A Ingrid sólo la conozco por su nombre de pila y una serie de fotografías que la muestran con el rostro cubierto de moretones, la cabeza vendada y el cuerpo encogido de dolor. Es otra de las tantas víctimas de la violencia machista que se hace cada vez más común en Venezuela, pero en especial, una que protagonizó una circunstancia que sacó a relucir ese rasgo misógino que al parecer nuestra cultura internaliza y normaliza a niveles preocupantes. Porque Ingrid no fue atacada por un desconocido, un hombre que saltó sobre ella en una calle oscura, la asaltó por sorpresa o la escogió por mero azar. Ingrid, como tantas víctimas, conocía a su agresor. Tanto, como para tener una historia en común. Tanto, como para subir a su automóvil. Tanto, como para aceptar que le llevara en un corto trecho, sin sospechar lo que podía ocurrir.
En las fotografías, el rostro de Ingrid está deformado por los golpes y raspones. Su agresor la golpeó, la arrojó a la calle, la arrastró por los cabellos, la intentó degollar. De hecho, la degolló, como apuntó un médico en Twitter, explicando que el hombre que atacó a Ingrid estuvo muy cerca de cortar su yugular al provocarle una herida que va de un lado a otro de la piel del cuello. De modo que la víctima, no sólo sufrió lo que sin duda fue la peor experiencia de su vida, sino, además, estuvo tan cerca de la muerte como para que el sólo hecho de que haya sobrevivido sea un milagro.
No obstante, en buena parte de los comentarios de la conversación en distintas plataformas virtuales, interesa bastante poco que Ingrid sea una sobreviviente, una mujer que tuvo que sufrir un tipo de violencia inimaginable por el solo hecho de serlo. Que, además, es probable lleve a cuestas las secuelas físicas y psicológicas de una situación semejante durante el resto de su vida. Lo que parece importar a un considerable número de los comentaristas y opinadores casuales, es el hecho que Ingrid conocía a su atacante, que “pudo evitar” lo sucedido, que fue incapaz de prever la situación de violencia en la que se vería involucrada. O al menos, esa es la opinión general, como si una víctima pudiera provocar la violencia en medio de una situación que le desborda, en la que no tiene mayor control, en la que tenía todas las de perder.
Para la cultura venezolana, en la que la mujer siempre lleva parte de la culpa de los delitos que sufre, Ingrid es en parte responsable de su tragedia, de un tipo de agresión que casi le lleva a la muerte, de las secuelas que sufrirá de ahora en más. Todo, por conocer a su agresor, por no sospechar que algo así podía suceder. Por ser mujer y simplemente, cometer el error de olvidarlo en un país en que la impunidad y la misoginia se mezclan de una forma letal.
Incluso, hubo muestras de solidaridad en voz alta para el agresor. Alguien se preguntó el motivo por el cual, un hombre que lo tenía “todo” podía “arruinar su vida” de esa manera, como si Ingrid fuera una condición accidental, un suceso a la periferia sin ninguna importancia, más allá de suponer una tragedia en la vida de un hombre común. Más allá, por supuesto, hubo los que condicionaron la agresión al comportamiento de Ingrid antes o después. Y al final, una multitud de comentarios dejaron claro que era la “única responsable” de lo que le había ocurrido. “Tenía que saber lo que le iba a pasar” insistió el habitual coro de voces que utilizan el prejuicio como una forma de menospreciar el comportamiento femenino.
No es la primera vez que leo una reacción semejante. Ni será la última. En el país en que nací, el maltrato de género, todavía lleva a cuestas el peso y la mancha del menosprecio. Uno tan violento y doloroso, que, además, convierte a todo hecho de violencia en un debate sobre la moral de la víctima, antes de lo que sufrió, del comportamiento de su agresión, de la impunidad que le rodea.
Para la cultura del país – continente – en que crecí una mujer debe protegerse de la violencia, antes de aspirar a un sistema legal, cultural y jurídico que le proteja como un ciudadano integral, que se asegure de criminalizar el comportamiento violento en su contra, que considere un delito punible el machismo convertido en un arma de agresión. Se trata de un pensamiento inquietante, que, además, deja claro que hay una considerable brecha entre la forma en que se interpreta la violencia contra la mujer y un tipo de pensamiento social, que disculpa al agresor una y otra vez.
– No lo disculpa, es simple lógica – me dice mi amigo J. – nadie dice que lo mereciera. Solo que pudo haberlo evitado.
Conversamos a través de Zoom, en esa impersonal distancia que hace más incómodo todavía un debate de semejante categoría. Que lo hace más circunstancial, como si Ingrid, que languidece en una clínica privada de Caracas mientras se debate acerca de ella con una frialdad aterradora, fuera una estadística, un rostro anónimo entre los tantos que forman parte de un conjunto de cifras sin nombre ni rostro. Ingrid, que casi fue degollada, que gritó por su vida hasta que alguien pudo evitar que su agresor la asesinara. Ingrid, a la que alguien tomó fotografías en su cama de convalecencia, cubierta de moretones y vendas.
– ¿Cómo?
– No montándose en ese carro, para comenzar.
– ¿Montarse en un carro equivale a una sentencia de muerte?
– Si vas con un hombre que sabes puede ser violento, sí.
– No había hecho nada semejante nunca.
– Pero podía serlo.
– ¿No eres tú el que dice que “no todos los hombres” son agresores?
Me mira con el rostro tenso. La discusión comenzó por su interés de escribir sobre el tema de “manera neutra”. Meses atrás, habíamos conversado sobre las generalizaciones y apuntó hacia un tema álgido. “No se trata de todos los hombres” me insistió en un tono duro, como si la mera insinuación de que se necesitaban leyes mucho más duras contra feminicidas y maltratadores le convirtiera en sospechoso por necesidad. Cuando le expliqué que no se trataba de la sospecha de que pudiera ser un maltratador, sino apuntar que maltratar era un delito de considerable gravedad, sacudió la cabeza. “No todos los hombres maltratamos. A veces, un golpe, sólo es un accidente”.
Ahora, la conversación gravita entre nosotros como un espacio incómodo y doloroso. Sacude la cabeza, frunce el ceño.
– No es lo mismo.
– ¿Por qué no lo es?
– Porque yo jamás golpearía a una mujer para matarla.
– Golpear a una mujer de cualquier forma es un delito.
– Golpear a cualquiera debería serlo.
– Y lo es – le recuerdo – pero golpear a una mujer por el hecho de serlo, porque te unió una relación romántica, porque sabes no podrá defenderse, porque te sostiene la impunidad de un sistema que te justifica, es un hecho de naturaleza gravísima.
Silencio otra vez. Hace poco, una mujer comentó en Twitter que “ya quisiera ella tener un novio que la golpeara”. Lo hizo, a propósito de la campaña de recaudación que se llevó a cabo para ayudar con los gastos médicos de Ingrid y que de inmediato, sumó una considerable cantidad de dinero. La usuaria de Twitter recibió todo tipo de comentarios e insultos. Su respuesta fue aún más preocupante que su primer comentario: “Todos están pensando en eso y lo hacen, porque ella no es nazi ni musulmana”.
La situación completa me produjo escalofríos ¿Está tan normalizado el hecho de la violencia de género que incluso, se estratifica por nacionalidad y creencia? ¿Es para cualquiera, incluso para una mujer, un hecho que se asume inevitable, parte de lo que la mujer debe asumir le ocurrirá antes o después? ¿Importa tan poco el maltrato, la violación, el asesinato de mujeres alrededor del mundo?
– La mayoría no entiende esas sutilezas – insiste J. – no les importa.
– No las entiende porque se normaliza que a una mujer puede golpearse y no es un delito. Que “se lo puede buscar”, que es “parte de algo inevitable”.
– En muchas culturas lo es – me recuerda J. – no es que diga que esté bien, pero…
– Eso no lo hace bueno ni admisible.
La opinión de J. es frecuente y más allá de eso – y he allí el real peligro – se toma como un hecho concreto. Hace unas dos semanas, me ocurrió uno de esos pequeños incidentes que te hacen formularte una serie de preguntas sobre la sociedad y la cultura donde vives. Luego de leer un comentario en el que un twittero señalaba con total desparpajo: «Las mujeres quieren que se les ponga carácter», decidí decir algo al respecto. Recuerdo haber pensado, al momento de leer la frase, en esa actitud del hombre latinoamericano de suponer que la mujer necesita algún tipo de autoridad moral debido a «debilidad emocional» y pensé en las mujeres que conozco, proactivas, inteligentes, audaces. De manera que respondí en concordancia. Mis palabras textuales fueron: «Creo que las mujeres no quieren que se les ponga carácter, sino relaciones igualitarias. Queremos un compañero, no un padre sustituto».
La respuesta del twittero fue inmediata y previsible. Luego de desautorizar cualquier opinión que pudiera contradecir la suya, me llamó «Feminista» (utilizando la palabra como un insulto) y poco después, me preguntó en un tono agresivo «si tenía novio», como si mi estatus emocional pudiera validar – o no – mis razonamientos sobre su planteamiento. Me asombró, que un hombre del siglo XXI tuviera tan poca idea sobre el mundo femenino y aunque un poco después, la discusión se diluyó en un dime y direte sin mayor importancia, ese pequeño interludio me dejó un poco triste, aunque no demasiado desconcertada. ¿Cuál es la visión del hombre latinoamericano moderno sobre el mundo de la mujer?
El machismo, la reivindicación social, la idea del Universo femenino:
Como mujer latinoamericana, por supuesto, no me sorprende ni la reacción pública alrededor del caso de Ingrid o las pequeñas actitudes cotidianas como la que comenté más arriba. Aunque muchas veces, me alegra comprobar la somera evolución en el pensamiento y actitud sobre el género que el hombre de nuestro continente ha demostrado durante las últimas décadas, sé muy bien que el machismo sigue siendo moneda común en la sociedad de mi país. Sobre todo, debido a las desigualdades sociales, económicas y educativas que padece la mujer en la cultura venezolana. No obstante, más allá de eso, me preocupa la forma en que la cultura venezolana exhibe inquietantes rasgos misóginos.
Para buena parte de los países del hemisferio, las mujeres no son otra cosa que madre o esposa, ambas cosas o una incógnita, que la ley y la cultura intenta definir sin lograrlo. Una especie de reminiscencia del pensamiento medieval donde la mujer era menor de edad durante toda su vida, y era parte de las propiedades del Padre y después del marido. Una idea preocupante, sobre todo, en una sociedad joven donde un altísimo porcentaje de las parejas contraen matrimonio o deciden hacer vida en común antes de la veintena. La mujer es madre y la mayoría de las veces, único sostén de hogar antes de alcanzar la madurez emocional y física. Una realidad que se repite a diario no solo en Venezuela sino en numerosos países latinoamericanos.
Haciendo un escalofriante recorrido geográfico por América Latina, desde México y hasta Argentina, de las mujeres que han denunciado abusos de su pareja actual o su expareja o han sido víctimas mortales de la violencia de género, encontramos que en los últimos siete años más de 3.200 mujeres guatemaltecas han sido raptadas y asesinadas, la mayoría violadas, torturadas y mutiladas. En Costa Rica, 58 de cada 100 mujeres son víctimas de algún tipo de violencia machista. En México, el 35,4% de las mujeres ha sufrido violencia ejercida por su pareja. En República Dominicana (2002) el 21,7%; en Nicaragua (2002) el 40%; en Colombia (2004) el 39%; en Perú (2004) el 42,3%; en Ecuador (2004) el 31%; en Bolivia (2003) el 52,3%.
En Bahamas en el 2002, la muerte de mujeres por violencia machista significó el 53% del total de asesinatos. En Venezuela, cada 10 días una mujer muere como consecuencia de la violencia de género. En Brasil, el 33% de las mujeres ha sido objeto de violencia física con armas de fuego, agresiones y violación conyugal. En Uruguay, entre enero y mayo del 2007, las denuncias por violencia doméstica subieron un 55,6% respecto a las del mismo período del año anterior.
En Chile, el número de mujeres asesinadas, la gran mayoría por sus parejas actuales o anteriores fue en 2001 de 35 casos; en 2002, 49 y en 2006, 51. En Buenos Aires, se estima que una de cada tres mujeres es víctima de violencia y los crímenes contra mujeres constituyeron entre el 78% y el 83% de los delitos de violencia registrados entre 1999 y el 2003.
Al leer las cifras, la mayoría de nosotros se conmueve, aunque no precisamente se asombra. Atrás queda la imagen del machismo y el feminismo enfrentados a jocosos programas humorísticos de la tv, o los acostumbrados juegos de palabras que pululan en las redes sociales. Porque al analizar la realidad concreta de la actitud del hombre latinoamericano, las cifras descubren un panorama inquietante, destructor de la identidad femenina. No nos referimos ya por supuesto, al feminismo o al machismo como conceptos contrapuestos o extremos, sino a una realidad social profundamente preocupante, un dilema social que construye una dura idea sobre nuestra cultura: la violencia como esquema de relación entre géneros.
De la identidad de la mujer y otros pequeños tópicos:
Hace mucho tiempo, hará unos diez años, leí un artículo en un periódico que creo se convirtió en la huella de mis pesadillas más personales. No recuerdo su autor, aunque si el hecho que estaba ilustrado con la caricatura de una mujer que, vestida de negro, se encogía hasta casi desaparecer del plano central de la imagen. El artículo crudo, mordaz y estremecedor sentenciaba: » al parecer, podrías ser víctima de la violencia solo por ser hermosa y joven, o simplemente tener un aspecto saludable. Eso quiere decir que las mujeres solo estaremos a salvo una vez que entramos en la vejez. Pero también he de mencionar que los casos de violencia sexual contra ancianas crecen exponencialmente año tras año. Tal vez, sea solo cuestión de no llevar ropas llamativas -tengas la edad que tengas – y vestirse de negro y muy cerrado para cubrir el hecho que eres mujer. Sin embargo, debo decirte que también existen pruebas irrefutables de que hay cierto tipo de psicópatas que se excitan ante la visión de una mujer cubierta por ropas gruesas y eso desata un índice de agresividad inaudita. Así que, tal vez lo mejor sea no existir, no estar en la realidad, desaparecer cualquier huella de femineidad, porque es evidente que el mero hecho de ser mujer, ya es premisa para sufrir una grosera manifestación de horror».
Sí, memoricé el pasaje. A través de los años, lo he meditado en numerosas ocasiones, aterrada y asqueada. Tal vez se trate de una exageración de esa realidad de lo femenino y lo masculino. Sin duda, en muchas partes lo es, pero resulta inquietante pensar ¿Cuál es el error en la visión de nuestra sociedad que hace aun frases como «las mujeres desean que se les ponga carácter» o «las mujeres buscan un padre sustituto» continúen siendo pronunciadas por hombres jóvenes? ¿Qué hace que casos como el de Ingrid sigan ocurriendo con una frecuencia espeluznante?
No nos engañemos, toda esta estructura legal machista tiene su origen en el hecho de que sigue existiendo una creencia cultural que menosprecia a la mujer, moral e intelectualmente hablando. Por cada mujer emprendedora, fuerte y luchadora, existen diez que son educadas para el servilismo, carecen de una educación sólida y una preparación cultural sustentable. Incluso en materia religiosa, la mujer sigue siendo considerada una figura minoritaria y secundaria. ¿Cuál es el papel de las religiosas dentro de la jerarquía cristiana? ¿O el de la esposa y la hija en la cultura musulmana? ¿o el de la mujer, para los judíos?
Todos los estereotipos son calificados socialmente como ambivalentes, maliciosos, en la mayoría de los casos. Por muchos siglos, la población femenina careció de identidad étnica, humanista. Y aunque actualmente, los pasos hacia la igualdad son cada vez más fuertes y concretos, aun ese estigma cultural continúa apareciendo de vez en cuando, creando un caldo de cultivo para esa idea del género que menosprecia a la mujer, que la considera sin duda, alguien a quien debe ponérsele «carácter».
Los progresos son lentos, pero evidentes: Dos países hispanoamericanos fueron presididos por mujeres durante la última década. La proporción de estudiantes de sexo masculino y femenino es cada vez más equilibrada en la mayoría de las Universidades latinoamericanas, según cifras proporcionadas por la ONU, Aunque este pluralismo puede plantear retos para el acceso de las mujeres a la justicia y lo social, existen muchos ejemplos positivos de iniciativas que apuntan a mejorar esta situación y que proporcionan poder a la mujer para que mantengan la identidad cultural que desean y exijan los derechos humanos que valoran y necesitan.
En Burundi, actualmente las mujeres constituyen el 40% de los miembros del sistema tradicional de justicia Bashingantahe, situación que ayuda a cambiar actitudes y a mejorar la toma de decisiones. En Ecuador, la Constitución garantiza el derecho de las mujeres a participar en los sistemas indígenas de justicia y gobierno. Las mujeres indígenas han creado “Estatutos de buena convivencia” basados en los principios de la justicia indígena sobre cómo abordar la violencia contra las mujeres. En Indonesia, el Gobierno invierte en tribunales religiosos –los que ven el 98% de todos los divorcios. Ello ha permitido aumentar el número de tribunales de proximidad en zonas rurales y eximir a los usuarios de los honorarios.
El cambio, está sucediendo. Tal vez no tan rápido y de manera tan concluyente como todas deseamos. Pero existe. Y sin duda, esa idea de progreso es parte de la absoluta certeza de que la igualdad es parte de una idea del futuro que se escribe a diario.
***
Fotografía de Aglaia Berlutti