Regla, la marea roja, estar en los días y un largo etcétera de nombres, es como popularmente se le conoce a la menstruación, un proceso biológico que, aún en el siglo actual pareciese seguir causando espanto y rechazo, como si de un ser indeseable se tratase y cuyo nombre es mejor no pronunciar.
Aunque sea usual usar una retahíla de “sinónimos” populares y culturalmente aceptados para referirse a la menstruación, existe un problema en cuanto a ello.
Lo que no se identifica por su nombre, no se reconoce y no puede manejarse adecuadamente, generando así una serie de consecuencias realmente importantes.
En el caso al que nos referimos, la desinformación, los estigmas sociales y la falta de comprensión real sobre un proceso tan natural como la menstruación afecta a millones de mujeres alrededor del mundo en lo que se refiere al manejo de su salud reproductiva, cosa que se agrava cuando las restricciones económicas entran en juego.
Y es entonces, cuando comenzamos a hablar de pobreza menstrual. Dicho de manera sencilla, se refiere a la incapacidad de acceder a productos sanitarios (toallas, tampones y copa menstrual por ejemplo), educación sobre higiene y salud, así como a condiciones higiénicas básicas como un baño con suministro de agua.
Si bien en principio muchos pudiesen tomar el tema a la ligera, de acuerdo a la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia, aproximadamente 500 millones de mujeres y niñas en el mundo experimentan mensualmente la pobreza menstrual, una cifra significativa y alarmante sin duda.
En India, se estima que entre el 10% y 12% de la población menstruante tiene problemas para acceder a productos sanitarios, por lo que deben recurrir a medios alternativos para manejar sus períodos, estos pueden incluir trozos de telas y medias, pasando por papel periódico e incluso llegando a usar lodo y aserrín. Cosa que además de ser totalmente antihigiénico, tiene serias implicaciones para la salud, como infecciones graves y cáncer cervical (por mencionar solo algunas de los escenarios que podrían darse). Mismo caso se ve en Nigeria (un 7% de la población menstruante sufre de esta problemática) e incluso, zonas con mayor crecimiento económico como Reino Unido no escapan de esta realidad (1 de cada 10 mujeres se ve afectada).
El no poder acceder a los productos y recursos necesarios para manejar la menstruación constituye un asunto sanitario importante donde la seguridad, privacidad y dignidad son conceptos inexistentes, además, resulta en un impedimento a mediano y largo plazo para el desarrollo de actividades cotidianas de muchas niñas y mujeres.
De acuerdo a la UNESCO, 1 de cada 10 niñas en África faltará a la escuela cuando tenga su período menstrual. En Macedonia, se estima que el 90% de las estudiantes que se encuentran en áreas rurales lo hará por alrededor de 4 o 5 días, y estadísticamente, esa tasa de ausentismo se transformará en deserción escolar. Es decir, millones de niñas ven afectada su educación y muchas otras no continuarán con ella por no poder acceder a algo tan común como una toalla sanitaria. Por supuesto, esto repercute inmediatamente en las posibilidades de insertarse en el mundo laboral y obtener una remuneración adecuada que permita cubrir (mínimo) sus necesidades básicas y en muchísimos casos, mantener a sus familias, continuando un ciclo de pobreza que en la realidad es factible romper.
Si bien muchos de los cambios para reducir (y eventualmente) terminar con la pobreza menstrual corresponden a un establecimiento adecuado de políticas públicas (como la eliminación del impuesto rosa y programas para brindar mayor información sobre salud menstrual y reproductiva), otra cuota de la responsabilidad recae en el colectivo al momento de derribar estigmas, mitos y falsas creencias sobre el tema, cosa que no resulta nada sencillo, pero que además de factible, es imperativo.