El pasado domingo y a propósito de la conmemoración del día de la mujer, recibí un correo anónimo, en el que alguien me acusaba de “feminazi solapada”. Toda una novedad para la colección de insultos de alto y bajo calibre que suelo recibir por el mero hecho de dedicar tiempo, esfuerzo y una considerable cantidad de empeño en defender los derechos de la mujer en un país machista como el mío. En particular, el correo me hizo reír porque describía el hecho que no participaba en “discusiones públicas” y sólo me dedicaba a “escribir sobre temas superficiales” para disimular “mi empeño por imponer mis creencias comunistas”.
Mi abuela, que era una mujer muy sabia, solía decir que hablamos desde nuestros temores con más frecuencias que desde las esperanzas, lo cual, claro está, es del todo cierto. En lo que respecta a la batalla por los derechos de la mujer, es mucho más frecuente que quienes se oponen — la critican, disminuyen, menosprecian — lo hagan desde su mera imposibilidad de enfrentarse a sus prejuicios. ¿Cómo explicar a una sociedad obsesionada con la mujer como individuo, que ya no existen restricciones, límites ni fronteras para el comportamiento femenino? ¿Qué podemos desnudarnos, disponer del cuerpo a placer, decidir acerca de nuestra capacidad reproductiva, crear una versión sobre la realidad todo lo cercana a lo que deseamos como individuo como se encuentre a nuestra disposición?
Vamos, no es sencillo. Esta es una cultura que a la mujer se le señala por la forma de vestir, se le estigmatiza por cómo se comporta, que se analiza desde el cariz de un papel infantil y secundario que se adorna con las razones más bonitas y elaboradas. El domingo, por ejemplo, leía a un conocido tuitero hablar de las mujeres como “lo que brinda sabor y belleza a la vida” y me hizo reír con tristeza, porque en medio de la colección de clichés y romanticismos cursis de sus “alabanzas”, había una agria imposición sobre lo que debía ser lo femenino, en su escaso, limitado y restringido criterio. Me sorprendió que un hombre que había pasado un duelo por viudez hace poco, pudiera hablar de las mujeres con el mismo tono y condescendencia con que se habla de una mascota o una planta. ¿Cómo enfrentar algo así? ¿Cómo luchar contra algo semejante? ¿Cómo empujas el sesgo hacia algo más profundo, hacia una mirada más determinada sobre lo que la mujer es en la actualidad?
Claro está, después están los que insultan el aspecto físico ajeno, que creen que burlarse de los pechos y el peso de una mujer es una manera de denigrar sus ideas. Un pensamiento tan viejo y arraigado que aun se considera válido en algunos grupos retrógrados, tristemente arraigados en la idea de la mujer objeto, la idealización de lo femenino, los que intentan imponer con humor barato y simple, la idea que la mujer sólo puede ser de una forma y comportarse de una única manera. Son los mismos que alaban con florituras verbales el cabello, la ropa, la piel, la sonrisa, pero jamás las ideas, las convicciones, las decisiones, la voluntad de una mujer. Son los mismos para quienes las mujeres se resumen a un conjunto de piezas intercambiables, una serie de ideas más o menos concisas sobre quienes somos y cómo podemos entendernos, más allá de lo moral, lo social y lo intelectual.
Porque el feminismo se enfrenta a la historia. A siglos de mandatos, de imposiciones, de dedos que señalan y acusan. A leyes, costumbres, tradiciones. A las generaciones educadas para aceptar la idea que una mujer debe ocultar su cuerpo, que mostrarlo es de “putas”, que los pechos ofenden si se descubren para algo más que no sea una fantasía sexual. Que una mujer no puede salir a la calle a arrojar piedras enfurecidas porque tiene miedo de ser violada, asesinada, engrosar las largas listas de estadísticas sobre feminicidios que no hacen más que aumentar. Que una mujer no tiene el derecho de decidir sobre su cuerpo, porque la posibilidad de parir es mucho más importante que pensar, analizar y sobrellevar las cargas de la maternidad desde un punto de vista informado, sensible y respetuoso con su identidad. Porque el feminismo y las mujeres que propugnamos sobre el tema, debemos aceptar que el derecho a la protesta, a la divulgación de las ideas, debe pasar por el filtro de la resistencia al cambio, el desconcierto rencoroso que produce que de pronto, el papel secundario de la mujer se rompa para crear algo más elaborado, complicado y extraño de lo que supone una sociedad acostumbrada a la mirada que menosprecia y empequeñece el papel de la mujer.
Así que, “feminazi”, ese término tan de moda durante la última década, que no es otra cosa que un juego de palabras malicioso creado en 1990 por el locutor conservador Rush Limbaugh, en el cual se mezcla el feminismo con algunas connotaciones sobre el «nazismo», en un intento de resumir ambas ideas en un planeamiento que pudiera achacar al feminismo de «radical» y «violento». Limbaugh lo utilizó para señalar a las mujeres que exigían el derecho al aborto y equiparó sus exigencias a las prácticas de control de la natalidad que ejerció el nazismo sobre sus régimen de terror. Con el transcurrir del tiempo, la palabra se volvió parte de los términos que se utilizan para ridiculizar y minimizar el impacto ideológico del feminismo. Desde ese origen brumoso, grotesco y simplón, el término se convirtió en el favorito de los que no pueden explicar por qué les enfurece de tal manera que una mujer sea libre para protestar, para poner los puntos claros sobre lo que aspira y desea. Para asumir la posibilidad de ser un individuo sin lazos con todos los estereotipos que le sujetan o intentan hacerlo.
“Feminazi solapada”. Escribo el término en la libreta en que conservo todos los epítetos débiles y singularmente abstractos que utilizan para insultarme. Y me hace sonreír lo poderosa que me hacen sentir. La sensación inequívoca que estoy moviendo algo en la rueca enorme y en apariencia irrevocable de las sentencias históricas que aplastan la identidad de la mujer. Cada insulto, cada notoria reacción a las ideas, a los argumentos, a la posibilidad del cambio es un triunfo enorme que me provoca una profunda sensación de comprender los rudimentarios mecanismos que sostienen a nuestra cultura. Comprenderlos desde sus espacios vacíos, sus grietas y abismos. Y eso está bien, me digo con el lápiz entre los dedos. Eso es profundo, necesario. Audaz. Una batalla silenciosa que todos los días me permite avanzar un poco más en terreno desconocido.
La mirada al olvido y otras formas de lucha.
También el día de la mujer, una periodista venezolana publicó en su TimeLine de Twitter una fotografía suya acompañada de una rápida reflexión, en la que decía que todos sus logros se lo debían a su capacidad y eso, “es igualdad”. Se trata de una personalidad pública agradable, querida y respetada, además de una mujer muy bella que cumple con el exigente estándar de belleza nacional. “Igualdad” pensé con cierto desánimo. “Esta es la igualdad”.
Cuando comencé en la Universidad para cursar mi primera licenciatura, había una chica que era el triple de inteligente de lo que jamás lo sería yo. Era brillante, no sólo como estudiante, sino como libre pensadora. Era una mujer capaz de crear a través de sus ideas, argumentos tan aplastantes que nadie podía rebatirlos a menos de dedicar horas enteras a encontrar una posible fisura en sus magníficas estructuras de pensamiento. La admiré desde el primer día. Era una mujer solitaria, empecinada en triunfar, la primera en llegar a clases, la primera en extender la hoja de los exámenes. La que además de ser una destacada estudiante, era también una becaria que trabajaba a media jornada para sostener lo que, sin duda, sería el principio de una brillante carrera universitaria. En las pocas veces que conversamos, me aseguró que su único objetivo era lograr el diploma de abogada y trabajar para su familia, esa frase tan tópica que cuando es por completo sincera, resulta profundamente sentida y emocional. Admiré su fuerza, que yo no tenía ni tendría (ya por entonces detestaba esa primera y fallida intentona universitaria) y sobre todo, esa claridad de objetivos. No tenía la menor duda que alguien con tantas aptitudes, esforzado y con múltiples capacidades llegaría a ese lugar que yo, mucho más desanimada, aplastada por la frustración y sobre todo el desconcierto, jamás podría alcanzar.
No podría decir exactamente cuándo noté que la chica dejó de asistir a clases. Debió de ocurrir mucho antes que lo notara. Ya rebasábamos el temido tercer año de una licenciatura cada vez más complicada y recuerdo, que un día sólo dejó de estar o yo dejé de notar sus triunfos. Para cuando pregunté sobre qué había ocurrido, nadie pudo darme razón. Sólo fue otra de los tantos estudiantes que desertan, de los que descubren que el plan de vida de los primeros años deja de tener sentido cuando se hace más real o a los que la Universidad, como experiencia, supera.
Recuerdo haber pensado que seguramente esa maravillosa estudiante, de apuntes pulcros y detallados, que jamás dejó de obtener las calificaciones más altas, que se las arreglaba además para ser una magnífica integrante del grupo de debates, que ya había representado a nuestra promoción en más de una oportunidad, había encontrado un mejor lugar para destacar y triunfar. Y por supuesto, envidié esa iniciativa, ese poder. Lo envidie en medio de mis inseguridades, miedos y el terror a fracasar en medio de unas exigencias desproporcionadas a mi interés y amor por lo que aprendía.
Obtuve mi diploma porque opté no rendirme a pesar del desánimo. Intenté ejercer, no lo hice. Volví a los pupitres, encontré mi lugar en el mundo. Me preguntaba de vez en cuando por esa estudiante brillante, que yo jamás podría ser incluso en medio de un nuevo lugar, más amable y que despertaba mi interés. Me hice adulta en las aulas de clases y finalmente, levanté el birrete por un triunfo académico que me representaba mejor que cualquier otra cosa. Que me hizo sentir más fuerte, feliz y profundamente vinculada a mis creencias y formas de ver el mundo. Recuerdo haber mirado el venerable techo de la Universidad, cubierto de nubes de metal y yeso, para pensar en la naturaleza de la belleza, del amor y del éxito. Un privilegio.
Hará un par de años y debido a ya no recuerdo cual trámite administrativo, tuve que acudir a una institución pública, en la que luego de casi tres horas de espera, decidí encarar a la secretaria que atendía en el despacho del funcionario con el que debía hablar. Me atendió una mujer cansada, de pocas palabras, que me pareció levemente conocida y que sin duda, tenía otras cosas en mente además de atender a una desconocida impaciente. Me pareció familiar, de hecho me quedé en silencio mientras la mujer me recordaba el horario en tono agresivo y grosero. Al final, me envió otra vez a mi silla y esperé otra hora más, hasta que decidí no valía la pena continuar aguardando, al menos por ese día.
La vi un par de veces más. Llegamos a discutir. Finalmente el funcionario me atendió, logré la firma que necesitaba y no volví por la oficina. Ella siguió pareciéndome familiar. Traté de ubicar el rostro cruzado de arrugas, cansado y duro de algún lugar. No lo logré. Asumí que se trataba de una de esas imágenes huidizas de la memoria que en ocasiones, entorpecen los recuerdos mínimos. Pero esa información en blanco en mi mente siguió molestándome. Irritándome, aunque no supiera el motivo.
Un día cualquiera y sin ningún motivo, recordé el rostro de mi compañera de clase. Y fue como un sacudón de conciencia. Uno doloroso, críptico y difícil de definir por las buenas. Por supuesto, tuve que rellenar los espacios de lo que había ocurrido entre la última vez que le había visto como estudiante y la mujer de mal carácter sentada en un escritorio. No lo logré del todo: hice algunas preguntas, averigüé pequeños trozos de información. Una historia cliché, clásica y dura: una madre enferma, hermanos que cuidar. La necesidad de abandonar la universidad por unos años. Y después… ¿qué? me pregunté aterrada por ese abismo entre la joven que había sido y la mujer que era. ¿Qué había ocurrido en mitad de toda esa historia?
Recordé esa anécdota amarga, mientras miraba la fotografía de la radiante periodista, que dejó claro para su público cautivo que la igualdad es su privilegiada vida como mujer que recibió la ayuda que necesitaba en el momento preciso. Como yo, como todos. Los que incluso superaron obstáculos gracias a esas infinitas e invisibles redes de apoyo. A los que tuvieron cómo sostenerse en mitad del vendaval, de todos los dolores, de todos los pequeños traspiés hacía la vida que soñamos y creamos a diarios.
“Esto es la igualdad” pienso con un suspiro. Tengo deseos de llorar.