En el siglo XIX, se llamaba “histeria” a cualquier tipo de pensamiento independiente femenino. Con frecuencia, se prohibía a la mujer todo estimulo artístico o intelectual para evitar que “su comportamiento pudiera trastocarse”, como si el mero hecho de tener opiniones o puntos de vista autónomos se considerara peligroso no sólo para su integridad moral y espiritual, sino también la física. Incluso, se llegó a cuestionar que una mujer con el hábito de la lectura y la discusión fuera cuerda y en más de una ocasión, ávidas lectoras y apasionadas por la escritura terminaron en manicomios y casas de reclusión por “trasgredir” lo que la sociedad de su época considerable aceptable y “saludable” para la mujer.
Pienso en lo anterior mientras leo en mi TimeLine una discusión sobre los “excesos” del feminismo, en la que se invoca a la figura siempre confusa de la “feminazi” como una especie de criatura mitológica de las redes sociales a la que se le achaca todos los males y terrores de la lucha por los derechos de la mujer. El invisible interlocutor menciona que algunas feministas “son unas locas que creen pueden reclamar cualquier derecho” y que ese tipo de “feminazis” deberían ser censuradas. La conversación virtual tiene respuestas de todo tipo: desde quienes insisten en que las feministas “tan extremistas” “deberían callarse” hasta quienes simplemente desestiman cualquier intento de lucha por los derechos de la mujer como “inútil y pasada de moda”. Leí el debate con la enorme preocupación que me suelen provocar este tipo de opiniones, no sólo por sus implicaciones sino porque describen, mejor que cualquier otro, la pesada loza con la que debe lidiar el feminismo como movimiento social.
La palabra «feminazi» — tan de moda durante la última década — se trata de confusión de un término confuso creado en 1990 por el locutor conservador Rush Limbaugh, donde se mezcla el feminismo con algunas connotaciones sobre el «nazismo», en un intento de resumir ambas ideas en un planeamiento que pudiera achacar al feminismo de «radical» y «violento». Limbaugh lo utilizó para señalar a las mujeres que exigían el derecho al aborto y equiparó sus exigencias a las prácticas de control de la natalidad que ejerció el nazismo sobre sus régimen de terror. Con el transcurrir del tiempo, la palabra se volvió parte de los términos que se utilizan para ridiculizar y minimizar el impacto ideológico del feminismo.
Por supuesto, no es de extrañar que la palabra feminazi esté en todas partes. En nuestra cultura, a la mujer siempre se le estigmatiza de alguna forma. Una obsesión cultural por la conducta femenina que se manifiesta en múltiples maneras y que intenta restringir el comportamiento de la mujer en un molde histórico en el que debería calzar. Preocupa además, que la mayoría de quienes acusan a una mujer de “radical o extremista” al expresar sus ideas políticas o culturales, lo haga desde noción de lo que una mujer puede o no hacer. Ese mandato invisible que parece ser la frontera de lo que una mujer puede aspirar y lo que no.
El feminismo siempre ha tenido que batallar por su identidad, en medio de una sociedad que no parece muy convencida del hecho que una mujer pueda — o deba — luchar por hacer visible la desigualdad. Además, se enfrenta al mero hecho que se cuestione su existencia, como si el hecho que un movimiento se ocupe sólo de los derechos de la mujer resulte impensable. En más de una ocasión, la viabilidad del feminismo ha sido puesta en tela de juicio porque no parece encajar en ninguna parte o al menos, en un restringido panorama sobre el comportamiento de la mujer. Y es entonces cuando la feminazi — esa imagen caricaturizada de una mujer que defiende y comprende el alcance de sus derechos ciudadanos y culturales — se hace más fuerte que nunca, se convierte en un emblema de burla y señalamiento.
La percepción sobre el tema es tan frecuente que resulta abrumadora: en los que hablan de “hembrismo” sin tener la menor idea que no se trata de otra cosa que un concepto nacido de la cultura popular, sin sentido ni tampoco sustento intelectual. En los que señalan como “feminazi” a cualquiera que rebase ese límite invisible de lo que puede ser el discurso político de una mujer. En los que cuestionan hasta dónde puede llegar una mujer en su “discusión política” y los que asumen que incluso en la defensa de los derechos, debe atenerse a “lo socialmente aceptable” para lo femenino.
Se trata de una forma de avergonzar y minimizar a la mujer, de condenar sus aspiraciones políticas a epítetos que señalan hasta dónde puede llegar con su lucha. De la misma forma que “puta”, “decente”, “cuaima y “abnegada” son límites sobre hasta dónde puede llegar la mujer en su comportamiento, el señalamiento contra la lucha política intenta reglar la conducta de la mujer. Hacerlo consumible, menos molesto.
¿Cuándo es excesivo un debate sobre los derechos de la mujer? En una ocasión, un amigo me insistió que una feminista debe entender “su lugar en el mundo” y asumir “que una mujer necesita pelear con sus armas y en sus espacios”. Una frase que parece resumir el prejuicio muy claro sobre las “culpas históricas” que se le achacan al feminismo. ¿Quién define lo que una mujer puede o no hacer al momento de convalidar sus derechos?
Una feminista debe enfrentarse con frecuencia a señalamientos de todo tipo: desde el hecho que su lucha carece de “objetivo” (¿Por qué una mujer quiere estar en condiciones de igualdad con un hombre? me han llegado a preguntar) hasta la discriminación inmediata a la esencia misma del planteamiento de la opinión política en el que milita. ¿Por qué resulta tan irritante que una mujer cuestione su lugar en el mundo? ¿Que debata en voz alta y de manera pública sobre su posición en el mapa social y cultural? ¿Qué es lo que resulta tan molesto en la posición de una mujer que insiste en que merece ser percibida bajo el mismo aspecto y crisol que un hombre?
No hay respuestas sencillas para eso. El cuestionamiento parece tener una directa relación con la opinión de nuestra cultura sobre los alcances del comportamiento de la mujer. Después de todo, el ataque al pensamiento político de la mujer se relaciona con lo que más de una vez se ha llamado un “preocupante complejo” de inferioridad. Que el “feminismo” parece estar “muy atento” a todo menosprecio basado en género. Y se insiste en el particular como si hacerlo fuera un comportamiento nocivo. Como si el debate sobre la equidad fuera del todo innecesario y sobre todo, no tuviera ningún motivo que lo sustentara.
Pero la realidad es por completo distinta. El debate, el argumento, la discusión son necesarios. Está bien cuestionar privilegios, diferencias y desigualdades. Está bien argumentar, debatir, insistir en la necesidad de la defensa de los derechos de la mujer siempre que podamos. Está bien hacerlo incluso cuando parezcas incómoda, irritante e insistente. Está bien asumir que tu voz política es fuerte, persistente y merece ser escuchada. Está bien atreverte a exigir un trato justo e igualitario. Está bien que argumentes sobre temas que competen a tu cuerpo y a tu control sobre él o tu capacidad reproductiva. Está bien — y es necesario — que levantes la voz contra todo tipo de injusticias. Porque no hay un sólo motivo por el que debas censurar lo que piensas o dices. No hay una sola razón válida para que no lo hagas, de la manera que quieras o como quieras.
Sí, hay militantes del feminismo mucho más radicales que otras y lo son, por los mismos motivos por los cuales hay seguidores de partidos políticos e ideologías extremos: la forma como se postula una idea puede ser personal y de hecho, muchas veces lo es. No obstante, la radicalización de medios e instrumentos para la difusión de ideas feministas, no define al movimiento en sí sino que expresa su capacidad para ser percibido de muchas formas distintas. Por el mismo motivo, soy una feminista que ha asistido en muy pocas ocasiones a manifestaciones públicas y que basa su actividad política en la difusión de reflexiones y consideraciones sobre los temas de reflexión que creo importantes sean parte de la discusión sobre género. Mi apoyo consiste en crear las condiciones teóricas y académicas necesarias para el debate de ideas y sobre todo, facilitar conclusiones al respecto. ¿Me hace eso mucho «menos» feminista que un miembro del grupo ucraniano de feminismo radical Femen? No lo creo. De la misma forma que tampoco podría decir que el feminismo se define sólo a través de sus rasgos más extremos.
Existe además, una percepción sobre el «feminismo radical» que abre un tipo de debate mucho más profundo sobre el particular: ¿Cómo se define lo «radical» en la lucha por la obtención de derechos? ¿Manifestaciones callejeras ruidosas, desnudos, opiniones críticas, argumentos desafiantes? ¿O se trata del hecho que toda la estructura del feminismo en sí misma una idea que parece apoyarse y desafiar los criterios culturales a través de los cuales se percibe a la mujer? ¿Exigir derechos profesionales, económicos y culturales puede ser considerado un extremo? ¿Hacerlo a través de los medios políticos a la alcance de cualquier militante puede ser considerado una forma de radicalización? Se trata de cuestionamientos válidos que invitan no sólo al debate sino también, al análisis de lo que el feminismo puede ser.
La periodista Monserrat Barba, autora del artículo «“Hembrismo” y “feminazismo”, dos conceptos del machismo», insiste en que ambos términos no son otra cosa que otra forma de ridiculizar las posiciones feministas y así sostener la idea que cualquier exigencia de inclusión es una muestra de fanatismo. La palabra «hembrismo» además alude justamente a una idea que contradice cualquier idea feminista: la búsqueda de equidad. Etiquetas que insisten en la necesidad de conferir un sentido negativo a cómo la mujer se percibe a sí misma. Tanto “feminazi” como “hembrismo” son términos nacidos del rencor, la discriminación y la necesidad de ejercer control sobre el comportamiento de un grupo político enfocado en temas que se trivializan a priori. Dos versiones distorsionadas sobre el discurso político de la mujer y un intento por menospreciarlo como una forma válida de lucha que debe enfrentarse en todo escenario posible.
En una ocasión, alguien me insistió que ninguna mujer debería ser feminista porque es una «forma de insulto» a su identidad femenina. Pienso a veces en esa frase cuando redacto artículos sobre los derechos de la mujer, mientras participo con mis ideas y mi punto de vista sobre nuevos escenarios que incluyan a la inclusión y equidad como un tema de enorme relevancia, cuando me enfrento a la exclusión y discriminación de todas las maneras que puedo. Y creo que es justamente esa percepción sobre la normalidad trastocada e «insultada» lo que me anima a continuar luchando como lo hago. Lo que me inspira a continuar. Una pequeña batalla diaria, una forma novedosa de comprenderme a mí misma.