Unas semanas atrás

Unas semanas atrás
noviembre 9, 2020 Aglaia Berlutti
feminismo violencia de género

Unas semanas atrás, un líder político del país se pronunció en Twitter sobre lo que llamó la “irresponsabilidad” de las venezolanas que han emigrado y sufren violencia de género. Palabras más, palabras menos, dejó claro que “las mujeres deberían escoger mejor a su compañero de vida” para evitar “situaciones de violencia”. Lo dijo, además, con un tipo de crueldad latente que disimuló bajo un tono condescendiente y paternalista que hizo el comentario – y las inevitables respuestas –  fueran aún más preocupantes. No se trataba que culpabilizara a las víctimas por las altísimas cifras de maltrato, abuso y asesinato que las mujeres en situación vulnerable fuera de Venezuela están sufriendo, sino que brindó a toda la situación de una latente concepción sobre la violencia como parte de un sistema endémico, que perdona y justifica al agresor de todas las maneras posibles.

Como si no eso no fuera suficiente, durante los últimos meses, los casos de feminicidio se han discutido en voz alta en redes sociales y en medios de comunicación, siempre para señalar a la víctima como culpable de la violencia que sufre y con cuyas consecuencias debe lidiar de maneras imprevisibles.  Tal pareciera que nunca hay un lugar seguro para los que deben enfrentar una agresión.  Desde lidiar con el señalamiento público sobre su conducta, lo que esconde detrás del prejuicio normalizado y la sistematización de la agresión, hasta asumir que, de una forma u otra, sufrir maltrato de género es inevitable en un país en la que la impunidad es otro tipo de violencia, la víctima debe recorrer a solas un camino que nadie comprende, que al final jamás le llevará a la justicia y lo que es más preocupante, que se hace cada día más claustrofóbico y peligroso.

No es algo nuevo ni tampoco que no haya sido discutido en todo tipo de ámbitos y momentos históricos, sobre todo a medida que la presencia femenina en el ámbito de la ley en Venezuela se ha hecho más frecuente. Solo que el resultado y la conclusión de los diferentes debates siempre es muy parecido; el Estado venezolano asume la condición de las agresiones machistas y la manera en que analiza a la víctima desde una concepción retrógrada.

En nuestro país, la mujer siempre será la culpable, no importa los supuestos avances legales o el entramado judicial a su disposición. Lo será, porque quienes están a cargo de impartir justicia, están convencidos que la víctima sostiene sobre sus hombros un tipo de responsabilidad añadida a la violencia que padeció. Toda víctima en Venezuela está bajo sospecha, será interpelada de forma cruel y su testimonio menoscabado, debido al peso incómodo de todo tipo de prejuicios y en especial, la convicción que el maltrato de género es un debate político y no legal.

¿Cuántas veces no se debate la credibilidad de una mujer de una manera agresiva y dando por hecho que puede mentir? Se hace, además, mientras se habla del beneficio de la duda para el agresor, mientras se insiste que no se puede hablar de culpables sin que se demuestre de manera fidedigna la responsabilidad legal del que acosa, golpea, agrede. ¿Cuántas víctimas deben enfrentar el escarnio público y privado por atreverse a la denuncia? ¿Cuántas personas usan cifras mínimas sobre casos no comprobables o falsos para desconocer la estadística colosal y en aumento de números de violencia que indican una situación cada vez más dura para la mujer en el país?

¿Qué ocurre en cada ocasión que a la víctima se le señala de desear “publicidad”? ¿En todas las ocasiones en que se revela su pasado sexual, su comportamiento, su forma de vestir e incluso su conducta cotidiana para justificar al agresor? ¿Qué ocurre cuando las cifras de delitos cometidos contra mujeres sólo por ser mujeres se hacen cada vez más altas y la respuesta del ciudadano común, es la de comparar las cifras – sin el mismo contexto, objetivo o señalamiento – sobre hombres en situaciones vulnerables? ¿Qué ocurre con la víctima que luego de recorrer el largo camino de la justicia en Venezuela, debe asumir que es culpable de su propio crimen?

No es una idea sencilla de asimilar, pero si lo bastante dura como para comprender el ámbito en el que una víctima debe sobrevivir, llevando a cuestas las heridas de una agresión que devastó sin duda su salud física y psiquiátrica. En Venezuela y en buena parte del mundo, una mujer es dos veces víctima. De su agresor y también, de los que le señalan sólo por haber sufrido una situación que le sobrepasa.

***

Cuando cursaba el tercer año de mi licenciatura en Derecho, uno de mis profesores me envió junto a un grupo de compañeros, a una de las subdelegaciones de la antigua Policía Técnica Judicial, actualmente Cuerpo de Investigaciones científicas, penales y criminalísticas. La intención era que, como futuros abogados, conociéramos de primera mano cómo era el ambiente judicial del país. Fue la primera vez en que comprendí qué era una violación, como crimen y como realidad, y más allá, la postura del sistema legal venezolano al respecto.

Nos organizaron por turnos: cumplíamos funciones de pasante y algo menos que un aprendiz burocrático. En mi caso, trabajaba transcribiendo expedientes de los diferentes casos que llegaban a diario a la oficina, y una que otra vez, acompaña al oficial de guardia para atender a los denunciantes. Así conocí de primera mano, el caso de una de las tantas víctimas que padecen violencia sexual en el país, y que son ignoradas por el sistema judicial venezolano.

La muchacha llegó por su propio pie. No estaba golpeada, al menos de manera visible. Tenía la ropa limpia y ordenada. Cuando se sentó en la silla frente al escritorio del oficial de guardia, parecía inquieta, pero no asustada.

– Quiero denunciar una violación – dijo en un hilo de voz. Me encontraba a unos metros de distancia y levanté la cabeza, sobresaltada. El oficial, en cambio, no levantó la cabeza para mirarla. Tomó el cuaderno de novedades y lo abrió con un gesto perezoso.

Le hizo las preguntas de rigor en un tono duro, directo. La mujer las respondió todas. Las manos apretadas sobre las rodillas. Los hombros encorvados. La observé con disimulo: era una chica joven y atractiva, de unos veintitantos. No lloraba. Pero cuando el agente le preguntó qué había ocurrido, contrajo el rostro.

– Estábamos en una fiesta – contó – tomamos juntos. Me ofreció llevarme a mi casa. Pero me llevó a un callejón cercano. Estacionó el carro y empezó a tocarme. Grité, pero no me soltó.  Me arrancó la ropa a golpes y me…violó.

Apretó los labios. De pie, medio escondida entre los archivos, sentí miedo. Por lo que contaba, por ella, por mí. Recordé todas las veces que, en la Universidad, un compañero que apenas conocía me había llevado a mi casa. Intenté imaginar el pánico de la muchacha, el horror, sus gritos. No me atreví a hacerlo.

El agente escribió todo. No levantó la cabeza para mirarla mientras lo hacía. Cuando lo hizo, arrojó el lápiz sobre el escritorio.

– ¿Lo conocía? – le preguntó. En el mismo tono duro e indiferente de antes. La chica se encogió un poco, como si las palabras la aplastaran.

– Sí, es un muchacho del trabajo.

– ¿Había hablado con él antes?

– Varias veces…pero…

– ¿Por qué se fue en el automóvil con él?

– Le estoy diciendo, lo conocía.

– ¿Le gustaba?

– No.…pero…

– ¿Bebió?

– Un poco, unas cervezas…pero…

– ¿Hace cuánto ocurrió el delito?

– El sábado, hace cuatro días.

– ¿Por qué vino hoy?

– Tenía…tengo miedo.

Cuando ella comenzó a llorar, el oficial simplemente se levantó del escritorio. Creí que buscaría un vaso de agua para extendérselo o le daría una servilleta para se limpiara la cara. Pero simplemente se levantó y se fue. La dejó llorando a solas, con los hombros encorvados. Temblando de un miedo, a solas en medio de aquella oficina árida y helada, escandalosa.

Se sobresaltó cuando me incliné hacia ella. Le extendí uno de mis pañuelos y me senté a su lado. No sabía que decir, ni cómo empezar a calcular la magnitud de la angustia y el miedo que me transmitía su historia. Por entonces, yo era una chica de diecisiete años, que sintió miedo ante esa otra visión del sexo, de las imágenes que evocaba las pocas palabras de la muchacha, el llanto nervioso que la sacudía, los rasguños y las marcas violáceas en sus brazos, que me mostró sin dejar de llorar.

– Le dije que lo denunciaría – tartamudeó. Me dedicó una mirada extraviada y me pregunté si me veía a mí, o recordaba lo que le había ocurrido – me empujó a patadas fuera del automóvil. Me dijo que nadie me creería. Y es verdad.

– Yo te creo – dije en voz baja. Pero ella no me escuchó. No esperó que le entregara la hoja oficial con su denuncia. Con los brazos apretados contra el pecho y paso rápido, salió de la oficina. La miré alejarse calle abajo, confundida entre la multitud. Doblé su denuncia y la archivé, aunque sabía que carecía de valor legal alguno. La muchacha no había llegado siquiera a firmar la hoja.

Cuando le hablé a mi profesor sobre la escena, no se sorprendió. Nos encontrábamos en el campus de la Universidad. Intenté explicarle el miedo de la muchacha, la humillación de las preguntas, la indiferencia del oficial. Pero no pude. Él asintió, sin embargo, captando lo esencial.

– Venezuela es un país donde el machismo incide en la formulación e interpretación de las leyes – dijo – una violación en Venezuela solo es creíble, si eres una niña o estás muy lastimada. El oficial de policía intentará comprobar si te defendiste, si hiciste todo lo que pudiste para evitarlo. Y no siempre todo es tan sencillo. Una violación es un acto de violencia que no siempre es visible.

– ¡Pero eso es una idea horrible! – le reclamé. El miedo volvió. Esta vez más fuerte, más inquietante del que había sentido en la oficina de la policía: comprendí la real vulnerabilidad, la visión limitada de la ley que se supone debía proteger a la mujer de una agresión semejante. Es como si la ley culpara a la mujer por no poder evitar la violación.

– Básicamente, en Venezuela es ese el pensamiento – suspiró. Me agradaba mucho aquel hombre de rostro arrugado y barba blanca: sus clases eran mis preferidas. Hablaba de justicia y de paz, cosas que yo podía entender. No obstante, en ese momento, me inquietó su resignación – en Venezuela la mujer debe demostrar fue violada para que la ley pueda creerle. De no ser así, se supondrá lo provocó.

feminismoLa idea me produjo pánico, pero aún peor, una sensación de profunda indefensión. Porque comprendí que, en Venezuela, la violación no es solo un acto de violencia, es una opinión social: una interpretación del papel de la víctima dentro de la agresión que puede convertirla en provocadora.

Pienso en todas estas cosas mientras camino por la calle:  Un grupo de niñas que llevan faldas muy cortas, pasan corriendo a mi lado y se suben en desorden a un transporte público. Un hombre se detiene para mirarlas, sobre todo a una de ellas, que insiste en saltar en un pie. La falda se sube un poco sobre el muslo, mostrando piel y quizá un poco de intimidad. El hombre sigue mirándola. De hecho, se detiene, un poco asombrado. Y de pronto, siento miedo. Una extraña sensación de zozobra, por la mirada del desconocido – que puede significar cualquier cosa – y la muchacha, en su vulnerabilidad, en convertirse en objeto sexual solo por ser joven y hermosa, solo por provocar casi de manera juguetona. O tal vez ni siquiera se trate de eso, pienso, aún de pie, inmóvil en medio en la calle.

El autobús se aleja entre el tráfico de la ciudad, envuelto en humo y el hombre sigue caminando, el rostro enrojecido, los ojos brillantes. Tal vez se trate de esa idea de la mujer como víctima, o de la conciencia de la feminidad sumisa, resignada, pero el pensamiento de la agresión consensuada – si es que eso existe – parece formar parte de esa gran imaginaria del macho latinoamericano, de la sociedad hostil, que aún padecemos en Latinoamérica, y quizás, forma parte de la sociedad occidental.

Un pensamiento que me provoca – ¿y cómo evitarlo? – un enorme temor. La mujer al margen de la sociedad, la mujer en medio de un debate intelectual que no termina de completarse jamás.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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