El problema de cambiar el mundo: Chiyo y Daphne

El problema de cambiar el mundo: Chiyo y Daphne
febrero 7, 2021 Aglaia Berlutti
feminismo

En una de las escenas de la película “Memoria de una Geisha” (2005) de Rob Marshall, Chiyo (Zhang Ziyi), futura aspirante a la extraña condición de artista y objeto del deseo encarnada en la icónica Geisha, trata de entender cómo perderá su virginidad, puesta a subasta en medio de una serie de intrigas en voz baja que no le incluyen.  De la misma forma que en el best seller homónimo de Arthur Golden, Chiyo no tiene la menor idea de lo que ocurrirá, a pesar de que Mameha (Michelle Yeoh en la adaptación cinematográfica), intenta explicar con eufemismos la primera relación sexual de una mujer. Pero en realidad, no importa demasiado si Chiyo lo entiende, aprueba o incluso, está preparada para un tránsito semejante. En el refinado mundo de las Geishas y su agresiva competencia por el triunfo, el cuerpo de la mujer sólo es un símbolo en disputa, una propiedad “cara” que se vende al mejor postor.

Lo mismo ocurre con el personaje de Daphne Bridgerton (encarnada por la actriz Phoebe Dynevor) en la adaptación de la saga del mismo nombre de la Julia Quinn para Netflix.  La mayor parte del peso del drama de época tiene relación con un romance con tintes eróticos, en que la jovencísima aristócrata es el centro de todo tipo de intrigas de salón, comentarios medio susurrados y por supuesto, el hecho que su nombre y virtud esté a la altura de lo que su familia y la sociedad espera de ella.  Por ahora y antes de pasar por el trámite del matrimonio, la virginidad de Daphne es un objetivo costoso. Uno que, además, invisibiliza a la jovencísima noble bajo su peso.

Ambas ficciones parecen debatir por separado un tema que, por siglos enteros, no sólo se consideró corriente, sino respetable. El cuerpo de una mujer no le pertenecía, sino era parte de una transacción moral y cultural que no le incluía en absoluto. Una mujer no tenía derecho alguno sobre su cuerpo y desde niña lo tenía claro: no importa cual fuese el país, la época o la sociedad en que le tocó nacer, había algo claro. Una mujer debía asumir que, desde su capacidad reproductiva hasta su apariencia física, pertenecían a un deber ser que la superaba y contra las que pocas veces podía luchar.

El derecho de pernada, los matrimonios arreglados, la inquisición, las leyes que infantilizaban a la mujer hasta convertirle en un individuo sin derechos jurídicos, fueron durante buena parte de los últimos cinco siglos una constante sobre la que sostenía la identidad femenina. Hasta hace menos de cien años, en Inglaterra una mujer no podía heredar si había un hermano mayor cuyo derecho primaba sobre el suyo. Hasta 1987, en Rusia, una ley familiar especificaba que las hijas debían vivir en casa del padre hasta que este autorizara lo contrario y había la posibilidad, que el padre pudiera reclamar ante un juzgado la mera desobediencia.

En buena parte de Asia, la mujer fue invisible hasta bien entrado el siglo XX, atada y supeditada a su capacidad reproductiva de manera legal. En África, todavía hay países en que la mujer no es otra cosa que un objeto de valor, que puede ser intercambiado, transado o vendido en beneficio de la familia y en especial, del padre. Incluso en América, buena parte de los países mantienen leyes restrictivas sobre la capacidad reproductiva, que van desde las restricciones sobre el aborto hasta hechos de naturaleza personalísima como la decisión de la esterilización quirúrgica.

Antes o después, la visibilidad y la relevancia de la identidad femenina, se ve en la obligación de enfrentarse, para bien o para mal, contra la idea general de la tradición que impone y supone que toda mujer sólo existe en beneficio de la idea que la cultura tiene que ella.

–Eso es exagerado – dice mi amigo José – ¿te estás escuchando? Solo falta que menciones la inquisición.

–En Venezuela, una mujer fue enviada a la cárcel por proporcionar información sobre el aborto y facilitar la decisión de abortar a una víctima de trece años – le recuerdo – por cierto, que el agresor sigue libre.

José es uno de mis compañeros del master de perfilación criminal que llevo a cabo. Es español y le parece impensable la mera posibilidad que una mujer deba rendir cuentas al Estado sobre sus decisiones biológicas. Por supuesto, también es el hombre que considera que el aborto “no es una decisión que sólo competa a la mujer”, como si el mero hecho de tener útero, hiciera que el cuerpo femenino pudiera ser comprendido como propiedad legal.

Recuerdo a Chiyo, cuya desfloración fue vendida en medio de una muy pública subasta. O Daphne, que no tenía idea sobre su cuerpo, el de su marido o cómo engendrar un bebé, aunque estaba en la obligación simbólica de engendrar uno. Tanto una como la otra – idealizaciones y caricaturizaciones de lo femenino de sus respectivas épocas – eran el centro de un debate que no les incluía y mucho menos, tenían en cuenta su opinión.   ¿Cuánto ha cambiado todo en el mundo con respecto a esa percepción sobre la mujer?

–No es lo mismo.
–¿Por qué no?
–La mujer que cuentas, no era médica ni tampoco tenía conocimientos comprobables. Dar una píldora para abortar pone en peligro la vida de la niña.
–¿Y tener un bebé a los trece años, no?
–Mis abuelos se casaron a esa edad.
–Tu abuela, tenía esa edad – le recuerdo.

Me lo ha contado varias veces:  su abuela tenía casi catorce años, cuando le obligaron a contraer matrimonio con un hombre de treinta a quien sólo había visto tres veces en su vida.  Milena, su abuela, quería ser enfermera, viajar a Francia desde la España rural. “Ver mundo”.  Pero terminó siendo la madre de seis hijos y jamás salió de Asturias. Murió a los cincuenta y cinco años, sin haber hecho otra cosa que ser madre y esposa. “La mejor” me recalca siempre José.

–Mi abuela quiso casarse.
–¿Cómo lo sabes?

–Nadie la obligaba.
–¿Cómo lo sabes?

–¿No se quedó ahí?
–¿A dónde podía ir?

José se queda callado. En la pantalla de la portátil, tiene un aspecto joven, serio. Es un hombre amable, encantador. Uno de mis amigos más cercanos durante esta insólita circunstancia de la pandemia. Pero para José, también es impensable que una mujer desee ser otra cosa que madre o esposa. O que lo deseara su abuela Milena, la formidable Milena que sacó adelante un hogar y un esposo, casi contando peseta a peseta, cuya memoria todos veneran en su familia, incluso el nieto que no le conoció y que sólo ha visto sus fotografías.

– Es cruel lo que dices.

– ¿Por qué?

– Mi abuelo quería a mi abuela.

– Y tenía treinta años cuando se acostó con una niña de trece años.

Silencio. No es una conversación sencilla. No esperaba tenerla. No quería decir algo como lo que acabo de decir. Pero es tan simple como cierto. La mujer no ha existido por buena parte de la historia del hombre, del mundo de la normalidad y las buenas costumbres. Como la imaginaria Chiyo, que terminó tendida en una mesa mientras un hombre le penetraba a la fuerza porque había logrado un precio considerable por su virginidad.  Como Daphne, que no tenía idea de lo que ocurría en el lecho matrimonial y cuanto influía en su vida. O como cada mujer real de cada siglo, que simplemente no ha podido evitar que la historia le lleve por delante, la costumbre la sacuda por completo, el miedo la transforme en otra cosa.

– ¿Podemos dejar de hablar de esto? – me dice José.

Me encojo de hombros. Al final, lo invisible también resulta vergonzoso.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

Comment (1)

  1. Román 3 años ago

    Hola. Excelente relato. Sin duda qué se puede hablar y qué no se puede hablar tienen contexto de género (en la historia, sea cual sea el espacio social y geográfico y hoy en día). Ese contexto te condiciona, condiciona a José, condicionó seguramente a su abuela Milena y a su abuelo. Puede ser doloroso reconocerlo, pero es un paso adelante, en mi opinión, exigible. Los alemanes hicieron mea culpa luego del holocausto y uno de los condicionantes legales a partir de los diferentes tipos de reconciliación con memoria histórica desde entonces, fue no dejar de nombrar y reconocer. Para los judios, expertos en el poder del lenguaje sobre las estructuras sociales, no olvidar supone un ejercicio constante de nombrar para seguir reconociendo, para revivir en el hoy, no solo por un asunto de homenaje a víctimas del pasado, más aún como un condicionante educativo hacia el futuro. Yo creo que Milena pudo casarse feliz (quizá, aterrada y, a pesar de ello, feliz) pero ella misma era un producto cultural de su época, al igual que su futuro marido y, por ello, quizá nació y creció esos 14 años desprovista del tutelaje adecuado y, también, de herramientas para defender su propio querer. Hoy sigue sucediendo. Que suceda menos o casi no suceda en ciertos países occidentales, es motivo de alegría, quizá incluso de optimismo, porque al menos tenemos un referente cultural imitable en el que se reflejan cada vez más niñas y mujeres si acceden a información que, también, está cada vez más globalizada (aunque no tanto como nos gustaría). Pero lo que no es discutible es que cualquier sociedad que permita (y peor, que estimule y conciba como negocio) la boda de una adolescente hoy en día, tiene enormes oportunidades de mejora en el tratamiento de su gente. Por cierto, el área se desdibuja cuando, desde niñas con menarquia reciente, pasamos a jóvenes inmaduras, incluso siendo mayores de edad. Lo digo, porque en Latinoamérica no solo debemos abordar el problema de niñas que se embarazan, a veces en medio de agresiones semi consentidas en su entorno familiar, también debemos considerar el problema de las adolescentes y jóvenes con escasas capacidades personales y familiares para sobre llevar la maternidad, que abandonan sus estudios y que limitan enormemente su propia vida bajo la presión de un rol materno sobreexigido. Trabajar culturalmente el empoderamiento de jóvenes mujeres para que se adueñen se su vida sexual y se desarrollen en términos socio educativos y socio económicos antes de considerar la maternidad, mientras trabajamos con toda la sociedad nuevas normas de conciliación y nuevas formas de masculinidad y paternidad, es una tarea prioritaria e imposterbable. Saludos

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