Hace unos días, una amiga extranjera me comentó que le provocaba “una enorme tristeza” que las “venezolanas sufrieran la crisis y fuera evidente”. Me quedé un poco aturdida, mirando su rostro medio desdibujado en la pequeña ventana del Skype.
— ¿Te refieres al estrés y la frustración? — pregunté.
— No, que ya no puedan verse impecables como siempre. Ya sabes, ustedes eran las mujeres más bellas del continente.
No supe que responder a ese comentario. Confundida e incómoda, me pregunté — como tantas otras veces en el pasado — cuál es la percepción que se tiene sobre el gentilicio venezolano. O mejor dicho, sobre esa percepción acerca de lo estético que parece que lleva aparejado sin remedio nuestra identidad nacional. Mi amiga — europea, feminista y que siempre aboga por vencer “la tiranía de la belleza” — debió notar mi incomodidad y de inmediato, comenzó a disculparse. Intentó explicarme que hay una percepción muy compleja sobre “la autoimagen” de la mujer Venezolana y sobre todo, “la forma como la belleza es una expresión de triunfo social”. La escuché en silencio, atenta, en un intento de comprender ese punto de vista externo sobre la mujer de nuestro país que siempre me ha parecido angustioso, temible e prejuiciado.
— No puedes negar que la visión sobre lo femenino en Venezuela atraviesa su triunfo en los concursos de belleza y la especial atención que ponen a su aspecto — adujo — es como si la autoestima nacional tuviera una relación directa con el aspecto de sus mujeres.
— No es tan sencillo — respondo con un suspiro — no se trata sólo de un asunto estético. Es un tipo de presión social que se manifiesta en cientos de maneras distintas.
— Claro, eso lo sé. El país de las mujeres más bellas.
El epíteto me produce un sobresalto doloroso, sobre todo porque crecí escuchándolo, temiéndolo y también al final, comprendiendo que se trata de una rara distorsión sobre la forma en como comprendemos a la mujer y a la sociedad de nuestro país. Las mujeres “más bellas del mundo” son venezolanas, dice un compatriota eufórico y nostálgico tras emigrar. Las mujeres más sensuales, las más hermosas y provocativas insisten la prensa de estanquillo, la que consume la imagen de una mujer imposible e idealizada. La mujer venezolana “inolvidable” que llena la empobrecida publicidad nacional. El estereotipo se extiende y se difunde en novelas, en el cine nacional, en esa noción levemente quebradiza de la mujer objeto y consumible. Pero eso es parte de la autoestima nacional. O al menos, en eso insiste una cultura obsesionada con el aspecto físico y la manera como se supone deben lucir las mujeres del país.
Por décadas, se ha insistido un deber ser estético que define a lo femenino no sólo como un objeto hermoso y decorativo, sino además, una idea confusa sobre lo que la venezolana puede concebirse. Después de todo, somos un país que se toma muy en serio los concursos de Belleza. Tan en serio, como para crear y apoyar prejuicios sobre la imagen de la mujer, quienes somos y quienes aspiramos a ser. Tan en serio como para parecer una parte imprescindible de la forma en que puede comprenderse la sociedad venezolana.
Claro está, se trata de un fenómeno insólito, extraño, imposible de definir de manera sencilla. Nadie que no sea venezolano, comprende muy bien esa presión invisible que llevamos a todas partes como un peso real. La presión de crecer en una cultura hipercrítica con el aspecto físico, que se exige a sí misma un tipo de percepción estética que tiene por único objetivo el consumo, la noción sobre cierta necesidad de construir el valor de la mujer Venezolana a través de su aspecto. A pesar de la agudísima crisis económica, en Venezuela continúan prosperando la noción de la cirugía estética como una necesidad imperiosa, parte de un tipo de prioridad que se hace imprescindible. Mujeres que analizan y cuestionan su valor, a través de su apariencia y quizás, su capacidad para parecerse cada vez más a la “mujer venezolana” que habita en cierto imaginario colectivo. La mujer que además de hermosa, es sexualmente agresiva, pero también sumisa. La mujer “que sabe darse su puesto” pero a la vez es independiente y “echada pa’ lante”. Un híbrido imposible que se exige, que se convierte en una necesidad imperiosa, en casi un dolor cultural.
Hará un par de semanas, caminaba por el pasillo de un depauperado centro comercial, cuando una mujer que me pareció no conocía de ninguna parte me saludó con un gesto muy cariñoso. Desconcertada, me detuve y esperé que se acercara: era una mujer de edad indefinible — ¿treinta o cuarenta años quizás? — y de rostro tenso por lo que supuse serían una serie de cirugías estéticas. Solo cuando me tomó de las manos y soltó una carcajada, la reconocí. Se trataba de una de mis compañeras de clase del colegio. La última vez que la había visto era una muchacha de rostro regordete y amable, nada parecido al de esta beldad impecable que me sonreía casi con esfuerzo.
– ¡Estas hermosa! — comentó. Me dedicó una mirada apreciativa, supongo notando mi cabello desordenado y mis kilos de más. Luego me rozó las mejillas con los dedos — tienes alguna que otra arruga, pero eso lo arregla el Botox en una tarde.
Parpadeé. Ella continuó insistiendo en criticar con una especie de cariñosa agresividad mi aspecto físico y la escuché, atónita y desconcertada. No supe que responder a eso — ¿habrá alguna respuesta? — de manera que me limité a sonreír, incómoda. Sentí una nítida — quizás exagerada — sensación de pánico ante la mención del tratamiento estético de moda para luchar contra los inevitables rasgos de la edad. Había conocido a esta mujer en la adolescencia: Tendría como yo, unos treinta y pocos años. Incluso en los rígidos estándares sobre juventud y vejez, era una mujer joven. Y aun así, había empezado esa lucha sorda y silenciosa contra la edad. La miré disimuladamente, mientras recordábamos los años de la escuela entre bromas y chistes. Con el cabello repeinado, la piel extrañamente bulbosa y los labios hinchados parecía una versión distorsionada de sí misma. Pero ella se sentía satisfecha: me comentó varias veces el tiempo y dinero que había “invertido en belleza” y la sensación de “seguridad” que le brindaba sentir que “aún” era joven en el país donde cierto tipo de estética es un valor cultural que se exige.
– En este país se envejece muy rápido — me explicó — y esa vejez del descuido no se perdona.
Me mordí la lengua para evitar responder lo que pensé al escuchar su comentario. La vejez no se detiene, tampoco se disimula y ese pensamiento es una de las tantas utopías que el comercio de la belleza estereotipo insiste en vender. Pero mucho más aún, se trata de un tipo de certeza que en Venezuela es una especie de extrañísima versión sobre el triunfo cultural. A medida que la situación económica, social y cultural del país se deteriora, parece muy evidente que hay una percepción sobre la belleza como un gran triunfo alegórico. Mujeres jovencísimas en todos los barrios del país, convertidas en trofeos de poder, en madres niñas. En beldades que utilizan su belleza como una especie de moneda de compra venta para un tipo de bienestar inmediato y poco comprensibles. Pienso en la noción del estrellato inmediato de las participantes en los concursos de belleza. La forma en que nuestra cultura insiste en el mito del triunfo a través de lo estéticamente consumible. Porque en realidad, la belleza a la venezolana — o la necesidad de someterse a ella — es solo un síntoma de toda una visión deformada sobre la mujer, la vejez y la belleza. Una de las piezas que forman parte de una compleja maraña de ideas culturales que sostienen esa concepción de la estética como elemento cultural.
— Sé que para ustedes no es sencillo creer cómo se les admira fuera de las fronteras — prosigue ahora mi amiga a través del Skype, con una sonrisa amable — pero es un fenómeno. No te lo imaginas como la mujer venezolana incluso fuera de su país, persiste en verse llamativa, en utilizar la belleza como una manera de obtener atención y gratificación.
Me lo imagino, claro. Lo viví durante buena parte de mi vida. Mi aspecto físico nunca coincidió con el que supone debía tener viviendo en un país de reinas de belleza. Tenía el cabello rizado e incontrolable, piel pálida y pecosa, rodillas huesudas, el cuerpo sin curvas. Tuve que enfrentar a un tipo de prejuicio difícil de explicar y sobrellevar. De un estigma que te acompaña a todas partes, que te deja una huella indeleble, que se convierte en cicatriz. No es fácil sobrevivir a las risitas, a las burlas. A la presión. Al “debes verte bonita”, al “lástima que eres así de fea”. A la marginación social, a la humillación sutil. A las miradas críticas. Al temor del prejuicio. Al dolor de ser tu misma.
— De niñita era muy gordita — me contó en una ocasión una mujer a quien conocí mientras llevaba a cabo una investigación sobre la obsesión nacional para la belleza. Alta y esbelta, hace una mueca de angustia al hablarme sobre sus angustias infantiles — hice de todo por bajar de peso. No hubo dieta que no hiciera. Ejercicios, tratamientos. ¡Chica, pero no bajaba de peso! era como una gran broma cósmica. Obsesionada por la celulitis, la estrías. A toda hora, por todo. Si llevas pantalones porque se te ven los muslos gruesos. Si llevas faldas porque alguien te verá las piernas pálidas. Y así, cientos de cosas. Pasa y pasa y crees que eso es normal. Que de verdad hay algo feo y desagradable en tu cuerpo que debes erradicar.
Mientras la escucho, se le cierra la garganta con un nudo seco, amargo y muy viejo. A mí también me pasó. También sufrí ese acoso silencioso. El de mirarte en el espejo con ojos duros, de apretar la piel con una furia lenta y angustiosa. ¿Por qué me veo así? ¿Por qué no puedo ser otra? Me recuerdo de adolescente, tan preocupada que apenas podía soportarlo, apretando la piel de mi cintura, mirando con furia las rodillas nudosas, decepcionada por el tamaño de mis senos. ¿Por qué no puedo ser bonita? ¿Por qué no puedo ser bella?
— Al final, decidí irme por lo seguro: un bypass gástrico — me explicó — esa operación me salvó la vida. Me salvó de ser…
De ser…¿qué? Ella suspiró, se miró al espejo del gimnasio. Los ojos muy grandes y tristes. ¿Como llamas al sentimiento que tu país…denigre la forma en cómo te miras a ti misma? Porque se trata de una enorme y profunda decepción. De ti misma, de tu aspecto físico pero sobre todo, de algo incontrolable y borroso que no comprendes bien. Ese “algo” que te hace bajita, gorda o flaca, con piel grasosa o muy seca. Con ese elemento que no te permite encajar, que te hace sentirte poca cosa. Esa mirada tan cruel hacia ti misma. Nunca te perdonas, nunca te miras más allá del prejuicio. Nunca haces otra cosa que sentir rencor por el cuerpo que no obedece, por la imagen que no aceptas.
— Cuando estuve anoréxica fue como el cielo —me contó unos meses después otra mujer a la que entrevisté. Aún se recuperaba del trastorno alimenticio que casi la mató tres años antes — ¡En serio! ¿Lo puedes creer? me estaba matando, me estaba muriendo. Nunca me sentí peor. Pero era bella. Bella para ponerme los pantalones y vestidos que siempre soñé, para que me admiraran los mismos que me criticaban. ¡Ya no era la gorda! Era la mujer que quería ser. Una mujer Venezolana.
Quise consolarla pero no supe cómo. Porque nunca pude hacerlo conmigo misma. Me llevó mucho tiempo dedicarme una palabra amable. Aceptar que está bien no tener pechos enormes, cintura pequeña, trasero perfecto. Que está bien y puedo hacerlo, llevar el cabello sin peinar, el rostro sin maquillaje. Que puedo aspirar a ser bella a mi manera, bajo mis propios términos. Que la belleza es un concepto voluble, a medio camino, siempre a punto de construirse. Que la belleza es una opinión, una mirada, una perspectiva. Que la belleza son tantas cosas que la manera como luces sólo es una parte de un todo complejo, profundo y difícil de definir.
Pero eso no te lo enseñan en Venezuela. En Venezuela te enseñan que tu valor depende de como te veas, de como luzca tu cabello, de lo delgada que puedas ser. Del tamaño de tus pechos, del largo de tu falda, de lo deseable que eres. En un país donde las peluquerías son veinte veces más numerosas que las librerías y bibliotecas, la belleza es una tragedia. Una condena. Un rasante de cuanto vales, de lo que puedes hacer. En un país donde un concurso de belleza te abre las puertas que no puede la Universidad, verte impecable, perfecta es un requisito. Una imposición. Un ritual que te marca la piel con cicatrices invisibles. En un país donde la mujer es un accesorio, un objeto comercial, un par de nalgas en la portada de una revista, ser imperfecta una afrenta. Venezuela te enseña bien pronto que la belleza es más importante que la idea que expresas, que la causa que militas, que la forma como funciona tu mente. Venezuela te deja bien claro cada vez que puedes que se trata de como te ves antes de como piensas. Que lo importante es el reflejo de la estética absurda que es parte de la cultura y no tu identidad. La mujer florero, la mujer marca, la mujer estereotipo. La mujer anónima. La mujer sin otra cosa que el producto de una obsesión social.
A veces, camino por las calles de Caracas y miro a todas las mujeres que me rodean. Sonrientes, cansadas, malhumoradas. A las delgadas, las gordas, las morenas, las pálidas. Todas las mujeres que luchan a diario, que son reales, de carne y hueso. A las venezolanas de verdad, a las que les sobran kilos pero pocas veces las fuerzas. Las venezolanas que persisten e insisten, a pesar de todo. Y lamento la forma como se nos simplifica. La manera como se banaliza esta feminidad creada a partir de un tipo de dolor difícil de explicar. Y me enfurece la evidencia que con toda seguridad, seguiremos siendo víctimas de esa visión limitada, del prejuicio que aplasta. De la mirada simple que destroza. De esa insistencia en aplastar a la mujer Venezolana bajo una idealización burda y violenta.
Una máscara falsa y barata que nadie quiere llevar.