Unas semanas atrás, el presidente Nicolás Maduro comentó en una de sus alocuciones, que sus únicas propiedades eran “las pocas cosas había en su casa” y por supuesto “su esposa Cilia”, en lo que intentó fuera una especie de declaración de amor y terminó por ser otra de las tantas frases que forman parte del imaginario machista del chavismo. No obstante, lo anterior no me sorprendió tanto como la respuesta que recibió el comentario de una mujer brillante en mi Time Line, que expresó en voz alta su preocupación por nociones semejantes sobre la identidad femenina. “Si tienes muebles en la casa, ¿de quién son?” dijo uno de los abundantes comentaristas “burlones” que son tan frecuentes en Twitter. De inmediato, aclaró que se trataba de una broma. “¿No ves que sólo es un chiste?” insistió, cuando a la autora del comentario inicial le preocupó la connotación de la frase.
Un chiste, siempre se trata de un chiste, me digo inquieta, lo cual no sería un problema si realmente se tratara de humor. No está mal burlarse de los temas de actualidad, los que están en boca de todos. No está mal encontrar en la sátira, la provocación y la ironía una forma de confrontar las ideas del resto. Lo que sí resulta preocupante y pasa con mucha frecuencia, es llamar humor a lo que en realidad es una mirada directa hacia temas controversiales. Pero en este caso, el comentario fue rápido, directo, sin el giro de la ironía, el juego de palabras brillante que asocio con lo humorístico. “¿Si tienes muebles en tu casa, de quiénes son?” me repito en voz alta.
El machismo en Venezuela es acendrado, una mezcla de la normalización de la violencia con la pretensión de un conservadurismo puro y duro que absorbe el prejuicio, lo transforma en tradición y obligación. Sí, es humor – podría serlo – pero también, es una idea que se repite a diario, que está en todas partes, que todas las mujeres del país y si extendemos la reflexión, del continente, debemos sufrir alguna vez.
Porque el machismo es parte de nuestra cultura. Lo es, en las pequeñas cosas, como las frecuentes insinuaciones de que las “verdaderas damas” no hablan acerca de su deseo sexual, ni tampoco analizan su cuerpo desde una perspectiva moderna, libre de discriminación. En las críticas al comportamiento, la apariencia, en la forma en que el cuerpo y la actitud de la mujer se cosifican en maneras distintas hasta crear una idealización peligrosa, incómoda, la mayoría de las veces, restrictiva.
Este es un país – ¿cultura? ¿continente? – en el que todavía se debate si una mujer tiene “derecho a esto o a aquello”, en la que un hombre se siente con el poder de explicar, restringir e insinuar cómo debe ser el comportamiento femenino para ser aceptable. “Ya no hay damas, sólo mujeres que hablan de la necesidad de tener sexo” escribió un interlocutor anónimo en Twitter, sólo para recibir docenas de tweets en apoyo, incluso de mujeres, que insistían en que el mero hecho de romper el tabú sobre las necesidades eróticas, genitales y sexuales de una mujer “era vulgar”.
Este es un país – ¿continente? ¿cultura? – en que un presidente habla de su esposa como un objeto y en el que un hombre joven se apresura a bromear sobre la idea, porque la reconoce, porque la comprende, porque forma parte de la larga serie de diminutas piezas de información con la que convive, creció, asumió como parte de un todo más amplio e incómodo.
Por supuesto, en un contexto así, las feministas somos desagradables. Las “radicales” que no entienden “cómo es ser mujer” o que “dejaron de serlo”. En un contexto así, las activistas que intentamos dialogar de alguna forma sobre el hecho del papel de la mujer y su importancia en un país marcado por la desigualdad, somos “machorras”, “las locas”, “las que son incapaces de entender el mundo tradicional”. Varios días atrás, una mujer extraordinaria, figura pública, dejó claro y en mayúsculas, que JAMÁS sería feminista ni jamás “se sentiría representada” por un grupo de “histéricas”.
Leerla me produjo una profunda sensación de tristeza. Me hizo cuestionarme no sólo el hecho que existe — y se perpetúa — un preocupante desconocimiento sobre lo que el feminismo es y puede ser, sino también esa limitada comprensión sobre la necesidad de una idea que permita el debate y el análisis del papel de la mujer en nuestra época. Porque el debate — en redes sociales, en aulas de clase e incluso en el ámbito cotidiano — parece dirigido directamente al análisis si el feminismo continúa siendo necesario. Si en realidad, tiene algún valor esa insistente necesidad de reafirmar que la inclusión — asumida como el hecho que todo ser humano merece aspirar a los mismos derechos y responsabilidades culturales y ciudadanas — es un valor que debe asumirse como imprescindible.
¿Cuándo dejó de ser necesario el debate sobre el papel de la mujer frente al hecho de una sociedad que continúa esgrimiendo ideas y visiones muy concretas sobre la identidad femenina? ¿Cuándo “pasó de moda” la preocupación sobre el hecho de la mujer como individualidad y no como parte del rol social? ¿Quién o quienes decidieron que el Feminismo era una idea “pasada de moda” y poco necesaria, mientras alrededor del mundo cientos de mujeres siguen sufriendo las consecuencias de la desigualdad? Es una idea que preocupa y además de eso, síntoma de esa trivialización y banalización de lo que una lucha política y social simboliza.
En parte, como consecuencia de esa masificación del análisis y la simplificación de los conceptos que sostienen al feminismo como idea. Y también, responsabilidad del planteamiento del feminismo como concepto extremo, como una radicalización inútil que tergiversó todo tipo de reflexión sobre lo que un debate político y social puede ser y de hecho, aspira a ser.
Más allá de eso, hablamos de una posición popular. Ya el feminismo no es necesario — o esa es la premisa que se repite en todas partes — y puede ser desechado. O peor aún, el feminismo se ha transformado en algo tan desagradable que lo poco que sobrevive, se oculta en la periferia, en esa zona peligrosa donde conviven todo tipo de ideas y luchas políticas más o menos incómodas. Hay una cierta mirada socarrona sobre el hecho que una mujer defienda y analice sus derechos. Y la cultura y los medios se hacen eco de esa percepción. El feminismo de las “Feminazi”, de las “locas” que se garabatean el cuerpo con frases de odio, de las proclamas altaneras y prepotentes.
De los grupos de jovencitas llevando los pechos al aire y cometiendo actos vandálicos, con una botella de alcohol entre las manos. ¿Quién desea ser relacionado o identificado con un movimiento así? ¿Quién desea que alguien pueda juzgarle por una intrincada red de mensajes insistentes de aparente intolerancia, de locuras radicales? ¿Quién quiere llamarse feminista en un mundo que asume la palabra misma como un insulto sutil?
Pues yo lo deseo. Y tengo mis buenas razones para hacerlo. Y continuaré llamándome feminista, siempre que pueda y en todos los ámbitos posibles porque creo que es necesario comprender que el Feminismo (insisto con las mayúsculas) no sólo es una postura política por derecho propio, sino una manifestación esencial de una identidad cultural. Una percepción cultural sobre esa reflexión con respecto a lo que la mujer busca y desea no sólo para si misma, sino acerca de esa identidad Universal que se hereda por tradición y que es tan fácil normalizar.
Por supuesto, es muy sencillo trivializar algo semejante. Tan fácil como permitir que el análisis sobre lo que es el feminismo se remita — y se limite — a lo evidente, a las imágenes de mujeres que gritan a cámaras de televisión, de mujeres que se pintarrajean al cuerpo con consigas de odio de género. Pero el feminismo no es sólo eso — aunque también es esa imagen — y parte de esa insistencia en su reconocimiento como idea que se sustenta, es parte de lo que el Feminismo moderno tiene por ideal o mejor dicho, como un punto necesario a rebatir.
De la idea política al inútil manifiesto radical: seis grados de separación muy convenientes.
Nací en una familia de mujeres inteligentes e independientes, a quienes nunca escuché llamarse así mismas feministas, pero que, de hecho, lo eran. Todas abogaron a su modo y desde sus trincheras por ideas que, en otras partes del mundo, serían consideradas directamente políticas, aunque ninguna de ellas militó en movimiento social o cultural alguno. No obstante, cada una de ellas, se comprendió así misma desde la perspectiva de la revalorización de lo femenino: desde mi madre, que por años luchó por los derechos laborales de la mujer en la empresa donde trabajaba, hasta mis primas, varias de las cuales desafiaron los estereotipos femeninos venezolanos cursando licenciaturas científicas con enorme éxito.
Además, en mi familia aprendí que es necesario analizar y reflexionar sobre los derechos personales y sobre todo, de reivindicar lo que se considera justo en cada oportunidad posible. ¿Un primer paso para mi futuro feminismo? muchas veces pensaría que simplemente se trata de una toma de conciencia de la necesidad de asumir la responsabilidad cultural ys social sobre tus opiniones. Pero a veces me pregunto si el Feminismo como idea nació justamente de esa noción sobre lo que es justo y lo que no, sobre lo que aspiramos y lo que necesitamos más allá de lo que la sociedad nos impone.
Y es que justamente, el Feminismo histórico nació con respecto a la idea de la justicia. Cuando se analiza el planteamiento, sorprende que a la humanidad le haya llevado tanto tiempo analizar la idea de lo femenino desde un cariz único: la necesidad de reconocer los derechos de la mujer como una idea inherente a su individualidad. Durante gran parte de la historia Universal, lo femenino fue considerado no sólo accesorio sino también sucedáneo de lo masculino, como si la mujer, esa mítica costilla de Adán, fuera simplemente un accidente biológico destinado a cumplir un muy específico deber reproductivo.
Incluso, durante los primeros debates sobre la igualdad y los valores humanos alentados bajo el marco de la Revolución francesa, la idea de la inclusión y la revalorización de la identidad humana, estaba referido únicamente al hombre. En más de una ocasión, la filósofa y proto feminista Mary Wollstonecraft insistió en el hecho que el papel de la mujer y la reivindicación de sus derechos, era lamentablemente ignorado por los grandes pensadores de su época, obsesionados por la igualdad entre los hombres, pero ignorando al llamado “sexo débil”. Frustrada y angustiada, llegó a escribir que “el tiempo transcurre entre debates sobre la exaltación del ciudadano y como siempre, olvidando a la mujer en la sombra”. Una declaración inquietante sobre esa percepción de la mujer invisible -el no ser, el no estar — tan frecuente e incluso normalizada a través de la historia.
No debería ser necesario que alguien señalara que es justo o que no lo es. Debería ser un instinto inmediato, una toma de conciencia elemental sobre que necesitamos asumir como un derecho esencial en nuestra manera de percibir el mundo. Pero no lo es tanto. No lo ha sido por siglos, donde incluso se ha debatido sobre el hecho real si la mujer podía ser considerada como un ser humano. Una idea que ahora mismo puede parecer desconcertante, pero que fue alentada y transformada en una idea cultural por siglos. Y es que hablamos sobre la noción de la Individualidad de la mujer, el respeto a sus capacidades y su identidad. ¿Existe un progreso exponencial con respecto a cómo se interpreta lo femenino actualmente? Nadie lo duda. ¿Es necesario insistir sobre la justo y lo injusto con respecto a lo femenino? Por supuesto que lo es.
Y lo es en la medida que se mantiene una percepción más o menos idéntica sobre el deber ser de género durante buena parte de las largas décadas de lucha por la inclusión femenina. Desde el soterrado debate del “papel de la mujer como sostén del hogar” (y su obligación casi ancestral de someterse a un papel secundario en beneficio de la percepción de la familia) hasta esa insistencia en la identidad de la mujer sujeta a la maternidad, no es tan sencillo sustraerse de siglos de machacona insistencia en el papel secundario de lo femenino.
Se trata, sobre todo, de esa percepción sobre la razón por la cual, la mujer sigue siendo analizada desde una dimensión única — el papel, el género y la identidad — y más allá de eso, de como se percibe así misma a través de los cambios políticos y sociales. No siempre es sencillo aceptar que esa mirada condescendiente continúa allí, que la lucha de ideas políticas debe enfrentarse no sólo a lo obvio, sino a algo más sutil: a esa comprensión de la mujer como parte de un esquema de valores y tradiciones que intentan definirla desde una inquietante visión genérica.
Hace unos meses, un amigo cuestionó con mucha seriedad que insistiera escribir sobre feminismo cuando ya no parece ser importante hacerlo. Lo hizo con toda buena voluntad y sin ninguna malicia, pero dejándome muy claro que a estas alturas de nuestra época, hablar de feminismo era más o menos, un dinosaurio ideológico. Lo escuché de buen humor.
— ¿Y exactamente por qué lo es? — le pregunté. Soltó una carcajada amigable. — Oye, tienes que admitirlo. Los derechos de la mujer ya no están en debate. Los tienen y ya. Y sí, hay lugares en el mundo que insisten en menospreciar a la mujer y esas cosas, pero la mayoría es bastante abierto a los cambios. ¿No es eso lo que querían?
No respondo. Nos encontramos caminando en un centro comercial rodeados de unas cuantas vitrinas donde maniquíes hipersexualizados muestran sus enormes pechos a quien quiera mirarlos. Nos tropezamos con seis o siete peluquerías antes de encontrar una pequeña librería del ramo. Una mujer camina delante de nosotros con unos altísimos tacones y una falta muy cortita y cuando se cruza con una pareja, la mujer le dedica una mirada dura y ofendida. Aprieta el brazo del hombre a su lado. Un poco más allá, la publicidad de una bebida alcohólica muestra una mujer de espléndida figura y anuncia: “bébetela entera”. Me pregunto si me convertí en una de las temidas “feminazis” al notar todo ese conjunto de ideas. O que quizás, no es tan fácil ignorarlas cuando aspiras a una cultura que te comprenda desde la igualdad y no la debilidad.
— ¿No sería mejor decir “lo que merecíamos”? — le respondo. Mi amigo parpadea. — Oye, es lo mismo. — No lo es — suspiro — hay una idea muy general sobre el hecho que la mujer tiene lo que deseaba y eso debería ser lo suficiente. Como si el aspirar a la inclusión fuera un reclamo caprichoso. Una malcriadez histórica.
Mi amigo sacude la cabeza, incómodo. Más de una vez, me ha comentado que le fastidia el tema de los derechos de la mujer por innecesario. Insiste que la mujer en Venezuela “hace lo que quiere” y nadie le pone objeción. Que en nuestro país, la mujer tiene más libertad “que en cualquier otro país de Latinoamérica”. Cuando me lo dice, siempre me pregunto si está consciente de la inquietante carga de planteamientos que supone su visión, si el hecho de hablar que la mujer venezolana “hace lo que quiere”, no parece suponer que hay una cierta percepción sobre lo que “no podría ser”. Y no hablamos de una ideal legal, sino de algo más sutil. ¿Me estaré convirtiendo realmente en una de esas estigmatizadas y paranoicas Feminazis? me pregunto. ¿O se trata de algo más?
Unos días después, mi amigo A. me escucha ponderar sobre el tema en voz alta. Lo hace con frecuencia: A. es un antropólogo con un considerable interés por el tema femenino. Suele bromear sobre el tema llamándose “el único hombre feminista en Venezuela” y añadir que forma parte de esa oleada de hombres que analizan lo femenino desde una perspectiva nueva. Y lo hace no por alguna curiosidad profesional, sino porque considera que la libertad y la igualdad garantiza — en general — una sociedad más justa. Cuando le hablo sobre los comentarios de mi amigo, sacude la cabeza.
— Es un curioso juego de palabras, pero realmente mucha gente está convencida de que las mujeres tienen los derechos “que tanto insistieron”, como si fuera una dádiva de la sociedad y la cultura “permitir” que un grupo de ciudadanos aspire a la igualdad — me dice — cuando se dice así, es de una simpleza peligrosa. Básicamente es una idea que supone que la sociedad debe repensarse y por último admitir, que sí, que no exista discriminación por razas, que el menosprecio de género es censurable y que el prejuicio por orientación sexual debe ser derrotado. Pero ese pequeño matiz en la aseveración, ese “pero” invisible, cambia toda la percepción.
Pienso en ese “pero invisible” que menciona A. y que he escuchado tantas veces. No soy machista, pero las mujeres deberían ser más discretas al vestir. No soy machista, pero mira que se buscó que la violaran por andar borracha. No soy machista, pero…La frase se repite hacia el infinito y no únicamente referido a temas tan debatibles — y que se debaten con tanta frecuencia — como la percepción de la mujer en nuestra cultura.
También encuentro ese “Pero” en todas las veces que la ley menosprecia a la mujer, en mi país o en cualquier otro, en que una mujer es juzgada por como se ve antes que por su capacidad. En todas las veces que ese “Pero” encubre violencia, agresiones. En ese “pero” que justifica conductas inadmisibles pero que de alguna forma, suponen una perspectiva válida. En ese mundo que se extiende más allá de lo que la sociedad asume que la mujer puede y debe ser. Ese “pero invisible” tan ambiguo y preocupante que se extiende en todas direcciones desde una percepción de la mujer como rol histórico.
Pero volvamos a lo cotidiano. No sólo al hecho que la palabra “Feminista” se ha transformado en un estigma, sino también al hecho que figuras muy públicas hablan sobre humanismo y otros conceptos con una frugalidad que asombra cuando no resulta preocupante. Hablemos del hecho de lo que implica que un grupo de mujeres célebres admitan que la idea del Feminismo (así, con mayúscula) puede resultar incómoda, sino que está bien asimilar que algo así como la defensa y análisis de la identidad femenina en el mundo, es un planteamiento tan en desuso como por completo aburrido.
Y es que de hecho, la mayoría de los planteamientos de las celebridades — y otro tantos que los apoyan y sostienen — es que el “feminismo moderno” (ese término confuso que parece incluir desde los rasgos más extremos y políticamente insustanciales del movimiento hasta los análisis en mesa de debates de derechos políticos y culturales en busca de la inclusión) es una preocupación que no parece combinar muy bien con lo que se supone las nuevas luchas políticas mucho más vistosas y agradables. Caramba, que nadie se quiere ver envuelto en discusiones donde el debate se centre en cosas tan antipáticas como derechos laborales y reivindicaciones culturales. Mucho más fácil hablar sobre “Humanismo” (así, en genérico) que preocuparse por ideas muy puntuales y que afectan a millones de mujeres alrededor del mundo.
Unos días atrás, leía unas declaraciones de la actriz Meryl Streep, a quien tampoco he escuchado jamás llamarse feminista, pero que está preocupada — y es una convencida activista — de causas tan antipáticas como la de visibilizar el machismo y la misoginia en Hollywood. Streep, quizás la actriz más poderosa e influyente de la historia del cine, decidió abrir un fondo de ayuda para guionistas y directoras de más de cuarenta años, que el mundo del espectáculo suele ignorar por el mero hecho de rebasar el ideal de juventud ideal que vende la industria cinematográfica.
Preocupada, Streep comentó que esa noción sobre “la mujer sometida a los prejuicios de una industria controlada por hombres” y la necesidad inmediata “de reivindicar el talento femenino en todas sus implicaciones”. La lucha por la igualdad de género en el mundo del cine llevó a Streep a fundar Writers Lab (Laboratorio de escritoras), un proyecto financiado de su bolsillo y que busca ampliar las oportunidades laborales en el séptimo arte. ¿Meryl se llama feminista? Probablemente sí o incluso, no necesita hacerlo. Pero tampoco lucha contra la idea y la menosprecia en su un supuesto “humanismo” tan ambiguo como peligroso a momento de analizar las ideas que aún deforman la percepción sobre los derechos femeninos en el espectáculo y en cualquier otro ángulo.
Es un tema que preocupa, una percepción sensible que termina volviéndose una confusa mezcla de reflexiones e ideas. Y es que mientras que esa noción de “feminismo” extremo y tan cercano al prejuicio político continúa tomándose por única, la necesidad de una real reivindicación de derechos políticos y culturales sigue siendo imprescindible.
Al respecto, mi amiga Adriana Ponte Guía escribió en su magnifica columna “El caño de la Madre” en el periódico web Contrapunto una afiladísima reflexión: “Cada vez que una de nosotras se opone a la igualdad, a la paridad y a que se detenga la discriminación en base al sexo no está siendo realmente una mujer empoderada, independiente y moderna/postmoderna sino que se está escondiendo detrás de la gran cortina que taparea el modelo hegemónico patriarcal, subyacente en nuestras construcciones culturales, en nuestros modos de vida e incluso en los modelos jurídicos y políticos (…) Oponerse al patriarcado y a la prevalencia del poder masculino sobre la subordinación femenina, no es una cosa de ñángaras trasnochadas, ni de criadoras compulsivas de perros y gatos, ni solteronas amargadas. No señoras y señoritas, definitivamente no. Estos son los típicos estigmas con los que se minimiza a quienes defienden el asunto, desde la palestra del poder dominante: el de lo masculino. Oponiéndose a la paridad de género, muchas mujeres están despreciando toda una lucha de años que ha dejado esos dividendos positivos que nos permiten hoy gozar de nuestros derechos: desde votar hasta recibir sueldos acordes con nuestra experiencia y preparación.”
Pienso en las palabras de Adriana mientras un hombre me llama “machorra” en un un comentario vía web por declarar que no deseo tener hijos ni tampoco contraer matrimonio. Lo pienso, cuando alguien más opina que quizás debería moderar mis opiniones y hacerlas más “femeninas” para evitar debates insustanciales. Más tarde lo recordaré cuando una amiga se lamente que a pesar de sus esfuerzos, continúa obteniendo una fracción del salario de su contraparte masculino con quien comparte funciones. Cuando lea las preocupantes noticias sobre ablaciones masivas consideradas religiosas y culturalmente aceptables en varios países africanos. Cuando leo de nuevo a alguien ponderar sobre la “culpabilidad” de la mujer que sufre una violación.
Me preocupa sus implicaciones, cuando encuentro de nuevo el artículo sobre las diez Heroínas populares que menosprecian el feminismo, esta vez compartido por un hombre joven, padre de una niña de pocos años. Y pienso en el hecho que quizás esa niña — a quien he visto crecer a través de la fotografía de su padre — deberá enfrentarse a un mundo donde la reivindicación de género esté sometida a lo idoneidad de la cultura inmediata, al hecho insistente y sobre todo preocupante, de asumir que la inclusión de género debe encajar en cierta postura flexible y agradable.
Nada de enfrentamientos y contradicciones. Nada de debatir posturas rígidas y absolutas. ¿Cuánto podrá afectarle eso? Una lamentable carencia de esa percepción de la comprensión el feminismo como una idea que se fundamenta en un cambio social y también cultural. Espero que su padre lo sepa, como yo también lo sé.
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