En tiempos en los que se endilgan fobias y odios sin detenernos a reflexionar sobre si los prejuicios son realmente eso, muchas veces titubeo al momento de llamar a alguien “misógino”. Es una etiqueta delicada porque supone el desprecio a, nada más y nada menos que, la mitad de la población del mundo. Una palabra ofensiva, además, porque es mucho lo que se lee sobre ese sentimiento como sustrato de la forma más extrema de violencia contra la mujer: el femicidio/feminicidio.
No fue sino hasta que leí sobre la historia de la misoginia que comprendí cuan presente ha estado siempre entre nosotros. De manera que ante la pregunta: ¿es realmente misógina una sociedad en la que sistémica y estructuralmente se invisibiliza a la mujer?, la respuesta es sí. No es solo en el hogar donde se maltrata a la mujer hasta asesinarla que está presente este odio, sino en cada chiste y en cada ofensa hacia aquellas que se atreven, en un mundo machista, a alzar la voz en contra del incremento de las tasas de femicidios/feminicidios; está presente en la brecha salarial, en la negativa de los estados de no reconocer el derecho a acceder al aborto seguro y gratuito bajo la excusa de un determinismo biológico que le impide ser dueña de sí, de su cuerpo; y, en fin, en ese desdén con el que se mira a aquellas “diferentes” a lo que se espera de ellas.
Para el filósofo francés André Glucksman, citado por la escritora española Anne Caballé en el libro “Breve historia de la misoginia”, la misoginia es el odio más largo de la historia, más milenario y más planetario que el odio hacia los judíos. Por su parte, el escritor irlandés Jack Holland, en “A brief history of misoginy”, reconoce la dificultad de darle una fecha de nacimiento, pero cree que podría ubicarse incluso en un período anterior al siglo VIII antes de Cristo. Ambos autores hacen un recorrido histórico sobre situaciones extremas y dolorosas a las que ha sido sometida la mujer durante siglos y cómo el mismo prejuicio ha evolucionado y se ha normalizado con el tiempo, al punto de que, no logramos identificarlo en las dinámicas sociales diarias, ni en las expresiones de arte contemporáneo.
La complejidad de la misoginia radica en que, paradójicamente conviven el desprecio con el deseo del hombre hacia la mujer, pero no un deseo que recae sobre el ser humano en sí, sino en el ideal, en lo que el hombre espera de ella, en cómo desea verla, siempre hermosa. Es debido a esa dualidad que se hace tan difícil que se admita el término.
Hace poco le explicaba a un amigo sobre la importancia que tienen los medios en la aceptación y empleo de los neologismos femicidio y feminicidio y él me decía: “es que no te imaginas cuánto me cuesta aceptar que un hombre mate a una mujer sólo por el hecho de ser mujer, simplemente no lo acepto. No creo que ese sentido de pertenencia del que tanto hablan las feministas, que lleva a un hombre a cometer un femicidio/feminicido, se deba precisamente a un odio a su pareja por el simple hecho de ser mujer”.
Nadie admite la aversión que siente por la “otredad”. Nadie se admite racista, xenófobo o clasista, ¿cómo podría admitirse entonces un sentimiento en el que está tan presente el dilema entre el deseo y el amor por lo ideal (porque eso es la mujer bajo la mirada de la sociedad, un ideal), y el odio provocado por la traición a ese ideal cuando no se adapta a los parámetros que se le imponen? Admitirnos misóginos podría incluso confrontarnos con nuestros propios amores, hacia mamá, hermanas, amigas.
Razón tiene Patsilí Toledo cuando observa en su tesis doctoral “Femicidio/Feminicidio” (2012), que la misoginia, como sustrato de los asesinatos de mujeres no puede quedar reducida a un odio a la mujer por su condición de ser mujer; sino que debería ampliarse a “la condición de ser mujer en una sociedad que la discrimina sistemáticamente” y, me atrevería a agregar: en una sociedad que la deshumaniza, bien desde la deificación, como desde la demonización.
La deshumanización de la mujer deviene inevitablemente en desprecio. Un desprecio que no necesariamente ha de culminar con el asesinato, pero sí con la invisibilización, negación y ridiculización. Eso es misoginia. Como bien lo plantea Anne Caballé: “es una constante antropológica que nos habla fundamentalmente de la voluntad de dominio de un sexo sobre otro. Silenciar al otro, ignorarlo…”
Es en esa pulsión por querer callar a aquellas que rompen con el estereotipo de “criatura hermosa”, “dadora de vida”, “milagro de Dios”, donde se ve reflejada con mayor frecuencia la misoginia. Es a esa precisamente a la que nos enfrentamos cada día y que actualmente aparece muchas veces bajo el nombre de “sexismo”. Comentarios como “¿cómo voy a odiar a las mujeres, si las amo?”. Claro, aman el estereotipo de la dulzura que creen que debe verse representada en el comportamiento cada día.
“Hablando de mujeres y traiciones”, comienza esa famosa canción de Vicente Fernández que tanto coreamos en fiestas. “Mujeres divinas”, “no queda otro camino que adorarlas”, “si alguien opinaba diferente, sería porque jamás lo traicionaron”. Divinas y traidoras por naturaleza son dos polos de la deshumanización de la que la mujer ha sido víctima durante siglos. ¿Cuánto ha cambiado realmente?, ¿cuánto reflexionamos sobre las reacciones vehementes en contra de las mujeres independientes, las que no quieren ser madres, las que protestan desnudas para incomodar, esas “no divinas”?