El futuro es femenino: Las cosas que las mujeres hemos logrado con el esfuerzo cotidiano.

El futuro es femenino: Las cosas que las mujeres hemos logrado con el esfuerzo cotidiano.
agosto 6, 2019 Aglaia Berlutti

Ser feminista es una especie de carreras de obstáculos en la que te enfrentas a ti misma. Lo haces, cuando debes debatir la idea de por qué necesitas luchar por tus derechos y sobre todo, la manera en que lo haces. Se trata de una discusión constante, dolorosa y en ocasiones directamente irritante que la mayoría de las veces, no tiene otro sentido que un debate agotador sin verdadero valor. Y lo sabes. Cuando una feminista debe enfrentar argumentos absurdos, sabe que lucha por algo más sutil que la opinión del provocador de turno. Hace unos días, alguien escribió en mi timeline de Twitter lo siguiente: «Todas las feminazis son unas resentidas, feas y gordas que temen los hombres las violen». Lo dijo, luego de ponderar en varios tuits sobre el hecho que «no hace falta que nadie reclame derechos, las mujeres tienen (sic)» y concluir que «una feminista es una tipa insatisfecha». Por supuesto, no me sorprendió la colección de prejuicios en sus comentarios, pero sí el hecho que buena parte de quienes apoyaban el inquietante punto de vista, eran mujeres. Leí más de veinte respuestas, la mayoría de ellas celebrando «que finalmente alguien pusiera clara las cosas para esas locas» (refiriéndose, por supuesto a las feministas) y que sin duda «había que insultarlas más a menudo» para que «entendieran su lugar en el mundo».

Claro está, no me resulta sorprendente que el machismo siga siento tan normalizado en nuestra cultura como para que situaciones semejantes pasen desapercibidas. Después de todo, nací en una cultura en la que a una mujer se le enseña a usar zapatos de tacón alto antes de apuntalar su autoestima, en un país en el que existen el triple de peluquerías que de librerías. La misma sociedad que se siente en toda la libertad de criticar públicamente el aspecto de una mujer e invadir su privacidad con preguntas sobre sus decisiones sexuales y reproductivas. No es sencillo enfrentarse a una estructura semejante y mucho menos, a la percepción que oponerse a sus implicaciones es una especie de comportamiento inexcusable en una mujer. A diario, soporto críticas, burlas y en ocasiones insultos, por el mero hecho de llamarme feminista. Pero aún peor, casi siempre me encuentro en la incómoda situación de tener que lidiar con el hecho que para un considerable número de personas, la percepción sobre la defensa de los derechos de la mujer tiene algo de retrógrada, absurda e incluso, directamente violenta. Desde comentarios malintencionados hasta ataques directos contra el hecho mismo de insistir en la posibilidad de la equidad, ser feminista en una época como la nuestra es cuando menos, una batalla cotidiana. Una que debe enfrentar una colectiva opinión tradicional y restrictiva sobre la mujer, la ignorancia sobre el propósito del movimiento e incluso, su necesidad histórica. Una y otra vez me he preguntado el motivo por el cual el rechazo contra el feminismo está en todas partes, forma parte de un virulento discurso cotidiano e incluso, una visión muy específica sobre la opinión política de la mujer.

— No puedes negar que las feministas se buscan semejante trato — me comentó hace poco un buen amigo con quién comentaba sobre el tema — el feminismo actual parece más interesado en ser un foco de atención distorsionada que un discurso articulado.

Bebo un sorbo de la taza que sostengo entre las manos mientras le escucho. Pienso en el esfuerzo que todas las organizaciones feministas alrededor del mundo llevan a cabo para proteger, educar y procurar medios de progreso a mujeres alrededor del mundo. A las organizaciones que dedican tiempo y esfuerzo al cuidado de la salud reproductiva de la mujer, a todos los grupos que analizan el papel de la mujer desde el complicado punto de vista de las leyes restrictivas y duras que muchas veces crean y sostienen el prejuicio. Pienso en mi propio trabajo, en los años que he dedicado a escribir, aclarar y sustentar mis ideas. En todo el esfuerzo diario que realizo para que la reflexión sobre el papel de la mujer sea más amplia, profunda y directa.

— ¿A qué llamas foco de atención? — preguntó por último. Me dedica una sonrisa maliciosa.

— Ah, tu lo sabes.

— No, no lo sé.

— Todas esas manifestaciones ridículas, memes, reclamos necios sobre cosas sin sentido como el machismo en juegos de mesa. A esas cosas me refiero.

Me vuelvo a quedar en silencio. No sé por qué recuerdo la mesa de trabajo en que participé semanas atrás, para tratar el tema del acoso sexual y el abuso en el espacio laboral. Treinta mujeres que durante más de tres días, nos reunimos para debatir y buscar soluciones específicas sobre las denuncias, la atención a la víctima e incluso, el proceso legal que todo señalamiento debe atravesar. Recordé la dedicación, el trabajo en equipo, la preocupación por el futuro del naciente movimiento latinoamericano de protección a la mujer en situación de riesgo. Y me pregunté dónde encajaba esa visión sobre el tema de lo femenino en lo que mi amigo señalaba o mejor dicho, como podía simplificarse a tal extremo la comprensión sobre lo que el feminismo es y puede ser.

— Es decir, tu opinión sobre el feminismo está basada en memes y en comentarios de Redes Sociales — respondí. Parpadeó, incómodo.

— Me refiero que así se refleja el movimiento.

— ¿Te parece suficiente eso para definir lo que es una expresión sobre la mujer y lo femenino?

Ahora fue el turno de mi amigo de tomar un sorbo de café y mirarme incómodo. De pronto, lo que parecía una conversación cualquiera pareció hacerse más incómoda y dura de sobrellevar.

— La culpa la tiene el patriarcado, quizás — dijo al cabo, en tono burlón.

La tiene, claro. Y no es una excusa filosófica enrevesada que las «feminazis» utilizan para justificar su «victimismo». Durante casi nueve siglos, la cultura y sociedad del mundo se comprendió a través de lo masculino: No sólo las leyes, sino todo el entramado social, el arte y la dinámica familiar del mundo occidental se rigió a través de ideas donde la figura del hombre se privilegiaba sobre la femenina. Por buena parte de nuestra historia como civilización la organización social se ejerció a través de la autoridad del Pater Familia. ¿La consecuencia? Parte de la percepción secundaria, anónima y prejuiciada con que se tiene sobre la mujer proviene de esa herencia histórica.

La segunda ola del feminismo — ocurrida en los años sesenta y que tuvo como resultados derechos individuales inéditos para la mujer — insistió en que debía desmontarse patriarcado histórico, en otras palabras la dominación y supeditación ancestral de la mujer al hombre. El feminismo actual también aboga por la mismas ideas: lucha contra la dominación de la sexualidad femenina, intenta evitar la objetivación y relegamiento de las mujeres al hogar, difunde la necesidad de otorgar a las mujeres espacio y relevancia pública. La ideas feministas abarcan desde lo sencillo hasta agresivo de esa percepción de superioridad masculina que afecta los derechos legales y culturales de la mujer alrededor del mundo: se manifiesta en contra de ideas específicas como la ablación, el burka hasta alcanzar argumentos más sutiles como el desprecio por lo que puede definir a la mujer (todas las construcciones culturales del universo femenino) y su infravaloración como formas de expresión en pleno derecho. De manera que sí, el patriarcado tiene la culpa y es uno de los puntos álgidos en la lucha política del feminismo.

— Mira, no digo que el feminismo no tenga sus puntos altos — prosiguió mi amigo — pero también se trata de una especie de ridiculización de la lucha que provoca burlas. ¡Tienes que reconocerlo!

Nací en un país reaccionario al feminismo. En uno tan machista como para que de vez en cuando, te provoque escalofríos el mero pensamiento. Cuando lo digo, casi siempre hay una especie de reacción espontánea: ¡Pero no lo es tanto como otros países del mundo!”. Vaya, ¿eso es una disculpa? pienso cuando escucho un razonamiento semejante. ¿Disculpa la deuda histórica de la sociedad venezolana con la mujer que el índice de Femicidio sea mucho menor al de otros países de la región latinoamericana? ¿Lo excusa que exista una institución tambaleante e inequívoca llamada “ministerio de la mujer”? ¿De qué le sirve eso a la mujer maltratada que sobrevive en un barrio de Caracas? ¿Qué le importa esa sutileza a la que gana el 30% menos del sueldo que un colega masculino? Sí, está bien, el machismo en Venezuela es una idea un poco difusa, que me mezcla como un mal olor en el hábito y la costumbre. Lo percibes de vez en cuando, lo analizas, te sobresaltas. ¿Lo evitas? Lo intentas al menos.

¿Pero que sea unos grados menos en gravedad que en otras sociedades parecidas a la nuestra justifica su existencia? No lo creo. Más aún, no me importa. Así de simple. No me interesa en absoluto la comparación, porque la sociedad Venezolana adolece de esa visión de la mujer que aspiro para mi misma. No quiero ser un hombre, ni masculinizarme para triunfar y ser respetada. Tampoco quiero irme a un extremo de la variable, convertir la lucha por los derechos en una forma de agresión para ser escuchada. Mi gran aspiración es mirarme como parte de una idea que se construye a diario, independiente de cualquier otra. Necesaria por su consistencia. Imprescindible por su necesidad de construir un lenguaje que pueda traducir mi visión del mundo de manera apropiada. En pocas palabras: Deseo ser una mujer, más allá de lo que la sociedad interprete sobre eso. Más allá de lo que necesito ser o de lo que pueda comprender al respecto. Quiero ser mujer por decisión, por valor y no por mero compromiso biológico. No por mera idea de cumplir un rol perpetuo que se decidió para mi antes incluso que yo naciera. Una visión de mi misma firmemente encajada en la sociedad como interlocutor.

— ¿Tengo que reconocer que cosa? ¿Que la mayoría de las burlas contra el feminismo proceden de la ignorancia? — respondo con una sonrisa tranquila. Mi amigo se queda desconcertado y un poco irritado.

— ¿Es necesario insultar?

— Cualquier feminista podría preguntarte lo mismo.

A diario recibo unos seis o siete correos preguntándome el motivo por el cual me llamo “feminista”. Algunos me insultan por “menospreciar lo masculino y someterlo al escarnio público” y otros, simplemente no pueden comprender que una mujer “normal” quiera ser identificada con algo semejante. Algunos más — en realidad, lo más escasos — me hacen preguntas sobre cuáles son los intereses reales del feminismo o cómo pueden comprenderlos en mitad de la vida moderna. Se trata de una combinación de opiniones, visiones y sobre todo prejuicios que siempre me sorprenderá por el hecho que parece provenir de la inmediata incomodidad sobre lo que el feminismo simboliza o en realidad, qué le interesa más allá de lo obvio.

De manera que como cada cierto tiempo, me parece necesario aclarar que es lo que ocurre con el feminismo y sobre todo, que es exactamente lo que al feminismo le interesa. Como por ejemplo, que a un movimiento político de semejante envergadura no le interesa el vello corporal de nadie en absoluto. Ni de hombres o mujeres. En cualquier parte o del tamaño que sea. No le interesa si lo depilas o lo dejas largo, si lo tiñes, lo rizas, lo utilizas como método de protesta. No le importa si lo crees higiénico, sacramental, asombrosamente bello o tan feo como para repugnar. De verdad, no le importa. Ni antes y después. Lo que SÍ le importa al feminismo es que nadie crea que debe juzgarte por llevar el vello del cuerpo como mejor te plazca o mostrarlo como mejor te parezca. Que el feminismo está convencido que tienes poder sobre tu cuerpo, tanto como para que no le importe quién paga la cena, como te llama tu pareja en la intimidad, como te vistes, que haces con tu novio en la intimidad. Si te vas a la cama con tres hombres o con dos mujeres a la vez. Si decides hacer swinging, sostener una relación en poliamor, ser fiel o infiel. Al feminismo no le interesa como haces el amor, si follas, si lo tuyo es romance con pétalos de rosas, con látigos, a caballo. Le interesa que nadie te juzgue por eso. Que nadie jamás se considere en el derecho de insultarte, faltarte el respeto o cualquier otra situación violenta por las decisiones que tomes en tus acuerdos de pareja.

Pero sin duda, resulta complicado analizar semejantes sutilezas en un país como el nuestro, que promueve la masculinidad y la virilidad desde la violencia, que alienta un discurso cultural y político que menosprecia a la mujer y al hombre hasta convertirse en estereotipos. En una ocasión, alguien me dijo que “Venezuela era una mujer con todos los dolores que eso implica” y la analogía, antes que hacerme sentir halagada, me preocupaba. Porque supuse que esa cualidad femenina del país, no le hace homenaje a su fecundidad, la belleza de sus paisajes inexplorados, su potencial intelectual, sino que se sostiene sobre esa visión de la Venezuela deudora del miedo, frágil y torpe. Esa figura a medio construir, que parece resumir una historia de errores, dolores e imprecaciones. La Venezuela a fragmentos, desfigurada e irreconocible luego de años de enfrentamiento dialéctico, de ese debate amargo e interminable que parece extenderse a todos los ámbitos, salpicar incluso las cosas más sencillas. A la mujer golpeada y vituperada. A la personalidad herida de una figura femenina que parece abarcar el gentilicio para justificar los errores y los dolores, y quien sabe, si también las consecuencias.

La conversación con mi amigo termina en un largo silencio al que no hay mucho que agregar y que por supuesto, tiene una inmediata relación con esa tensión perenne, profunda y dolorosa que pende sobre la lucha por los derechos de la mujer. Como si nuestro continente — ¿nuestra cultura, quizás? — no estuviera preparado para comprender a la mujer que se cuestiona, que se hace preguntas, que se hace poderosa por mera contradicción al conservadurismo. Tal vez se trata en como suele insistir una de mis amigas más queridas. El hombre latinoamericano no entiende que pueda existir una mujer poderosa, que contradice el prototipo del continente de lo femenino frágil y abnegada. ¿Qué ocurre cuando no lo es?

Que buena pregunta esa. Pienso en eso mientras voy sentada en un vagón del servicio Metro de mi ciudad. Miro a mi alrededor y me pregunto como se miran a sí mismas todas las mujeres que me rodean: ¿La cultura nos define? ¿La sociedad nos construye y nos elabora como pequeñas figuras que calzan en su proyecto general? ¿La forma de mirarnos como parte de algo más amplio y elaborado crea una idea comprensible sobre nuestra identidad? No lo sé. Muy probablemente no pueda responder a esas preguntas por mucho tiempo y en ocasiones me cuestiono si incluso, tienen alguna respuesta.

Pero aunque no las tengan, es bueno meditarlas, mirar el mundo a través de nuestras interrogantes y dudas. Y eso incluye claro está, preguntarnos cual es nuestro lugar bajo el sol, nuestra manera de soñar y más allá, concebirnos como una manera de mirar el mundo. Una manera de crear.

C’est la vie.

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