Hace unos días, un amigo reflexionaba en mi Front Page de Facebook, sobre el hecho que cada vez que una mujer resulta agredida sexualmente, alguien pregunta cómo estaba vestida. Una y otra vez, diferentes voces insisten en comprobar que la víctima de la agresión, se veía como se supone debe verse una mujer inocente y no como alguien que podría provocar la agresión. La pregunta parece incluso con insinuación que quizás la victima pudo evitar el ataque o incluso, sugiriendo que la manera como viste pudo provocar la violencia que padeció. La discusión alcanzó unos cien comentarios entre quienes les preocupaba el matiz que puede interpretarse del cuestionamiento y los que pensaban que una violación puede ser la consecuencia de un determinado comportamiento. Uno de los participantes hizo el siguiente comentario:
“Si un hombre fue asesinado a puñaladas, la primera pregunta que se haría no es si el jean y la camiseta que llevaba pudo provocar al asesino, sino que fue una víctima de un hecho de violencia. ¿Por qué con respecto a una mujer es distinto?
La comparación causó revuelo. Alguien llegó a sugerir que una violencia no es un hecho de violencia “tan grave” como para compararlo con un asesinato y hubo quien ponderó sobre el hecho que un hombre no se interpreta a sí mismo bajo los mismos cánones de conducta. Al final, la discusión quedó en suspenso, aunque lo que si quedó muy claro — y sin duda, fue un elemento preocupante al momento de analizar las ideas que se debatieron — es que para un considerable porcentaje de quienes participaron en la discusión, una violación puede ser interpretada e incluso justificada, sobre la idea que la mujer puede provocar un acto de violencia semejante. Incluso, alguien sugirió que “una violación siempre debe ser analizada” para “cuestionarse” qué tanto pudo hacer la mujer “para evitarla”.
Una idea inquietante, si pensamos que cada día, un millón de mujeres son violadas alrededor del mundo, más de 60% sufrirá algún tipo de agresión sexual a lo largo de su vida y que la gran mayoría de las víctimas jamás denunciará. Más allá, las diferentes posturas dejaron muy claro que para la gran mayoría, una violación no es un crimen absoluto, sino un hecho que puede interpretarse según la “responsabilidad” de la víctima con respecto a lo que pudo hacer para defenderse de una agresión violenta. Y es que tal parece que sólo si la victima corresponde a ciertas ideas concretas, puede asumir que la violación es un hecho censurable. Cualquier idea que no encaje en ese supuesto, parece entrar en el terreno borroso y deplorable del cuestionamiento y la culpabilización de la víctima.
No es una idea reciente. La violación no se consideró delito por buena parte de la historia occidental. Hasta el siglo XVII sólo se asumía que la mujer había sufrido una violación si era virgen y había opuesto resistencia. Y aún en caso de ser demostrable, la mujer quizás podía sufrir el agravio impensable y traumático de contraer matrimonio con su violador para “limpiar su honor”, como casi le ocurre a la pintora barroca Artemisia Gentileschi. Una y otra vez, la violación se consideró una especie de terreno brumoso y confuso, en el cual se debatían el “poder” masculino, el menosprecio a la mujer y algo más preocupante: el hecho de considerar la violencia sexual como un hecho natural y comprensible.
Quizás de esa interpretación de la violación como parte de la vida de la mujer — o un hecho que tarde o temprano debería atravesar — proviene toda una serie de ideas que aún se conservan sobre la agresión sexual. Un pensamiento que podría abarcar no sólo el hecho que una violación no se analiza como un delito sin atenuantes, sino también, lo que parece ser una sospecha poco disimulada sobre cuanto pudo influir el comportamiento de la víctima sobre la violencia que sufrió. Más aún: esa noción de la violación como un hecho sexual — y no de poder, como realmente lo es — hace que muchas veces la violación se idealice, se le brinden connotaciones de juego sexual o lo que resulta más preocupante, que parezca abarcar un terreno movedizo entre la violencia y algo más brumoso, a mitad de camino entre la lujuria y el delito. Entre ambas cosas, parece existir una brecha considerable donde la cultura, la tradición y la religión parecen influir y contradecirse en lo que a la violencia sexual se refiere.
Hace unos cuantos meses, la policía de Hungría produjo una pieza audiovisual para según sus propias afirmaciones “evitar las violaciones entre las mujeres jóvenes”. El video — titulado “Tu puedes hacer algo contra las Violaciones” — fue realizada con motivo del Día Internacional de la Eliminación de la violencia contra la Mujer e incluía algunas recomendaciones de las fuerzas de seguridad húngaras para la protección de la mujer. Lo preocupante es que, según el material, las mujeres tienen una importante carga de responsabilidad sobre el tipo de agresión que puedan sufrir y se les invita, con cierto aire a sermón moral, a conservar “el pudor” para evitar “despertar el deseo” de su posible agresor.
¿Sorprendente? No lo es tanto, si tomamos en cuenta que en la mayoría de los países del mundo se enseña a la mujer como protegerse y no al hombre a no violar. Una ligera sutileza que parece sugerir que en un delito violento la víctima tiene un ingrediente de culpa. Pero la policía húngara va más allá: durante los primeros minutos del vídeo tres chicas se maquillan y se intercambian ropa mientras ríen en voz alta. La siguiente escena las muestra en una discoteca, donde bailan y una de ellas se besa con un chico. El vídeo culmina con una imagen de la chica tendida en el suelo, con la ropa desgarrada y presumiblemente violada.
El vídeo despertó la polémica no sólo en Hungría sino en el resto de Europa. De inmediato, organizaciones que se dedican a la ayuda de víctimas de violencia sexual se preguntaron en voz alta si llevar maquillaje y besar a un hombre es una manera de provocar un tipo de violencia inimaginable. O al menos eso es lo que parece sugerir el video, que fue distribuido en escuelas y secundarias del país y provocó un rechazo inmediato. Éva Cserháti del grupo “Húngaras contra la violencia”, insistió en lo peligroso que puede ser transmitir y popularizar la imagen que una mujer que baila, bebe y se divierte puede ser una víctima potencial de agresión. En ninguna parte del video, se analiza el posible uso de drogas, coacción, violencia física. Sólo se insiste en la idea de la mujer “accesible” y lo que resulta aún más preocupante, la trivialización de la sexualidad femenina.
Claro está, se trata de un tipo de interpretación sobre la agresión sexual que convierte el crimen una noción moral. ¿Qué tan culpable eres de provocar que te violen? ¿Qué ley, dogma o incluso sentencia ética transgrediste para provocar lo que ocurrió? Es el cuestionamiento que parece plantearse una y otra vez, hasta hacerse recurrente y lo que es aún peor, válido. Tal parece que ninguna víctima de violencia sexual es completamente inocente: el sexo usado como arma casi nunca se percibe como un asunto que sólo se relaciona con el agresor. Se trata de un ligero matiz que coloca a la mujer al borde de algo más turbio y preocupante: preguntarse así misma que error cometió para provocar a su agresor.
La historia se repite, en diferentes parámetros, en múltiples escenarios. La joven india Jyoit Singh fue violada por un grupo de hombres que consideró que era una mujer “fácil” por haber tomado un autobús en compañía de un amigo después del anochecer. No sólo fue violada: fue torturada hasta sufrir lesiones tan graves que le provocaron la muerte. El hecho provocó una reacción inédita en la India: cientos de ciudadanos llenaron las calles exigiendo al Gobierno mayor contundencia a la hora de castigar la violencia sexual. Los agresores fueron detenidos poco después y sentenciados a muerte. No obstante, la India continúa siendo una cultura que propicia las violaciones y aún peor, asume la idea de la agresión como una forma de “castigar” a la mujer que viola las tradiciones normas morales del país.
O al menos, esa fue la confesión que hiciera frente cámaras del documental India’s Daugther de la directora británica Leslee Udwin, uno de los convictos por la violación de Jyoit, Mukesh Singh. Para el agresor, la víctima debió permitir la agresión “sin defenderse” y además fue en parte responsable por atreverse a romper el estricto código moral indio. Una idea contradictoria que deja preocupantes cuestionamientos al aire: ¿Hasta qué punto una cultura propicia la violencia sexual? ¿Hasta qué límite la percepción de la violación como un hecho que la víctima puede provocar es también parte del delito que se comete?
En India se cometen diariamente 20 violaciones, o al menos, es el número de las agresiones sexuales que se denuncian. Una cifra que convierte al país en uno de los más peligrosos del mundo para una mujer. Sólo Sudáfrica tiene cifras semejantes y según varias organizaciones, aún peores. En el país africano la violación es un delito que sólo se denuncia si la víctima se enfrenta a su familia y lo que es aún más grave, donde directamente se culpa a la mujer por “haber ofendido” la moral pública. De la misma manera que en ciento de países orientales, la mujer que es violada debe enfrentarse no sólo al hecho violento que sufrió sino también a la estigmatización social.
En Nigeria, las mujeres violadas son apartadas de tribus y caseríos. En Turquia, pueden sufrir acusaciones por “afrentar las buenas costumbres”. En los Emiratos Árabes una víctima de violación puede ser acusada y sentenciada por considerársele impura. Incluso en algunos países occidentales, la mujer suele soportar humillantes exámenes médicos e interrogatorios sin que exista un sólo instrumento legal que garantice su dignidad y mucho menos, su salud física y mental. Para la gran mayoría de las víctimas, lo que ocurre luego de atreverse a denunciar una violación es una segunda agresión que deben soportar sobre las heridas de la primera.
La venezolana Linda Loaiza fue secuestrada durante tres años por un hombre que la violó, torturó y desfiguró hasta que Linda logró huir del apartamento donde se encontraba confinada. Para el momento que lo hizo, había perdido los lóbulos de sus orejas, parte del labio inferior, tenía la mandíbula dislocada y uno de sus pezones había sido mutilado.
Parecía ser un caso claro y sin matices sobre una brutal agresión. No obstante, no todo parecía ser tan claro en una cultura donde la mujer puede ser juzgada por el sólo hecho de serlo. Y de hecho, Linda no sólo dejó de ser una víctima sino que se cuestionó su conducta sexual como elemento “culpabilizante” con respecto a la agresión que sufrió. Se le acusó de ser “la amante” de su agresor y poco después de ser “una prostituta”. Una y otra vez, la posición de la policía venezolana pareció volverse ambigua e incluso negligente con respecto al caso esencial de Linda: una mujer agredida y mutilada por un hombre que la secuestró.
No obstante, para cierta parte de la opinión pública venezolana, la posible conducta de Linda — nunca demostrada más allá de rumores poco comprobables — era un elemento esencial a tener en cuenta al momento de analizar su caso. Y de hecho, continuó siéndolo a lo largo del largo periplo legal que Linda tuvo que atravesar intentando obtener justicia.
No lo logró: en 2014, después de casi una década de atravesar obstáculos legales y todo de tipo de retrasos procesales y judiciales injustificados, el secuestrador de Linda, Luis Carrera Almoina fue absuelto por falta de pruebas. La sentencia sorprendió a la opinión pública del país y no obstante, un considerable porcentaje de venezolanos siguió insistiendo en que quizás, el comportamiento de Linda pudo provocar la agresión. Casi veinte años después del suceso, Linda continúa luchando contra un sistema legal que la condena antes de brindarle apoyo y sobre todo, procurarle justicia. “Mi secuestrador me causó mucho daño. Pero el sistema de justicia venezolano lo hizo también”, dice Loaiza, ahora con treinta y dos años.
Luego de luchar contra múltiples trabas legales, Linda Loaiza consiguió que la sentencia que absolvía a su agresor fuera anulada: Almoina fue condenado por “lesiones corporales graves y privación ilegal de libertad” pero no por las agresiones sexuales que infringió a Linda durante tres años y debido a las cuales, sufre secuelas físicas permanentes. Actualmente, Almoina está libre.
Recientemente, Linda Loaiza llevó su caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, donde denunció los graves vicios que atravesó su caso y que aún sigue sufriendo. Y es que Linda, víctima de su secuestrador y agresor y también de la justicia venezolana, es el mejor ejemplo de la manera como se interpreta la violación y el abuso sexual a nivel cultural no sólo en Venezuela sino en buena parte de Latinoamérica.
Para Linda Loaiza la búsqueda de justicia no es un objetivo que emprende únicamente por el caso que vivió: para ella, su situación visibiliza una situación que cientos de mujeres viven a diario y a la cual deben enfrentarse en las peores condiciones. No sólo se trata de un sistema judicial viciado y poco capacitado para asumir la responsabilidad y sobre todo, para comprender los alcances de una violación, sino que además de una perspectiva social que convierte a la mujer en víctima tanto del Estado como de su agresor.
Cada dos horas, una mujer es violada en algún lugar del mundo. Cada veinte minutos, una mujer sufrirá acoso sexual. Cada doce horas, una mujer será golpeada y sometida algún tipo de abuso físico. Sólo el 20% denunciará la agresión. Más del 70% jamás le contará a nadie lo que ocurrió. La gran mayoría conoce a su agresor.
Lo que sugiere la anterior estadística me produce un miedo real, doloroso. Pero aún, una profunda preocupación cuando me pregunto si nuestra cultura no sólo propicia la violencia sexual en cualquiera de sus formas sino el silencio que las oculta, menosprecia a la víctima y las convierte en parte de esa noción que insiste en que la moral puede atenuar un crimen como la violación. Una idea que parece no sólo persistir a pesar de la evidencia y lo que es aún peor, el dolor de ese silencio inquietante que parece ser el símbolo de quien sufre una agresión semejante.