Al revisar el tema de los derechos fundamentales, vale la pena recordar que los principales instrumentos internacionales y regionales que los definen y garantizan, no tienen más de un siglo de haber sido discutidos y ratificados. Estos, claro está, fueron precedidos por debates deontológicos complejos por demás, a partir de conceptos como la dignidad humana y sobre la base de justificaciones filosóficas sobre la moral y la ética, así como asuntos sociales y políticos, tan controvertidos como los religiosos (Llamas, 2019). Valdría la pena, en este punto, hacerse la pregunta sobre quiénes dieron estos debates y cuáles eran sus antecedentes.
Indica Llamas (2019), que “la positivación de los derechos fundamentales concibe a éstos como derechos subjetivos que deben ser interpretados por los operadores jurídicos cualificados… para establecer los límites frente a otros derechos y sus alcances”. Pero una vez más, ¿quiénes son estos operadores jurídicos y cómo sus planteos propios en torno a ciertos temas, influencian una posición u otra?. ¿Cómo se incorpora en este proceso de decisión esta interpretación cultural de la dignidad humana y de los valores que la conforman de la que habla Llamas (2019)?
Todos estos debates, sobre qué constituyen y cómo se fundamentan los derechos fundamentales, qué los define, quiénes los detentan, quién los garantiza, qué los delimita, cómo se aplican, quién los interpreta, son debates que en su gran mayoría han dado hombres ilustres, desde la plataforma del poder que da el edicto del hombre educado, previendo su aplicación e interpretación por instituciones tradicionalmente masculinizadas y generalmente dominadas por hombres. “Siendo hombres quienes han hecho y compilado las leyes, han favorecido a su sexo, y los jurisconsultos han convertido las leyes en principios” (Poullain de La Barre, s.f, citada por Beauvoir, 1949). Por esta misma razón sostenía Garcia-Prince (s.f.) que “el poder es masculino”.
Por ejemplo, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que es uno de los documentos fundamentales de la Revolución Francesa y es concebida como uno de los primeros que reconoce los derechos humanos como derechos naturales, fue confrontada por la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana de 1791 de la escritora y filósofa francesa, Olympia De Gauge, precisamente apuntando a la exclusión de las mujeres, y su no reconocimiento como sujetas de derechos en la Declaración de 1789. La osadía le costó perder la cabeza, luego de un juicio sumario y sin garantías. Llamar la atención sobre estos temas ha sido y continúa siendo un riesgo para las mujeres en pleno siglo XXI.
Leer la historia de los derechos fundamentales con “lentes de género”, permitirá entender, temas básicos sobre la aplicación y garantía de estos derechos en el caso de las mujeres y cómo estos son interpretados por las instituciones. Aun cuando los derechos humanos están transversalizados por el principio de igualdad y no discriminación, es cierto que su cumplimiento depende de temas como el género, la edad, la clase social, el origen étnico, la orientación e identidad sexual, la presencia de alguna discapacidad, e incluso la ubicación geográfica. Estas diferencias, permitirán que distintos colectivos levanten banderas individualizadoras, que manifiesten sus condiciones propias y que llamen la atención sobre las brechas aun existentes, entre lo planteado en los instrumentos internacionales y regionales sobre derechos humanos, y su aplicación efectiva (o no) para cada uno de ellos.
La salud del Estado de Derecho, que está caracterizado por el respeto del imperio de la ley, de la legalidad [y legitimidad] de la administración, la separación de poderes y la tutela de los derechos fundamentales (Díaz, s.f. citado por Llamas, 2019, p. 13), continúa siendo puesta a prueba, entre otras cosas por su incapacidad de garantizar ciertos derechos a ciertas personas, entre ellas, las mujeres.
No cabe duda, especialmente en el mundo occidental, que los derechos de las mujeres son derechos humanos. Sin embargo, temas como la baja representación de mujeres en esferas políticas y económicas, la falta de autonomía económica de la mayoría de las mujeres en el mundo y lo que se conoce como la feminización de la pobreza, así como el dramático fenómeno de la violencia de género, dan cuenta de, en palabras de Llamas (2019), que los “retos como la integración pasan por un replanteamiento de los conceptos de ciudadanía, todavía lastrados por ideas decimonónicas…y de la asignatura pendiente de una tolerancia basada en una noción de supremacía de valores” eminentemente androcéntricos y hetero-normados. En tal sentido, cabe preguntarse si en atención a lo anterior, se puede hablar de que, en términos reales, las mujeres siguen siendo concebidas como ciudadanas de segunda clase.
Entonces, si la dimensión cultural de cada sociedad da contenido y valor a los derechos positivados, a partir de un continuo y cíclico diálogo, como plantea Llamas (2019), es posible aseverar que una sociedad que privilegie la concepción de las mujeres principalmente desde sus roles de madres, esposas, estándose naturalmente en el hogar y dedicadas a tareas principalmente reproductivas, como la crianza y el cuidado, no necesariamente las considera capacitadas para el trabajo político.
“La mujer es mujer en virtud de cierta falta de cualidades. Y debemos considerar el carácter de las mujeres como adoleciente de una imperfección natural” decía Aristóteles (s.f.), citado por Beauvoir (1949). De lo anterior, se puede inferir que, desde la creación misma del concepto de política, gracias a la obra del mismo nombre del reconocido filósofo griego, la mujer no será concebida como apta o idónea para el ejercicio político. Beauvoir (1949) recordaba que, Platón agradecía a los dioses, primero, que lo hubiesen creado hombre libre y no esclavo, y segundo, que lo hubiesen hecho hombre y no mujer. Dada la influencia de estos destacados filósofos griegos en la cultura occidental, no es de extrañar que esta concepción sobre las mujeres aun esté presente hoy en día en nuestras sociedades, aunque de forma más velada.
Como indica Rodríguez-Palop (2019): …el sistema político que había triunfado en una buena parte del mundo después del período ilustrado excluía a las mujeres del ámbito público bajo el argumento de sus supuestas aptitudes y carencias naturales: la mujer carecía de los atributos ‘masculinos’ identificados con la racionalidad, la inteligencia, la capacidad de juicio y la competitividad.
Pero, lo que se conoce como el determinismo cultural, no debe ser de ninguna forma un argumento válido para evitar el goce y disfrute de derechos. En tal sentido, mucho ha sido el trabajo de grupos de mujeres en el mundo, y especialmente en América Latina, a lo largo de los años, para precisamente enfrentar esas normas sociales y culturales, que les limitan en el acceso y disfrute de sus derechos humanos, enarbolando la bandera del principio de igualdad y no discriminación, recogido tanto en textos meramente expresivos como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (destáquese “del Hombre”), ambas de 1948, así como en textos legales, de obligatorio cumplimiento para los Estados, como los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos, y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ambos de 1966, así como la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969.
Sin embargo, casi un siglo antes de la ratificación de estos tratados que conforman el corpus iuris del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, las mujeres organizadas, especialmente en Europa, ya daban la batalla por sus derechos. Las pioneras del movimiento sufragista del siglo XIX, que se cristalizó con la obtención del voto femenino en 1918 en Reino Unido, hablaban claramente el lenguaje de los derechos humanos desde entonces, dotándoles de “una autoridad moral incontestable” (Rodríguez-Palop, 2019). Estas consideraban la obtención del voto como una precondición para el disfrute de derechos conexos, anunciando desde temprano elementos que más adelante serían recogidos en los principios de interdependencia e indivisibilidad de los derechos humanos.
De acuerdo a Rodríguez-Palop (2019): Conseguir el derecho de voto suponía reconocer a la mujer como agente activo de la vida política, reconocer su parte de responsabilidad en la toma de decisiones colectivas, una responsabilidad sin la que no podía ser considerada una auténtica ciudadana. La adquisición del voto se presentó, en suma, como la vía más adecuada para lograr las reformas sociales y legislativas que las mujeres necesitaban.
Pero, como es bien conocido, estas reivindicaciones jurídicas que además sólo beneficiaban a un minoritario grupo de mujeres en una primera instancia (mayores de 30 años, propietarias y/o cabeza de familia, o casadas con un hombre con derecho a voto -no todos lo tenían-, o en posesión de un título universitario), no fueron suficientes para garantizar otro tipo de derechos de forma automática. Además, esta no fue una lucha incontestada. Existió así mismo la campaña anti-sufragista en Reino Unido, liderada por la Liga Nacional Contra el Sufragio Femenino creada en 1911, que argüía que “el sufragio desvirtuaba la esencia femenina, transgredía la división sexual establecida y llevaba infelicidad a los hogares… [y que además], en el Parlamento, las necesidades de la mujer quedaban bien representadas por los hombres” (Rodríguez-Palop, 2019).
Así pues, los antecedentes de las luchas feministas ya daban cuenta desde temprano que las principales resistencias y argumentos que retrasan la reivindicación de los derechos de las mujeres no son legales, ni económicos, ni siquiera políticos, sino eminentemente culturales. Estos argumentos siguen siendo “válidos” en pleno siglo XXI.
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Artículo originalmente publicado en la Revista Multijurídica Marzo 2021