Tenía tiempo que no saboreaba un chocolate de leche.
Decidí no morderlo. Puse un trocito en mi boca y dejé que se derritiera lentamente mientras iba despegando el papel plateado donde viene envuelto.
Siempre me gustó coleccionarlos, los alisaba y luego los guardaba en un libro; eso hizo que mis pensamientos volaran.
Con 9 años me mandaron a la panadería de Misia Dominga, una canaria que hacía el mejor pan de Caracas, en la calle real de Sarría.
Era llamado pan de piquito y tenía un ligero toque de anís que lo hacía inconfundible.
A las cuatro de la tarde el olor se sentía en toda la cuadra… eran unos bollos de 15 cms y costaban una locha. Por un bolívar tenías 8 unidades.
Se hizo muy popular un dicho: cuando sucedía algo extraordinario se decía «se acabó el pan de piquito» para dar a entender la importancia del suceso.
Hice mi pedido y qué alegría sentirlo caliente, acabado de hornear.
Pagué y pasé a la tienda de enfrente a comprar mi chocolate de leche Savoy. Costaba medio, o sea, dos lochas y además traía una barajita para un álbum de ciencias naturales que coleccionaba.
No quise comérmelo enseguida. Quería hacerlo con calma y lo metí en la bolsa del pan.
Fui caminando despacio, observando lo que pasaba a mi alrededor, no tenía prisa, de vez en cuando despuntaba un pan, me encantaba comerme las punticas doraditas.
Llegué a casa y mi gran sorpresa fue ver mi chocolate derretido bañando el pan, mi barajita hubo que lavarla para poder ponerla en el álbum.
Ese día no hubo el regaño que siempre recibía por comerme los piquitos del pan, pues venía untado con mi chocolate.
Todos reían muy contentos…
Y colorín colorado este cuento se ha terminado.
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Ilustración: Irene
