Tenía catorce años, cuando una de mis profesoras del colegio donde estudié, me dijo que no podría ser escritora porque “eso no es lo que hacen las mujeres”. Me lo dijo casi con amabilidad, lamentando que dedicara tanto esfuerzo y amor a la escritura. Recuerdo que me dolió lo inexpresable esa convicción suya — “mejor aprende cosas más femeninas” me recomendó — que el hecho de ser mujer era una frontera que me limitaba en deseos y aspiraciones. Por supuesto, era muy pequeña para un pensamiento tan complejo pero sí tuve muy claro, que para la maestra, ser mujer era una condición peligrosa, que había que contener e incluso menospreciar.
Seguí insistiendo en escribir. Lo hice por las mismas razones en las que jamás obedecí los consejos en apariencia bienintencionados que recibí desde niña y que parecían tener la misma intención tácita: decirme lo que podía hacer o no. Jamás me preocupé por el largo de la falda, la forma en cómo veía o me comportaba. Jamás acepté un “no” que intentara definir mi forma de vivir. Me esforcé por seguir haciendo exactamente lo que quería, a pesar de la retahíla de “no”, de los “ten cuidado”, de los “eso no se hace”, de “una mujer de bien no hace esas cosas”. Con el transcurrir del tiempo, comprendí que en un país tan machista como Venezuela, el rol femenino parece mezclarse con una serie de expectativas irreales y una figura histórica idealizada hasta lo absurdo, que convierte a la mujer en una especie de deudora de conciencia de su rol de género. En Venezuela, la mujer es parte de la idea tradicional que se tiene de ella, pero también de todo una serie de prejuicios que construyen una imagen sobre sí misma incompleta. La mujer que desempeña un rol circunstancial en la sociedad y que aun así, no disfruta del reconocimiento integral a su inteligencia, el valor de lo que crea y lo que resulta más preocupante, lo que comprendemos como parte de esa imagen de la mujer que se hereda de generación en generación. Un legado histórico insustancial.
Mi experiencia no es única. A las mujeres se les dice muchas veces que “no” a lo largo de su vida. Un “no” certero, que se levanta como una muralla a su alrededor. El “no” que la convierte en parte de una imagen sobre ella misma con la que debe lidiar aunque no lo desee y muchas veces, no comprende bien. El “no” que comienza desde el mismo momento en que se le indica cómo debe lucir, pensar, sentir, incluso sentir placer. Nuestra sociedad tiene una especial preocupación por negar, limitar, restringir, discriminar y regular el comportamiento de una mujer. Una obsesión además, que trasciende la mera tradición y se transforma en ley y deber. Porque una mujer, para la cultura machista, es un objeto. Una anécdota histórica. Una pieza que debe encajar en un complicado juego de poder que la mayoría de las veces comenzó antes de su nacimiento.
Puede parecer dramático. Exagerado. Radical. Y lo es hasta que lo vives día a día. Desde la niñez, a la mujer se le recuerda que su identidad, su cuerpo e incluso su individualidad pertenecen a algo más grande que ella misma. A una sociedad que asume que puede decidir mejor de lo que podría hacerlo, cada aspecto de su vida. Una niña “no” puede correr como los niños, ni jugar de la misma manera, ni aspirar las mismas cosas. Una niña debe tener miedo — otra forma de negación a su identidad — , a diario y por todos los motivos. Cuidado con lo que haces, con lo que piensas, con lo que dices. Cuidado con el largo de la falda, con la piel descubierta. Cuidado con la forma como te miran, cómo te estigmatizan. Las niñas siempre deben ser todas decoro y amabilidad. Una niña sabe bien pronto que es distinta al niño de su misma edad. Aunque no sepa por qué, aunque nadie se lo explique, soporta desde muy pequeña esa conciencia. Esa notoria retahíla de órdenes, de angustias privadas y pequeños dolores que la sociedad en que nació le endilga sin otro motivo que el peso histórico. Una niña se hace mujer sabiendo que hay una frontera entre lo que aspira y lo que debe, lo que necesita y lo que obtendrá, lo que le inquieta y el posible consuelo que recibirá.
La diferencia no acaba allí ni tampoco, los interminables “no” que debe soportar. Una mujer nunca deja de escucharlos, en realidad. Crece para saber que debe ser precavida, que debe temer las miradas ajenas. La lujuria del desconocido, la posesión del hombre con quien comparte la cama, la presión social sobre su cuerpo y su identidad. Una mujer atraviesa una extraña batalla por sus derechos, deberes, posibilidades. Una lucha que no termina nunca y que ocurre todos los días. Una noción que intenta arrebatarle responsabilidad, poder, autosuficiencia, independencia.
En ocasiones, ese empujón de conciencia, ese “no” amenazante y hasta violento, te desborda, te empuja, te intenta encerrar en límites difusos que nadie pidió y que por tanto, no debería obedecer. Terminas preguntándote con frecuencia que ocurre con el concepto de la feminidad en un mundo que lo menosprecia de origen. En una cultura donde la mujer parece siempre se subestima en favor de una interpretación histórica que se conserva a pesar de la evidencia. De lo obvio. De la inteligencia, la capacidad, el talento, la fortaleza. El problema se hace aún más grave cuando comprendes que la identidad de la mujer se ve sometida a toda una serie de reconstrucciones y presiones que sin duda provienen de esa noción sobre el sexo “débil”. La mujer que debe ser cuidada, protegida. La mujer frágil que debe ser aconsejada y cuya opinión debe interpretarse siempre a medias.
Y los “no” continúan, basados en esa premisa difusa. Los “no” que acompañan a niñas, adolescentes y mujeres en todos los ámbitos, situaciones, circunstancias, en las relaciones. En el ámbito personal y profesional. Un “No” para lo que aspiras. Un “No” para el techo de cristal con que tropiezas cuando menos lo esperas. Un “No” que abarca lo que puedes hacer con tu cuerpo o no, lo que puedes hacer con tu sexo o no. Un “No” para cómo puedes amar, desear, luchar. Un “no” que incluso quiere definir cómo te miras, como aprecias tu individualidad. Un “no” escrito desde el prejuicio y el temor. Un “No” que intenta — y la dolorosa verdad es que la mayoría de las veces lo logra — limitar a la mujer como individuo, como ciudadano, incluso como simple ser humano.
Pienso todo lo anterior mientras veo el video Poverty is Sexist (La pobreza es sexista) que forma parte de la más reciente campaña de la ONG “ONE” y con el que intenta denunciar el sexismo que sigue existiendo y es real, en buena parte de los países del mundo. No se trata de situaciones límites o extremas, sino el testimonio de cientos de mujeres que reciben a diario un “No” como una forma de discriminación, insulto, menoscabo a su capacidad y capacidad personal. Mujeres que han sido llamadas putas, fáciles, débiles, inferiores, locas, estúpidas. “No necesitas ser un niña en Uganda para entender lo que significa que no te dejen volver a la escuela porque tienes la regla”, explicó Megan Fox, directora creativa de ONE sobre la necesidad de no sólo de la campaña sino de iniciativas semejantes que debaten no sólo sobre la necesidad de la equidad sino también de una idea mucho más sutil: comprender a la mujer desde su complejidad y fuerza. Se trata de un mensaje que medita sobre la marginación, la periferia y el silencio en que un considerable número de mujeres viven en la actualidad. “No existe ningún lugar en el que las mujeres tengan las mismas oportunidades que los hombres, pero las mujeres que viven en las zonas más pobres del planeta son los más afectadas por la injusticia de la desigualdad de género”, se lee en su perfil de Facebook y la pequeña reflexión parece englobar cientos de ideas idénticas que apuntan a una sola percepción sobre el tema: basta de esa percepción cultural que subestima a la mujer, que intenta aplastarla bajo siglos de historia distorsionada que continúan presionando su identidad.
Según la página web de la organización, a 130 millones de niñas se le niegan sus derechos básicos. Son mujeres de futuro que aprenden los “no” insistentes y destructores muy pronto “Si el número de niñas que no pueden ir a la escuela constituyera un país — explica el site — sería el décimo más grande del planeta, por encima de Japón o Alemania”. Una cifra que no sólo es algo más que una estadística incómoda de las que pocas veces se debate sino además, una visión sobre una generación de mujeres que debe lidiar aún con el peso de la discriminación, de ese sufrimiento histórico que sigue siendo parte de la cultura de buena parte de los países del mundo. Un gran “no” que aún forma parte de esa percepción distorsionada sobre la mujer y lo femenino que se impone casi como una obligación social.
¿Una idea exagerada? No lo es tanto cuando el prejuicio parece provenir de una raíz muy profunda y sutil de la sociedad. Cuando desde muy pequeña te recuerdan en todas las oportunidades posibles que la “mujer es de la casa” y el “hombre de la calle”. Cuando la identidad femenina se define en epítetos: de la puta a la Santa, de la fácil a la decente, de la abnegada a la loca. Siempre existe una palabra para definir nuestra visión del yo que lo limita y lo restringe. En nuestra sociedad, lo femenino no tiene un lugar claro, a pesar de los esfuerzos, triunfos y conquistas. La mujer — su lugar en la historia — siempre estará a medio construir, creándose a partir de pedazos y trozos de herencias históricas poco claras y la mayoría de las veces deudoras directas de prejuicios y limitaciones de género. Una visión brumosa sobre quién es la mujer como parte elemental de la cultura y más allá, como figura creadora dentro de esa interpretación de la sociedad constructiva. Y por supuesto, siempre enfrentándose a los “no” consecutivos, castrantes y devastadores que debe soportar cada día de su vida.
No lo dudo: La mujer ha recuperado gradualmente su nombre y lugar en la historia. O mejor dicho, se construyó uno a su medida, en todo caso. Eso nadie lo duda: luego de años de invisibilidad y sobre todo de menosprecio de una sociedad que hasta hace menos de dos siglos debatía sobre la existencia del alma femenina y su racionalidad, la mujer ha logrado construir un concepto a la medida de sus aspiraciones. Continúa en la lucha por la aceptación de la diferencia, por esa igualdad que presuma que somos parte de una idea mucho más amplia que lo que la sociedad asume la mujer puede ser. Lo femenino más allá de la tradición histórica que exige, de la herencia de género que se asume como inevitable, es una manifestación de una idea mucho más profunda que un elemento estético, biológico o incluso espiritual. Es una manera de crear, y sobre todo, de concebir la individualidad –como una manera de construir una impronta personal.
Comment (1)
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Hola buenas noches, muchas de tus palabras las he tenido atascadas y desordenadas entre la cabeza y el pecho, gracias por ayudarme a darles orden para que fluyan en defensa de mi y mi género, le leeré este este escrito a mis dos hijas, además de difundirlo, gracias.