Desde hace unos días, la discusión sobre lo femenino y lo masculino se ha hecho especialmente cruenta en Twitter, sobre todo, en relación al hecho de los derechos de la mujer sobre su cuerpo, conceptos como cosificación y responsabilidad de un agresor sexual y otros tantos tópicos que subvierten la idea general de señalar y estigmatizar a la mujer. Tanto, como para que el debate se convierta ya no en un conjunto de argumentos, sino en una serie de sentencias más o menos sorprendentes sobre lo que la mujer y el hombre “deben” ser. Nadie explica de dónde proviene ese deber histórico – imagino que lo consideran por completo innecesario – pero si insisten en el hecho que se debe “preservar la moral y la buena costumbre”. Lo dicen, mientras insultan a mujeres por opinar en voz alta sobre temas de su preferencia, les llaman feminazi a las que argumentan e insisten en debatir y mandan “a su lugar” cuando la discusión entra en lugares comunes sobre el rol femenino en una sociedad tan machista como la venezolana.
¿Machista? ¿Venezuela? Si la frase te sorprendió, con toda seguridad formas parte del considerable número de mujeres y hombres que están convencidos de que Venezuela es un lugar en que el machismo es cosa erradicada, no importa te llamen “puta” por tomar decisiones sobre tu vida sexual, que la legislación sobre el aborto sea la más punitiva y retrógrada del continente y aún, gente muy joven insista en hablar sobre “el derecho a ser bella” en un país, que, de hecho, lo considera una obligación. Si te sorprende la posibilidad que Venezuela sea machista, seguro ya habrás pensado antes o después que el país es un “matriarcado”, porque en realidad estás convencido/a que el hecho que una madre deba asumir – sin tener otro remedio – toda la carga del cuidado del hogar es una forma de “poder”. De modo, que por supuesto, debe sorprenderte el concepto de un país en el que aún el hombre tiene un considerable peso cultural que hace que las relaciones de poder con la mujer sean complejas y dolorosas, cuando no peligrosas.
Pero hablemos más allá. Hace poco alguien hablaba que el “feminismo no le representa” porque “desea casarse, alimentar a su marido, es devota al cristianismo”. La gran pregunta que sin duda se hace cualquiera que conozca – minimamente – los postulados del feminismo, es qué lugar Susan Sontag o Simone de Beauvoir, parecen interesadas de cualquier manera en reglar, ordenar, organizar o ponderar sobre la vida privada de la mujer. En qué punto, Doris Lessing se hace preguntas sobre tu filiación religiosa o cuando Mary Wollstonecraft, pondera sobre lo que ocurra con tu estado civil. Cuando debes argumentar contra ideas tan limitadas y superficiales del feminismo, te asusta un poco la posibilidad que de hecho, buena parte de nuestra generación está convencida en la idea retrógrada que la mujer debe cumplir un papel, en lugar de contemplarse desde la noción del individuo. Y allí es cuando comienzan los problemas, cuando se hacen más complejos. Cuando de hecho, son más complicados de asumir.
Un recorrido por la mejor campaña publicitaria de la historia.
Durante los inocentes años cincuenta, la publicidad estadounidense creó lo que sería una perdurable imagen del modelo familiar ideal: una mujer impecable de sonrisa amable junto a un hombre trabajador y extrañamente distante, consciente de su lugar en el mundo. Ambos unidos por el inviolable y en ocasiones, claustrofóbico lazo familiar. Aún los recuerdos de la guerra estaban frescos: La sociedad norteamericana se lamía las heridas de un conflicto bélico de cicatrices considerables y que requería la forma de comprender la realidad. El optimismo era necesario, por tanto. De hecho, era imprescindible. Y la publicidad, ese nuevo y ambiguo arte de vender la realidad, se encargó de hacerlo. Pieza a pieza, se construyó no sólo a la mujer y al hombre ideal, sino a la familia, el futuro deseable. La percepción casi utópica de lo tradicional.
En esa sociedad ideal, por supuesto, no había mucho espacio para las decisiones. De hecho, esa imagen estática de lo culturalmente aceptable se volvió un tópico cultural que de alguna manera, marcó la vida de las décadas siguientes. La cultura del consumo brindó una nueva dimensión a la pareja y al vínculo del matrimonio. Lo hizo indispensable para el beneficio de todos, lo adecuó a esa dimensión de un mundo que necesitaba valores e ideales para sostenerse. Recreó con enorme éxito una vieja historia donde el hombre y la mujer debían obedecer a una idea sobre sí mismos, casi artificial en su perfección.
Por supuesto, en todas las épocas, la familia se asumía de inmediato y sin objeciones como «centro de la sociedad», el deber histórico presionaba y además, había toda una perspectiva de futuro basada en los roles típicos de género. La publicidad no creó nada nuevo, lo hizo consumible. Y con el transcurrir del tiempo, la noción se hizo un estereotipo inevitable. En otras palabras, cada mujer y hombre del mundo tenía bien claro su papel en el mundo. Nadie dudaba – o se atrevía a hacerlo – de esa historia que había heredado desde antes de su nacimiento. De esa hoja de ruta que te guiaba con total seguridad a través del denso paisaje de la normalidad.
Eran tiempos simples: Las niñas crecían deseando el vestido blanco y el anillo en el dedo. Los chicos, una oficina espaciosa y el triunfo laboral. La publicidad, los medios de comunicación, el incesante discurso de masas, te recordaban a la menor oportunidad que el mundo estaba construido para ser así y que de hecho, era lo mejor que podía pasar. De hecho, esa idea de la estructura social inamovible era el centro de la cultura en la mayoría de los países occidentales.
Ya desde el siglo XIX, cuna del amor romántico, se habló de la «paz y santidad del hogar». Durante las primeras décadas del siglo siguiente, la publicidad contribuyó a dibujar con trazo firme lo que la mujer y el hombre debían ser, con esa cierta noción darwiniana que dejaba claro que la igualdad era un asunto controvertido que era mejor no tocar. Que sí, la mujer había conquistado el voto y también, su necesidad de ser reconocida como individuo. Pero ¡cuidado! eso no debería atentar contra la «santidad del hogar». Ese lugar idílico donde las mujeres sonreían con amplias muecas felices, los hombres siempre estaban cómodos y los niños siempre eran educados y bien portados. El símbolo del futuro, de las aspiraciones de una sociedad ordenada y coherente.
No obstante, los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y sobre la revolucionaria década de los sesenta vinieron a dejar claros que nada era tan simple. Que la noción de hombre y mujer que encuentran en el matrimonio su objetivo esencial, no sólo podía ser desmontada sino además, atacada. Para cuando la mujer recibió la prerrogativa de decidir sobre su fertilidad y su capacidad de concepción, píldora anticonceptiva mediante, las nociones de la «normalidad» y lo que no lo eran, se sacudieron desde los cimientos. Millones de mujeres alrededor del mundo de pronto descubrieron que ser madre podía ser una opción. Que no sólo lo era, sino que además, se trataba de un derecho que por siglos, le había sido negado, menoscabado, arrebatado. Y ese descubrimiento sencillo – esa percepción sobre sí mismas, el poder sobre su cuerpo y su historia – cambió no sólo la identidad de la mujer para siempre, sino también la manera esencial como se percibe lo femenino.
Pero no se trata sólo de una nueva percepción sobre la mujer, la maternidad y la familia, sino toda una interpretación novedosa sobre la libertad personal. Dicho así, parece exagerado e incluso pretencioso, pero cuando analizas el hecho simple que la obligación histórica parece derrumbarse sobre el derecho a decidir – quién eres, como vivirás y quién serás – el planteamiento deja de ser personal para ser algo mucho más profundo. Porque si la familia tradicional, conservadora, esa metáfora insistente sobre el modelo de la sociedad vista de una única manera se desmonta ¿Qué ocurre después? ¿Qué nuevas posibilidades y expectativas nos brinda? No sólo a la mujer, que ya no depende de su útero para convalidar su individualidad, sino al hombre que no necesita ser comprendido de una única manera. La ruptura de la figura del hombre que se impone que también aplasta, devora y consume la identidad.
De modo, que toda la idea sobre la mujer que tanto se esfuerza por mantener cierta opinión conservadora, proviene justamente de esa simplificación de los géneros que permite a la cultura asumir que la mujer y el hombre “deben” ser o comportarse de alguna manera. La misma noción que hace al machismo una conducta normalizada y que convierte al feminismo en el enemigo a vencer. Después de todo, hablamos de años de presión intelectual, de esta gran percepción comercial sobre el tiempo y la identidad que se inculca de generación en generación.
¿Crees que la mujer tiene un lugar y el hombre también? ¿Qué lo dicta la biología, que te ata la educación? Se trata de la mejor campaña publicitaria de la historia haciendo buen uso de los estereotipos habituales para que la discusión sobre los derechos, deberes y formas de asumir la identidad colectiva sea más rudimentaria, sencilla y fácil de manipular. En ocasiones suelo pensar, si esa nueva independencia – la de la mujer individuo y del hombre que recupera su complejidad – podrá destruir alguna vez esa insistente idea que asegura que todos estamos destinados a procrear con el único fin de perpetuar la especie. Que cada uno de nosotros debe ocupar un lugar en la intricada trama de lo que somos o lo que nuestra cultura espera que seamos. Un impulso instintivo contra el que no podemos luchar. Si llegaremos a comprender que tener hijos es quizás la mayor forma de creación pero también, la decisión más personal que nadie pueda tomar. Que la familia – o la idea que se tiene de ella – se transforma a medida que la humanidad madura. Que crece a medida que somos muchos más conscientes de nuestras opciones y la necesidad de libertad. Es un pensamiento alentador, profundo pero sobre todo que demuestra que quizás, el camino hacia la comprensión de la maternidad, la paternidad y el núcleo de la sociedad no sólo transita una inevitable transformación, sino también una muy necesaria. Una nueva mirada sobre la identidad Universal: Quienes somos, hacia donde dirigimos y los motivos por los que deseamos llegar a esa renacida forma de comprendernos como individuos.