Nueve mujeres acusan al cantante Plácido Domingo de abusar sexualmente de ellas y también, de usar su posición privilegiada como colosal figura del escenario de la Ópera, para presionarlas a sostener relaciones sexuales a cambio de trabajo. Todos los señalamientos se remontan a principios de la década de los ochenta y abarcan casi treinta años. Las denuncias fueron publicadas el martes 13 de agosto por la agencia Associated Press, que sólo menciona el nombre de una de las víctimas, la mezzosoprano Patricia Wulf. De resto, todas las demás mujeres prefirieron permanecer en el anonimato.
Por supuesto, la inmediata reacción fue de incredulidad hacia los testimonios y de críticas a las denunciantes, a quienes se les acusa de oportunistas, mentirosas o en el mejor de los casos, de exagerar lo que sin duda “era una situación de flirteo” como comentó hace unas horas Paloma San Basilio, una de las varias estrellas y figuras del espectáculo que de inmediato mostró su apoyo al tenor. Como suele ocurrir, las décadas transcurridas desde los hechos y la denuncia, también son un motivo para desacreditar a las denunciantes. Una y otra vez, se habla de la “presunción de la inocencia” que se le debe brindar a Domingo, sin que la posibilidad incluya la verosimilitud de los testimonios de las víctimas o considerar que sus declaraciones son algo más que intentos de “desacreditar” a la prominente figura del cantante.
En realidad, nadie parece tener en cuenta una serie de elementos que hacen más preocupante la discusión en torno al caso de Plácido Domingo: desde el hecho que las condiciones de hace casi veinticinco años atrás son muy distintas a las actuales en materia de visibilidad de acoso sexual, hasta que las mujeres que denuncian — a excepción de una — decidieron no hacer pública su identidad por miedo a las posibles repercusiones. Lo más importante para la mayoría de quienes defienden de manera enconada a Domingo, es el hecho que una estrella de semejante renombre fue acusada por un puñado de mujeres ¿Puede eso ser determinante con respecto a la carrera del Tenor? se preguntan en voz alta. ¿Son apenas nueve voces suficientes para cuestionar a la inmensa super presencia del cantante, considerado uno de los mejores de la historia?
El caso reviste tantas aristas distintas que resulta complejo analizarlas por separado, en especial a la luz de las declaraciones de las mujeres agredidas. La mayoría habla de acoso telefónico, presiones laborales, hostigamiento y veladas, tocamientos indebidos, amenazas de lo que podría ocurrir con sus carreras en caso de no ceder a las intenciones de Domingo. Para buena parte de quienes defienden a Domingo, el hecho que no haya detalles de violencia explícita, convierte a las denuncias en “precarias”, como les llamó el columnista del país Rubén Amón en el artículo “En defensa de Plácido Domingo” publicado en la página web del periódico El País de España durante esta semana. En el texto, Amón no sólo insiste que es inconcebible que un hombre de la estatura de Domingo sea capaz de acosar y violar, sino además deja en claro, que todo lo descrito por las mujeres denunciantes tiene poco o ningún valor en contraste con la carrera y la afinidad filantrópica del tenor.
“Creo conocer a Domingo lo suficiente como para resultarme inverosímil que haya abusado de mujeres o las haya acosado. O que haya incurrido en relaciones sin consentimiento. Domingo no es un delincuente. Y no voy a discutir los engranajes del poder en la dialéctica del fuerte y del débil, pero tampoco me voy a recrear en la ingenuidad de un mundo que divide a las personas en puras y en impuras” escribe Amón, quien no parece muy dispuesto a analizar que todas las denuncias se basan en el hecho que Plácido Domingo era un hombre de enorme poder e influencia en el campo de la ópera y que usó semejante poder para coaccionar, perseguir y presionar a las mujeres que ahora le acusan de abuso. Para ninguna de estas víctimas era una opción rechazarlo, acusarlo o denunciarlo. Y Domingo lo sabía.
Pero más preocupante aún, es que el artículo de Amón se sostiene sobre la hipótesis que Domingo es “incapaz” de un acto de violencia. Por supuesto, de eso se desprende que el autor no considera acoso, abuso u hostigamiento el provocar un ataque de pánico a cualquiera a fuerza de llamadas telefónicas, como denunció una de las víctimas. O que manipular y al final usar todo tipo de recursos para asegurarse de tener acceso sexual a las víctimas es violencia. Lo importante aquí, según Amón, es que este hombre intachable, un “titán” según sus palabras, es incapaz de agredir a una mujer.
De nuevo, la normalización del acoso y el ataque a la credibilidad de la víctima, crean un extraño ciclo doloroso que distorsiona todo testimonio y lo somete a la presión de la duda. ¿Hasta qué punto nuestra sociedad está consciente del peso del señalamiento contra la víctima? Por desgracia, el caso de Plácido Domingo no es el único que demuestra la frágil posición en que se encuentra la mujer al enfrentarse a la posibilidad de la denuncia.
Un hombre contra sí mismo.
Hace unos años, escuché al comediante Jay Leno hacer una broma sobre la credibilidad de las mujeres que me produjo escalofríos. Leno, en medio del escándalo que desató las acusaciones contra el actor Bill Cosby — en las cuales un grupo mujeres aseguraron haber sido violadas por el actor y que de inmediato desataron un incómodo debate público sobre la credibilidad de las víctimas — comentó: “No sé por qué es tan difícil creer a las mujeres. En Arabia Saudí hacen falta dos mujeres para testificar contra un hombre. Aquí hacen falta 25”. Una broma que no lo es tanto, una crítica sutil hacia la cultura misógina y sobre todo, reaccionaria a la que se enfrentan las víctimas de un delito disimulado bajo la insistente máscara de la justificación social de la violencia.
Por supuesto, el comediante se refería al hecho que un grupo creciente de mujeres acusaran al actor de haber abusado sexualmente de ellas, sin conseguir otra reacción de la opinión pública norteamericana que la crítica y el ataque. Para el público estadounidense, el prestigio de Bill Cosby — considerado padre modelo del país por más de medio siglo — fue mucho más importante que los insistentes y muy semejantes testimonios de decenas de víctimas femeninas. Después de todo, las acusaciones podrían desvirtuarse de inmediato no sólo desde la perspectiva que Cosby — uno de los actores y comediantes con mayor y poder y reconocimiento del mundo del espectáculo — podía no sólo ser un blanco sencillo para la extorsión sino también, una figura lo suficientemente visible como para provocar un escándalo público redituable. Y desde esa óptica, los cada vez más numerosos testimonios, parecían perder fuerza, disolverse en medio de un debate muy público sobre el hecho simple que El gran Bill Cosby, el inolvidable Heathcliff “Cliff” Huxtable no podía ser un violador, un depredador social que pudo engañar por casi cinco décadas a un público que lo encumbró como símbolos de los valores de un país esencialmente inocente.
¿Cómo asumir el hecho que el hombre que educó a una generación de norteamericanos era en realidad un delincuente sexual reincidente? ¿Como digerir además, que la justicia norteamericana es falible, voluble, manipulable y además sesgada o lo suficiente como para que Bill Cosby pudiera cometer sus crímenes durante tanto tiempo? La perspectiva al parecer resultó insoportable para buena parte de los norteamericanos.
Mientras tanto, las víctimas, el casi un cuarto de centenar de mujeres que se atrevieron a hacer público un delito aborrecible, fueron señaladas por el ojo público. No solamente se les cuestionó como testigos de un posible y poco comprobable delito — como si una violación fuera sólo una agresión física y no la destrucción de la moral y la autoestima de la víctima — sino que además, se le crítico desde todas las perspectivas posibles. Se aireó su vida privada y sexual, se les hostigó por atreverse a cuestionar una figura idealizada de la cultura del país e incluso, se les menospreció como posibles testigos ante la ley.
No obstante, meses después, una sola palabra acabó con la carrera y el pedestal de prestigio que mantuvieron a Cosby a salvo del aluvión de denuncias en su contra. Lo más curioso es que no se trató de la palabra de ninguna de sus víctimas y mucho menos, debido a los hechos de los que se le acusan. Lo que destrozó a Bill Cosby fue pronunciar una sola palabra “Yes”. Lo que no lograron veinticinco mujeres — finalmente el número de agredidas alcanzaría treinta y ocho — fue la admisión del propio Cosby de haber utilizado drogas y calmantes para violar. Lo hizo, además, en condiciones que no se prestan a inequívocos: en el año 2005, Andrea Constand denunció a Cosby por abusar sexualmente de ella mientras se encontraba drogada por una sustancia que no pudo identificar y que el actor le suministró durante una cena a la que la había invitado. El caso, que no llegó a Juicio gracias a un acuerdo económico extrajudicial, no llegó a rebasar el terreno de la confidencialidad legal hasta que la agencia Associated Press acudió a la justicia para exigir la publicación de las investigaciones — quizás las únicas reales realizadas contra Cosby - durante el proceso. La justicia norteamericana aceptó la petición y así, los documentos que hasta ahora se habían mantenido en riguroso secreto y anonimato pasaron a ser la última pieza en un tortuoso camino de acusaciones.
En los documentos obtenidos por AP, se incluye un interrogatorio a Cosby, donde admite que durante la década de los setenta obtuvo siete recetas del por entonces popular sedante Quaalude. Y a continuación ocurre el siguiente diálogo, recogido por el periódico El País de España en una pormenorizada reseña sobre el caso:
– ¿Se los dio a otras personas?
– Sí
– ¿Se lo dio a otras personas sabiendo que era ilegal?
– (El abogado de Cosby interrumpe): Le he dicho que no responda. Dio los Quaaludes. Si era ilegal, lo dirán los tribunales.
– ¿A quién le dio los Quaaludes?
– (El abogado vuelve a interrumpir) Déjelo en desconocidas (Jane Does). No voy a ir más allá. Le digo que no responda más que desconocidas.
– ¿Cuando obtuvo los Quaaludes, tenía en mente dárselos a jóvenes con las que quería tener sexo?
– Sí.
Con este corto diálogo, uno de los símbolos de una serie de valores culturales norteamericanos, demostró no sólo las insistentes acusaciones en su contra sino algo mucho más controvertido y duro de asimilar: la capacidad de la cultura para desconocer la caída de sus propios héroes. Hablamos sobre el hecho que Bill Cosby no sólo fue protegido por acuerdos legales tortuosos y esencialmente criticables, sino por una visión cultural que asume que la palabra de la mujer no tiene tanto valor como la de un hombre, mucho menos en lo tocante a un crimen de naturaleza sexual. Cosby no sólo violó, sino que continuó haciéndolo -a pesar de la acusación y los acuerdos, a pesar de la posibilidad de ser descubierto e incluso finalmente acusado — amparado bajo esa noción que insiste que en la violación, la víctima sólo lo es en la medida que pueda demostrarlo.
El miedo en pantalla:
En una entrevista que concedió unos años después de protagonizar el que sería su trabajo más reconocido, Maria Schneider — protagonista de la película “El Último Tango en París” de Bernardo Bertolucci — aseguró que “debería haber llamado a mi agente o mi abogado para que me protegiese en el set, porque no se puede obligar a alguien a hacer algo que no está en el guión, pero en ese momento, no sabía eso”. Se refería a la escena en la cual su personaje es sodomizado por el de Marlon Brando, una de las más recordadas y duras de la película. Schneider, que entonces sólo tenía diecinueve años, se encontró en medio de una situación violenta y abusiva que además, no podría controlar. En la misma entrevista, María contó que la escena no se encontraba en el guion original debido a que fue una idea de Brando, que sólo consultó con el director en privado antes de llevarla a cabo.
La actriz nunca tuvo conocimiento pleno de lo que sucedería y aún peor, no fue advertida que la “idea” de Brando incluía violencia física. Schneider admitió haber llorado y gritado de “miedo auténtico” durante toda la toma y aunque sabía que no se trataba de algo real. “Me sentí humillada y para ser honesta, un poco violada, tanto por Marlon como por Bertolucci. Después de la escena, Marlon no me consoló ni se disculpó. Afortunadamente, fue solo una toma” contó María. Cuando se quejó sobre lo ocurrido el actor Marlon Brando desestimó su miedo posterior restándole importancia. “Maria, no te preocupes, sólo es una película” llegó a decirle.
Durante años, María repitió la historia más de una vez sin que nadie pareciera especialmente preocupado por lo que la actriz contaba. Eso a pesar de que la película ha sido debatida y analizada como fenómeno en más de una ocasión y que de hecho, fue un hito al momento de su estreno, no sólo por la forma en que analiza la sexualidad masculina sino además, por el hecho que reflexiona sobre el sexo como una mezcla de dolor y trauma viril. Pero María María Schneider, convertida en un símbolo erótico a su pesar, ocupa un ambiguo lugar dentro de la percepción de la película como símbolo de la revolución sexual que representa.
En los años siguientes a la filmación, María sufrió un colapso, se intentó suicidar en dos ocasiones y cayó en una fuerte adicción a las drogas por la que estuvo recluida en clínicas y hospitales en diferentes momentos de su vida adulta. Su carrera artística se resintió hasta quedar prácticamente destruida: fue olvidada por la industria del cine cuando se negó a ser definida por la película que la hizo famosa, lo que la condenó a un ostracismo temprano que terminó por sepultar sus tempranas aspiraciones artísticas. A los cuarenta años, María declaró a un diario italiano que estaba convencida que simplemente “había muerto como actriz” y lamentó “el dolor que le provocaba renunciar a sí misma”.
Tendrían que transcurrir casi treinta años para que la opinión pública comprendiera la gravedad de lo que ocurrido con María durante la filmación de “El Último Tango en París”. No obstante, el tardío reconocimiento a la agresión que padeció la actriz no llegó por sus insistentes declaraciones sobre lo que había padecido durante la filmación o sus detalladas descripciones sobre el miedo y la humillación que sufrió en el plató. Se necesitó que el propio director Bernardo Bertolucci admitiera en público y a quien quisiera escucharle que había sometido a María a un tipo de agresión violenta y evidente, de la cual no se arrepentía. La declaración pasó inadvertida hasta que una organización española tradujo el video para condenar la violencia de género.
Resulta preocupante que una agresión como la que sufrió María Schneider haya pasado desapercibida — o haya sido ignorada — por tanto tiempo. No obstante, sólo se trata de otra nueva muestra de esa nociva cultura que considera el abuso hacia la mujer como algo normal o lo coloca bajo el cariz del contexto, como si la agresión de género pudiera justificarse o matizarse de acuerdo a la situación en que ocurre. A pesar de que la actriz dejó claro y de manera explícita que la escena se llevó a cabo sin su consentimiento, el escándalo sólo estalló cuando Bertolucci lo corroboró en un diálogo que resulta espeluznante en conjunto. Envuelto en el esplendor del mito que le rodea, Bertolucci admite en cámara que “Quería su reacción (de María Schneider) como una niña, no como una actriz”. Y cuenta sin prurito alguno, que necesitaba que “llorara y mostrara emociones verdaderas”. No sólo resulta escalofriante lo que sugiere el hecho que un hombre que se llama a sí mismo artista necesitara agredir a una mujer para obtener de ella una actuación fidedigna, sino además el discurso misógino que se percibe entre líneas. Para el director, una mujer no puede actuar, sino que siente, lo que colocaba a cualquier actriz en un estrato casi infantil en el que debe ser tutelada desde la manipulación y la presión emocional.
Como las víctimas de Cosby y Plácido Domingo, María tuvo que batallar contra la incredulidad sobre su testimonio pero aún más, contra la cultura que insiste en normalizar el acoso, abuso y violencia contra las mujeres en toda una serie de justificaciones que resultan no sólo inquietantes, sino directamente peligrosas. Una y otra vez, las víctimas de crímenes sexuales deben sobrellevar el peso no sólo del crimen que sufrieron sino del hecho, de la sociedad que las señala, las ridiculiza y las menosprecia en beneficio de la figura del agresor. Una percepción sobre la violencia sexual muy cerca de un cuestionamiento sobre la moralidad de quien la sufre, su contexto e incluso, el sufrimiento que lleva a cuestas.
Una refinada crueldad:
Plácido Domingo salió al paso de las acusaciones con una declaración escueta en la insiste se tratan de señalamientos “inexactos”. “Es doloroso oír que he podido molestar a alguien” declaró “Las reglas y valores por los que hoy nos medimos, y debemos medirnos, son muy distintos de cómo eran en el pasado”, ha añadido. ¿Se trata de un reconocimiento tácito de lo ocurrido? tal vez no, pero lo que resulta más preocupante es que lo que sí deja en claro las declaraciones de Domingo, es la forma como se concibe las relaciones de poder entre mujeres y hombres en nuestra cultura. ¿ Es Plácido Domingo es un depredador sexual? Lo más preocupante es quizás la respuesta engloba algo más inquietante y duro de analizar: se trata de de un hombre que jamás creyó que lo que hacía fuera ilegal, espantoso o violento al presionar, violentar u acosar a las mujeres a su alrededor. Es “lo que hace un hombre”, diría cualquiera de su generación e incluso, también en la actualidad. Un hombre normal.
Comment (1)
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Buenísimo análisis. Gracias!