Hace unos días, leí un testimonio de una mujer que terminó en la sala de emergencias de una institución hospitalaria luego de ser agredida sexualmente por su pareja. El ataque le costó dos costillas rotas y una contusión cerebral a la que sobrevivió de “milagro” según palabras del médico que le atendió. La espeluznante crónica de lo que vivió se alarga en detalles escalofriantes: la forma como el hombre la ató a la cama matrimonial o como le cortó el cabello cuando ella comenzó a gritar de puro miedo. Sin embargo, lo más temible de la historia es un detalle tácito: No era la primera vez que sufría violencia, ni tampoco la segunda. Según explicó al periodista que la entrevistaba, fueron tantas las sufrió durante veinte años de matrimonio “que dejó de contarlas para no seguir preocupándose”.
— ¿Y por qué no se fue de su casa? ¿Por qué no lo denunció? — preguntó el periodista.
— Porque nadie me hacía caso. Ni mi familia ni tampoco la policía. Una vez denuncié y se rieron de mí. Me dijeron que todo lo que estaba pasando era algo “de intimidad entre familia”.
Me provocó un escalofrío la respuesta. Por cierta, por describir la situación de millones de mujeres en Venezuela y en Latinoamérica. Quizás en el mundo. Por dejar muy claro que en nuestra cultura, el maltrato de género aún sigue siendo normalizado y menospreciado, como si el golpe que se propina contra una mujer siempre tuviera una justificación e incluso, una forma de ocultarse. Pero más allá de eso, lo que me preocupó de lo que contaba la pequeña reseña — perdida entre tantas otras noticias del acontecer diario de un país convulso como el nuestro — fue el hecho que resume la actitud general que se tiene sobre la violencia que se infringe contra la mujer. La forma como se minimiza su impacto y sobre todo, se disimula su gravedad. Esa mirada indiferente hacia lo que es en realidad una cultura que sostiene la violencia contra la mujer y sus consecuencias.
La noticia fue publicada en un portal web de noticias. Me dediqué por horas a leer las numerosas respuestas que recibió, la forma como la mayoría de los lectores parecían mucho más preocupados por saber el motivo por el cual “una mujer puede merecer una paliza semejante” hasta la consabida frase que se pregunta en voz alta “que estaba haciendo la mujer para provocar al marido así”. Comentarios interminables, incontables que parecen mucho más preocupados por señalar que la víctima debió tener alguna responsabilidad en la violencia que sufrió, antes de condenarla. Una larga retahíla de disculpas al agresor con un único mensaje: la violencia contra la mujer siempre puede matizarse. La sociedad y la cultura la disculpan. No hay un grado absoluto para condenar el miedo, las heridas, la destrucción de la moral y la autoestima femenina. Siempre habrá la sospecha — leve y persistente — que pesa sobre el comportamiento de quien padece la violencia. El estigma de la culpabilidad tácita.
Por supuesto, no es para sorprenderse que la agresión y el ataque sexual a la mujer sea motivo de debate e incluso argumentación, antes de ser condenado como un ataque criminal o incluso, considerado directamente un delito. Por años, la cultura que promueve considerar a la víctima responsable de la violencia que sufre, ha sido parte de la manera como se interpretan la violencia sexual en distintas partes del mundo y sobre todo, de crear una interpretación del tema ambiguo y peligrosamente cercano a la justificación. Más de una de vez, la cultura de la violación — que premia, promueve e incluso oculta las implicaciones de la violencia sexual contra las mujeres — parece sostenerse sobre esa visión del abuso sexual como aceptable o admisible, desde cierto punto de vista. O lo que resulta aún peor: una perspectiva donde la mujer puede provocar el ataque que sufre.
Hace tres años, un hombre que caminaba a unos pasos detrás de mí, extendió la mano y me tocó el trasero. Hablo que me sujetó una nalga y apretó hasta causarme dolor. Un gesto muy directo, que no pudo disimular a los transeúntes que nos rodeaban. Cuando me detuve y le grité, entre asustada y sorprendida, el hombre soltó una carcajada.
— Mija, acostúmbrate, estás en Venezuela.
Continué gritando y le señalé mientras se alejaba por la calle. Insistí en lo que había hecho, llamándole “abusador de mujeres” y “agresor”. Nadie me dedicó una sola mirada. La mayoría de quienes me escucharon se apresuraron a alejarse y a bajar la cabeza, avergonzados e incluso irritados por mi reacción. Finalmente, una mujer mayor se acercó, me tomó del brazo y me obligó a caminar unos metros más allá.
— Muchacha, siga pa’ dónde iba ¿Qué quiere usted? Nadie va a hacer nada — me dijo. Abrí la boca para contestar, me solté de su mano, la miré enfurecida. Ella sacudió la cabeza, interrumpiéndome con un gesto resignado — nadie va a hacer nada, yo que se lo digo.
La mujer se alejó calle arriba y me dejó a solas, mientras se confundía con el tumulto de mediodía que bajaba por la esquina. Me quedé allí, paralizada por la angustia y la impotencia, con la piel aún dolorida por el golpe que me había propinado el desconocido pero sobre todo, aturdida por el hecho que me encontraba sola en mitad de la situación. En medio de esa región blanca de indiferencia que parece definir las agresiones a la mujer. Por primera vez en mi vida, era muy consciente que un hombre podía agredirme como lo había hecho y que no ocurriría gran cosa. Que tal y como me había gritado el hombre, en Venezuela ser una mujer conlleva ciertos riesgos que se deben asumir. Y uno de ellos, es por supuesto, que tu cuerpo pueda ser amenazado, invadido y violentado por el hombre, bajo la mirada permisiva y resignada de la cultura. Una idea escalofriante, pero sobre todo inquietante que por años me atormentó.
Durante la última década, la violencia contra la mujer en Venezuela alcanza las cifras más altas de la historia reciente. Se calcula que 40% de las mujeres venezolanas han sido, son o serán víctimas de algún tipo de violencia. Es decir: 4 de cada 10 según de la ONG Cepaz. La estadística sólo refleja los datos del mundo entero, como un reflejo escalofriante. De pronto, parece más evidente que nunca que la tolerancia a las agresiones sexuales se ha hecho algo normal, se confunde con conceptos de control y poder que las invisibilizan de forma preocupante. Como si el contexto del machismo, la desigualdad de la sociedad y sobre todo, la insistencia en matizar la violencia contra la mujer convirtieran las agresiones sexuales en un elemento difuso, siempre debatible. La trivialización del acoso, la cosificación de la mujer y sobre todo la impunidad al momento de castigar una agresión sexual se transforman en otra forma de violencia. En una amenaza constante que toda mujer venezolana — y latinoamericana — debe soportar a diario.
Hablar de estadísticas sobre el abuso sexual hace parecer al delito que describe una idea brumosa, poco comprensible. Un hecho que ocurre en el anonimato. Pero se trata de una realidad con la que deben lidiar a diario un elevado porcentaje de mujeres. Como mi amiga Luisa (no es su nombre real) Hace doce años, un desconocido la violó y la mantuvo secuestrada por casi seis horas. Después la abandonó de madrugada semi desnuda y herida, en una avenida solitaria del oeste de Caracas, donde finalmente la policía la socorrió.
Luisa me suele decir que no recuerda exactamente lo que vivió. Que para ella, lo ocurrido es una sucesión de escenas medio borrosas que no logra ordenar y mucho menos comprender. Pero que si recuerda el miedo. Lo recuerda en cientos de maneras que es incapaz de consolar y que a pesar de años de terapia, no ha logrado superar. Sufre de agorafobia (terror a los espacios abiertos), paranoia y también un severo trastorno del pánico que no mejora incluso a pesar del estricto tratamiento médico que lleva para mejorar los síntomas. Para Luisa, el suceso es real a diario, le atormenta a toda hora, le abruma hasta lastimar su identidad, su manera de percibirse, su forma de mirar el mundo. Más de una vez, me ha repetido que para ella, la violación es un ataque no sólo a su cuerpo, sino a una idea esencial de sí misma que nunca logró recuperar del todo.
Recuerdo a Luisa — y su escalofriante historia — mientras veo la escena de una película que transmiten en un canal por cable: Una mujer con un vestido muy ajustado y prominente escote, corre por un callejón. Un hombre desconocido le persigue, gritando su nombre. Cuando ella resbala y cae al suelo, él se abalanza sobre ella, la abofetea e intenta contener sus frenéticos movimientos. Lo logra y entonces, ambos se miran en silencio. La escena parece cambiar de tono y sentido. Un primer plano los muestra a ambos, contemplándose entre jadeos entrecortados. La secuencia culmina con un apasionado y erótico beso. Me pregunto qué pensará Luisa al respecto, como interpretará la óptica del guión y la perspectiva de la película con respecto a lo que vivió.
Más allá, no dejo de pensar en todas las mujeres alrededor del mundo que han sido víctimas de la violencia física, sexual y emocional. Que la mayoría de las veces se responsabilizan por lo sucedido o que incluso, tienen la sensación se encuentran en una zona de grises donde su experiencia no parece encajar en ninguna parte. Las que se preguntan si conocer a su atacante hace menos absoluto el término violación o quienes simplemente se preguntan si tener miedo pero no tener los medios para enfrentarse a su pareja y evitar la relación sexual, también las convierte en víctimas. Un panorama difuso y sobre todo peligroso que parece extenderse en todas direcciones a partir de una idea esencial: ¿Por qué continúa considerándose que la violencia sexual es admisible?
La cultura de la violación minimiza el impacto de conceptos violentos y degradantes hacia la mujer y lo hace a través de todo tipo de mensajes que convierten la amenaza sexual en una idea corriente. Imágenes de mujeres convertidas en objetos sexuales, la percepción de la violación como parte del juego erótico y sexual, la insistencia de asumir la violencia de género como parte de las relaciones románticas son sólo algunas de las ideas que forman parte de un concepto convertido en amenaza. Hablamos de un panorama donde la interpretación sobre la sexualidad continúa siendo lo suficientemente misógina para preocupar y sobre todo, para hacernos cuestionar sobre en qué medida se comprende el peso real que tiene la cultura de la violación en la actualidad.
Según estadísticas recientes, el treinta y cinco por ciento de las mujeres de todo el mundo ha sufrido violencia física y/o sexual. El 67 % de esas agresiones fueron cometidas por su compañero sentimental. El 80% no se denuncian. Casi ninguna recibe atención jurídica y policial. Se trata de un panorama preocupante, de una percepción sobre la violencia peligrosa y muy cercana a la amenaza a la que toda mujer en el mundo probablemente se enfrentará alguna vez. Y es que no se trata sólo de la forma como la cultura percibe la violencia contra la mujer, sino la manera como el hombre y la mujer interpretan ese matiz tan inquietante sobre lo que la agresión puede ser e implicar. Un arma silenciosa que se empuña con más frecuencia de lo que se admite. Una visión distorsionada sobre la violencia real.