los utilice nunca — dije.
— Eso lo dices ahora.
— Y es tan válido como si lo dijera después. No quiero hijos.
Mi tía tomó la cesta de mimbre, muy ofendida. La vi cuchichear con una de mis primas — casada y madre de dos — y con otra de mis tías — divorciada y madre de cinco, dos de ellos adolescentes insoportables -. Todas me dedicaron una mirada entre sorprendida y luego compasiva. Me refugié en mi copa de vino, que bebí a sorbitos, intentando pasar el mal trago de la conversación.
Mi mamá se sentó a mi lado un rato después. Suspiró y miró al grupito de parientes que parecían divertirse mucho más que yo en la pequeña fiesta de mi cumpleaños. Me pasó un brazo por los hombros.
— ¿Fue muy difícil? — me preguntó. No disimulé mi malestar y mal humor.
— Me sentí como una idiota, como una malcriada. Como si tener una opinión sobre la maternidad fuera impensable. No entienden que no la considero en mis opciones y que de hecho, la idea me parece francamente desagradable.
Lamenté de inmediato haber dicho aquello: me pregunté si mi mamá se sentiría ofendida por mis palabras o lo que era peor, creería que se trataba de algún tipo de crítica o ataque contra ella. Ni uno ni otro. Mi mamá me dedicó una de sus sonrisas un poco maliciosas.
— Recuerda que hace veinte o treinta años, la maternidad no era una opción. Era un deber inexcusable. Desde que eras una niña, te recordaban que tarde o temprano, serías madre. Te gustara o no la idea, te pareciera apetecible o no, tendrías hijos, porque eso era lo que se esperaba de ti, a pesar de cualquier idea que tuvieras, al contrario. No era tan sencillo elegir.
La idea me produjo escalofríos. Me pregunté cómo podría haber afrontado una imposición semejante. Me imaginé cómo sería no tener la opción de decidir si deseaba o no ser madre. De hecho, aún la presión existía: persistente, ambigua y rutinaria, pero lo que describía mi mamá era un tipo de visión sobre lo femenino que me produjo escalofríos. La miré entre preocupada e inquieta.
— ¿Tu querías tener hijos? — en realidad la pregunta que deseaba hacerle era ¿Querías tenerme? pero no me atrevía a decirlo en voz alta. Me inquietó — y me angustió — el pensamiento de que mi mamá no tuviera otra posibilidad que concebir y convertirse en madre, a pesar de cualquier postura en contra, incluso de su misma opinión sobre el asunto. Mi mamá se echó a reír y tuve la impresión de que había comprendido bastante bien lo que había querido decir en primer lugar.
— Por supuesto que sí. Me hizo feliz embarazarme — me respondió — fue mi decisión y convertirme en madre me hizo feliz. Pero de haber querido escoger, probablemente no habría podido hacerlo. Se trata de que la maternidad, para la sociedad latinoamericana es un requisito, una necesidad y una obligación. Y aún lo es, en cierta medida. En una forma mucho más sutil, la presión continúa existiendo. Es parte de nuestra cultura. De una manera casi imperceptible, pero lo es.
No supe qué responder. Que yo recordara, jamás había deseado ser madre. Desde niña había soñado con ser escritora, fotógrafa, bombero. Había imaginado de cien maneras distintas mi vida a futuro y ninguna de esas imágenes incluía un bebé. Mis amigas del colegio solían insistir que eso era “rarísimo” y en una oportunidad una de las monjas bigotonas del colegio donde me eduqué me explicó pacientemente que “ya se me pasaría la indiferencia ante la obra del Altísimo”. Yo acepté los comentarios con cierto tono festivo y continué imaginándome cámara o pluma en mano, subiéndome en aviones que me llevarían a recorrer el mundo. Nunca junto a una cuna mirando a un bebé rollizo dormir.
En la adolescencia, decidí callarme mis opiniones sobre el tema. Escuchaba a mis amigas imaginar sus futuros niños y yo trataba de hacer lo mismo, pero no lo lograba. Tenía una idea nebulosa y bastante imprecisa que quizás, en alguna oportunidad, sentiría el mismo impulso. Que probablemente varios años más adelante también sentiría esa ternura inmediata ante un bebé y comenzaría a pensar en los propios. Esa idea me reconfortaba.
Ya por entonces, la idea de no querer hijos me hacía sentir extrañamente radical, aunque no supiera por qué. Era una línea que parecía separarme de una idea elemental que todas las mujeres tenían en común. En más de una ocasión, me angustié preguntándome si había algo mal en mí, si realmente algo no funcionaba de la manera correcta en mi cuerpo o en mi mente. Porque la realidad era que no sentía el mínimo impulso maternal. Ni el más pequeño atisbo de deseo de engendrar un bebé o criar uno. Supuse que todos tenían razón: se trataba de una etapa pasajera. Aún era muy joven para tomarme en serio cualquier cosa.
En la universidad me sentí mejor. Por entonces descubrí los principios del feminismo tradicional y aunque me abrumó un poco lo extremo de la postura, también me alivió saber que había un considerable grupo de mujeres que pensaba de la misma manera que yo. No había nada reprobable en que no me sintiera maternal, ni mucho menos entusiasta ante la idea de concebir. Mi amiga Elena, radical y directa, solía llamar a mis angustias “la neura de la hija única”.
— Te enseñaron que debes ser madre para mitigar la necesidad social de comprender a la mujer. Debes hacerlo mejor que tu madre y concebir más de una vez — me explicó en una ocasión — es simple: Todas estamos educadas para asumir el deber de parir y educar a la próxima generación. La mujer como centro del hogar, la mujer abnegada, la madre afligida. ¡Nadie habla de la mujer que trabaja, de la independiente, de la fuerte! Es como si la sociedad no asumiera que hay otro tipo de visión de lo femenino creándose, madurando.
A pesar de que la idea me pareció rocambolesca y estrafalaria de entrada, no dejé de pensar sobre el tema meses después de esa conversación. Era una mirada muy dura sobre la sociedad — que Elena insistía llamar cuadrícula patriarcal — y sobre todo, de algo tan natural y primitivo como el instinto maternal. Es decir, yo no quería ser madre — en realidad no sentía ningún tipo de inclinación sobre el tema — pero tampoco creía que serlo fuera pernicioso o directamente dañino para la mujer.
Lo que necesitaba creer era que la maternidad podía ser una opción, que de hecho fuera parte de la vida de la mujer y que la posibilidad de ser madre o no, fuera parte de todas las infinitas visiones sobre lo femenino que deseaba pudieran existir. La idea de la obligación de la maternidad me exasperaba y me entristecía. Era como someter por la fuerza lo que debía ser un instinto profundamente íntimo y extraordinario.
Una de mis profesoras promulgaba ideas parecidas, lo que irritaba a mis amigas feministas. Le llamaban “tibia” — como me llamaban a mí también — y la mayoría de las veces la acusaban de tener una conducta ambigua. Luego de la incómoda escena de la cesta con botitas de bebé en mi fiesta de cumpleaños, decidí conversar con ella sobre el espinoso tema. Me pareció que podía entenderme o de no hacerlo, al menos ofrecerme una perspectiva nueva sobre el particular. Resulta que sí me entendió.
— Venezuela es un país tradicional, aunque se perciba a sí mismo moderno y progresista — me explicó — es una sociedad con ideas muy restrictivas y restringidas, donde la pareja y los hijos son parte de lo que se asume como la normalidad debida. Más allá de eso, existe un espacio neutro y marginal que nadie admite y que además, asusta a los que permanecen dentro de esa línea de lo común. Nadie sabe qué hacer muy bien con los que no pertenecen a esa visión de lo que debería ser.
— ¿Y qué ocurre con ese porcentaje anómalo, los que no entran en estadística? ¿los que no desean casarse, asumir su deber biológico o como se llame esa idea de maternidad?
— Es una buena pregunta que nadie responde bien aún.
Yo sí lo sabía, por cierto, o al menos todas las mujeres que conocía me habían explicado el temor general de lo que podía ocurrir de no “sentar cabeza”. De la “quedada” a la “que vestía santos”. El futuro para la mujer que no quería ser madre parecía lo bastante deprimente como para reconsiderar la idea. Y es que la maternidad — el esfuerzo, la abnegación — parecían incluir además el beneficio de asegurarte una vida de amor y cuidados de hijos amorosos. No todo era tan bienintencionado, pensé con cierto sobresalto. Mi amiga Elisa se extrañó de mis escrúpulos “moralistas”.
— Es parte del ciclo de la vida: las madres cuidan a los hijos y los hijos a las madres. En todo caso, tener hijos asegura que tu vejez no será una pesadilla.
Pensé en todos los casos que conocía de padres y madres que terminaban en una institución geriátrica a pesar de haber criado, educado y cuidado a una numerosa parentela. Me pregunté si Elisa estaba consciente de lo medieval y en cierto modo, egoísta de su planteamiento.
— Hablas como si fuera terrible aspirar a que tus hijos se ocupen de ti cuando seas una anciana — me recriminó — escucha, la vida no es tan complicada. Goza tu juventud y disfruta después de ser mujer. El gusto por la maternidad nace solo. Así debe ser.
Y ese deber ser, incluía desde luego, a la mujer en la que se esperaba, te convertirías. Ya lo había visto en mi familia, en la vida de mis amigas más cercanas: el matrimonio era una necesidad que se manifestaba bien pronto y la maternidad, una celebración a un tipo de felicidad muy definida que yo no comprendía muy bien. Con veinte y tantos años cumplidos, ya había asistido al menos a tres bodas en mi círculo más cercano y mi amiga de la niñez ya celebraba el nacimiento de su segundo bebé. Mientras tanto, yo continuaba debatiéndome con problemas académicos e intentando construir mi futuro laboral, en una adolescencia eternizada que comenzaba a resultar inexplicable para buena parte de la gente que conocía. Eso y a pesar de que la gran mayoría consideraba “que aún era muy joven para esas cosas” y “ya habría tiempo para que cambiara de opinión”.
Cada vez más cerca de la treintena, continuaba muy ocupada como para sostener una relación sentimental estable y continué cuestionándome sobre esa inevitable sensación de que yo no encajaba realmente en esa imagen de felicidad futura que incluía un esposo, un bebé, quizás un perro o un gato. En cambio, tuve varias relaciones apasionadas, unas largas y formales, unas cortas y deliciosas y con el tiempo, comencé a preguntarme seriamente qué deseaba para mi futuro emocional.
El cuestionamiento coincidió con los primeros años de lo que fue mi primera relación adulta y sobre todo, con el hecho de comenzar a mirarme como parte de una pareja y más aún, de un futuro que incluía además, una vida familiar. La idea me abrumó por meses, sobre todo porque el hombre con quien salía tenía ideas muy claras al respecto.
Comenzamos a hablar del tema de los hijos con mucha frecuencia. Al principio, fue algo natural. No se extrañó demasiado que me sintiera incómoda con la idea de los bebés y me explicó que con toda probabilidad se debía a que no la había considerado con seriedad. Cuando le expliqué que realmente no deseaba tener hijos, que jamás había contemplado la idea y que el transcurrir del tiempo sólo había hecho que la decisión fuera más firme, pareció desconcertado. Pero aún no se preocupó.
— Es un tema que podemos analizar más adelante — me tranquilizó — ya habrá tiempo.
La relación continuó haciéndose más formal. Comenzamos a debatir sobre el futuro inmediato y a mediano plazo. El tema de los bebés volvió a surgir y esta vez, se hizo más espinosa la discusión. Cuestionó lo que llamó mi “entereza” para asumir una responsabilidad “verdaderamente adulta” y finalmente insistió en que yo no había considerado el asunto lo suficiente y mucho menos de manera profunda.
— No creo que tenga que considerar algo que tengo muy claro desde que recuerde — le contesté en una de nuestras interminables discusiones — no siento la menor inclinación por ser madre. No quiero, no lo deseo. Y es mi derecho a escoger.
Mi respuesta terminante lo desconcertó y también lo hirió. No supe cómo explicarle que mi punto de vista no tenía relación con mi manera de comprender mi relación con él o el amor que le profesaba. Pero él pareció pensar que ambas cosas estaban relacionadas. Me insinuó que quizás mi postura se debía al hecho de que “no tenía un sentimiento lo suficientemente profundo por él” y más tarde, me dejó claro que consideraba mi visión sobre las cosas “por completo egoísta”. Ambas ideas me aterrorizaron y me irritaron. Finalmente, luego de largos meses de tensión, la relación terminó. Y aunque ninguno admitió que el tema de los bebés fuera determinante en la decisión, no dudé que lo fuera.
Mi madre me consoló con enorme solidaridad y buen humor. Además de ella, poca gente entendió cómo podía haber roto una relación sana y amorosa por un tema semejante. “Ibas a cambiar de opinión, debiste esperar un poco”, me reclamó una de mis primas. “Ese tipo es el único hombre de Venezuela que quiere hijos y tú lo dejas ir” me dijo la bienintencionada tía de la cesta de mimbre. Sólo mi mamá comprendió que el tema era mucho más profundo y además, comenzaba a tomar un cariz definitivo.
— Debes asumir que en el futuro esto puede ocurrir y ocurrirá más de una vez, probablemente — me dijo, preocupada — en Venezuela, ningún hombre cree que una mujer puede negarse a tener hijos por razones poco precisas como una “opinión”.
— No es poco precisa ¡Es lo que pienso! — le reclamé. Mi mamá suspiró, conciliadora.
— No digo que carezcas de razón, pero en nuestra cultura las mujeres desean tener hijos. Un hombre jamás duda que tendrá hijos con la mujer con quien contraiga matrimonio. Se asume como necesario, evidente. Se da por supuesto.
No supe qué responder a eso, pero claro está que, la experiencia que acababa de vivir dejaba muy en claro que mi madre tenía razón. Me pregunté cómo afrontaría esa actitud masculina en el futuro. Me preocupó no poder hacerlo.
Cuando cumplí treinta años, no hubo fiesta doméstica ni celebración familiar. Sólo una sobria cena con mis amigas más cercanas y mi madre. Nadie comentó el espinoso tema del matrimonio o de los hijos: todos parecían muy conscientes de que lo que habían considerado uno de mis “caprichos bohemios” era algo más concluyente y definitivo. De manera que la velada transcurrió entre preguntas sobre mi vida profesional, mis planes futuros, la inevitable discusión política, hasta que mi tía — sí, la misma de la cesta de mimbre — decidió que era suficiente de fingir indiferencia y apuntó directo al tema que nadie quería tocar.
— Entonces tú de verdad no te piensas casar.
Silencio. Ninguno de los invitados la miró, ni tampoco a mí, por lo que supuse que alguno se había preguntado lo mismo. El momento se hizo tenso, interminable. Mi mamá parecía ligeramente abatida y preocupada, como si quisiera protegerme de la incomodidad, pero no supiera cómo hacerlo. Me encogí de hombros, tomé un sorbo de vino y sonreí.
— No, no lo haré. Me quedaré para vestir Santos.
— Allá tú que quieres sufrir la soledad — insistió mi tía — en unos años te vas a arrepentir.
No respondí de inmediato. Pensé en mis planes futuros de una tercera licenciatura, de dedicarme a escribir de manera profesional, de viajar por el mundo en plan bohemio y nómada. Incluso el plan a largo plazo de establecerme en mi ciudad favorita y comenzar allí la vida como la había planeado: una madurez tranquila, rodeada de cultura y arte.
¿Me arrepentiría acaso? ¿Realmente habría un momento en que miraría atrás y lamentaría haber renunciado a tantas cosas? No lo sabía. O quizás sí, pero me parecía que una respuesta tan terminante era innecesaria, incluso, directamente sin sentido.
— Si lo hago, siempre será mi decisión — dije por último — y eso para mí es suficiente.
Mi tía me miró enfurecida. Murmuró algo por lo bajo y finalmente, esquivó mi mirada. El resto de los comensales volvieron a comer entre conversaciones y sonrisas, pero la tensión continuó allí acechándome. Y seguí preguntándome si siempre sería así, si siempre debía justificar algo por completo personal e íntimo. Si siempre debiese luchar y enfrentarme a esa gran opinión general sobre lo que hacía con mi vida o a lo que renunciaba al tomar una decisión.
Y sí, supongo que siempre será así. Siempre habrá quien me critique, quien me juzgue, incluso quien me compadezca. Y eso está bien, eso es inevitable supongo. No obstante, en medio de esa lucha discreta, en medio de ese debate, aprendí que está bien mi forma de mirar el mundo, que no hay nada equivocado por el hecho de tomar una decisión en contra de lo que asume la mayoría es normal. Quizás dentro de algunas décadas me arrepienta o quién sabe, termine por convencerme que fue la mejor decisión que pude tomar. Cual sea el caso, será mi forma de ver el mundo, mi deseo expreso de libertad.