Hará unas semanas atrás, el periódico New York Times se preguntaba en voz alta, el motivo por el cual el movimiento #MeToo había tenido tan poca relevancia en Latinoamérica. En medio de la reflexión, quedaba al descubierto una noción sobre el machismo con la que toda mujer del continente se ha tropezado alguna vez: el hecho que para buena parte de nuestros países, la violencia de género es cosa normalizada. No se trata sólo de las abultadas y siempre creciente cifras de maltrato y feminicidio, sino además, la percepción insistente y dolorosa que para la cultura latina, la violencia es un rasgo que expresa masculinidad. Entre ambas cosas, la noción y percepción sobre la agresión sexual, emocional y física contra la mujer se ha convertido en una idea que ronda cierta percepción difusa sobre un tabú muy poco superado. Por lo que #MeToo, con toda su carga catártica y sobre todo, de liberación y poder hacia la víctima, continúa siendo percibida con desconfianza en una sociedad que acostumbra a justificar al agresor. Una visión sobre el maltrato y el abuso sexual que muchas veces, parecen formar parte de un sustrato complejo sobre el bien, el mal y la noción ética sobre los límites de la violencia.
Por eso motivo, no sorprende la polémica que ha surgido alrededor de las declaraciones de la actriz Karla Souza, quién hace unas semanas en entrevista con la periodista Carmen Aristegui, confesó haber sido violada por un director con el que trabajó años atrás. La confesión no sólo causó revuelo, sino que abrió la puerta para que otras mexicanas narraran a Aristegui historias parecidas, sobre todo el constante abuso sexual que la mayoría de las mujeres en el mundo del espectáculo, han sufrido en el ámbito y en medio de relaciones de poder muy específicas.
Desde las actrices Stephanie Sigman y Paola Núñez, hasta deportistas de la talla de Azul Almazán, y la conocida comediante Sofía Niño de Rivera, los testimonios se han multiplicado, reflejando una problemática compleja a la que un considerable número de mujeres deben enfrentarse a diario. No obstante, también demostró que el acoso y el abuso sexual son la puerta abierta a otro problema incluso más complejo, duro y complicado: la forma en que la sociedad juzga los testimonios de la víctima y en contraposición, justifica al agresor.
Se trata de una reacción que preocupa por su contundencia: mientras Souza admitía en cámara la durísima experiencia que tuvo que enfrentar — que incluyó sexo forzado con un hombre que la coaccionó para hacerlo — las redes sociales debatían una visión polarizada sobre el tema: desde el apoyo a la actriz hasta la crítica por su conducta e incluso preguntarse por qué había tardado tanto tiempo en denunciar. Una y otra vez, la constante parecía ser una percepción desconcertante sobre el hecho que la víctima tiene o lleva la mayor parte de la culpa en un delito de agresión sexual y que el agresor, puede ser justificado de manera ambivalente por una moral acomodaticia e hipócrita que justifica al agresor.
Por supuesto, se trata de un fenómeno común: el acoso y el abuso sexual siguen percibiéndose como crímenes matizado por cierta responsabilidad de la víctima, lo que provoca un cuestionamiento inmediato que tiene por único objetivo, minimizar el crimen en toda su magnitud. De pronto el hecho como se comportaba e incluso las condiciones incontrolables que rodeaban a la víctima, se convierten en razones suficientes para atacar su credibilidad y como si eso no fuera suficiente, incluso una circunstancia violenta que no debería aceptar atenuantes. Mientras Karla Souza trataba de enfrentar el dolor, la vergüenza y el miedo que supone admitir en voz alta su propia violación, tuvo que además enfrentar el juicio barato y cobarde de una numerosa cantidad de hombres y mujeres, para quienes una agresión sexual puede interpretarse desde una peligrosa ambigüedad moral.
Como si se tratara de una manera de otorgarle matices a la violencia obvia, el ataque al testimonio de la víctima demuestra que la percepción sobre la agresión sexual sigue siendo incompleta, la mayoría irresponsable y cuando no, sesgada por una serie de temores colectivos que intentan erosionar el concepto hasta hacerlo comprensible, quizás digerible. Nuestra sociedad no parece preparada del todo para lidiar contra la idea de la violencia sexual como una circunstancia que puede ocurrirle a cualquiera. Y tal vez la necesidad de limitar la percepción de la violencia a una idea comprensible, sea una forma de controlar y normalizar esa región oscura y amenazante del comportamiento humano.
Después de todo, la palabra “violación” se ha convertido en un sinónimo de dominación y poder, que reviste cierto atractivo sexual. Hace unas semanas, escuché en todas partes la frase que un reñido partido de baseball había terminado “en una gloriosa violación”. El dudoso juego de palabras, hacía referencia al arrollador triunfo de un equipo sobre su par, por un amplio marcador e incluso, algunas situaciones de violencia. Lo preocupante es que en todas las ocasiones en que la escuché, se usó en un indudable tono de celebración y triunfo, lo cual me provocó una vaga sensación de angustia que no pude disimular.
— ¡Estás exagerando! sólo se trata de una manera de expresar lo que ocurrió en el partido: un abuso — me recriminó un amigo cuando me comenté mi malestar por el uso de la palabra “violar” para demostrar júbilo o poder. Él pareció bastante extrañado que me sintiera ofendida e incluso preocupada por la selección del término — no se trata de celebrar una violación ni nada por el estilo, sino…
— Mencionas la palabra “violar” para demostrar el “poderío” de un equipo deportivo — le interrumpí — según entiendo, el número de anotaciones hizo a al ganador “poderoso” y sin duda, perpetró una “violación” contra su contrincante. Y eso lo celebras. ¿No es eso lo que me estás comentando?
— No. Sólo me refiero…
Tartamudeó mirándome incómodo. La idea pareció tomarle por sorpresa o cuando menos, resultarle lo suficientemente irritante como para tomarse un par de minutos para repasarla. Por último, se encogió de hombros.
— Creo que estás exagerando.
— No lo estoy, que consideres mi preocupación una exageración, sólo demuestra hasta qué punto se encuentra normalizada la palabra y lo que implica.
No se trata de una discusión sencilla y de hecho culminó como suelen hacerlo, todas las semejantes que sostengo con cierta frecuencia. Mi amigo pareció irritado por mi insistencia en el tema y yo bastante incómoda, preguntándome hasta qué punto somos conscientes, que asumimos que la violencia sexual se interpreta no como un crimen, sino un acto de poder sexual.
Se trata de una visión que se insiste tantas veces, que resulta agobiante: En una ocasión la actriz Jodie Foster confesó que cuando leyó por primera vez el guión de la película “The Accused” (Jonathan Kaplan -1988) en el que interpreta a una mujer que sufre una violación grupal, se horrorizó cuando descubrió que en el primer borrador, la agresión sexual se presentaba desde un cariz casi erótico. Foster luchó a brazo partido hasta que la escena se mostró en toda su crudeza y de hecho su actuación como la aterroriza víctima — más allá del canon cosmético de mujer desvalida y frágil — le valió el reconocimiento de la crítica y el premio Oscar de la Academia. Lo mismo podría decirse de la controversial y durísima escena de violación de la película “Irreversible” (Gaspar Noé — 2002) en la que el personaje de la actriz Mónica Bellucci sufre una espantosa agresión en tiempo real y en un angustioso plano secuencia que se extiende durante casi trece minutos.
Desde ambas percepciones, la violencia sexual se muestra desde toda su despiadada crudeza y rompe el paradigma de esa percepción cultural sobre el abuso y el acoso sexual como una muestra de lujuria o juego erótico. De hecho, Noé insistió en que la escena era crucial para demostrar que la violencia sexual es tan “descarnada e insoportable” como cualquier otro crimen. Tanto “Accused” como “Irreversible” fueron acusadas de exhibicionistas y de mostrar con excesivo detalle el abuso sexual que sufren sus personajes, como si la cultura popular fuera incapaz de asumir y analizar un hecho de violencia de tal envergadura sin las justificaciones habituales que suelen atenuarlas.
Por supuesto, más allá del mundo del cine, la situación es más compleja y dura. Hace un par de años, la noticia de la violación y estrangulamiento de dos niñas en la India, me encolerizó pero lamentablemente, no me sorprendió. Lo que si debió sorprenderme — pero tampoco lo hizo — fue la opinión de un legislador local que opinó en Rueda de Prensa que (y cito) “Algunas violaciones son correctas”. No me sorprendió esencialmente porque durante los últimos meses las noticias sobre violaciones y agresiones sexuales a mujeres en el país asiático, han estado salpicadas además, de lo que parece ser una visión social que menosprecia lo que ocurre y que además, lo convalida por cierta insistencia en el hecho que la mujer “pudo provocarlo”.
Inquieta y sobre todo indigna, que la apreciación no sólo sea parte de una opinión social — por otra parte, presumible en un país conocido por su machismo sino que se considere parte de una cultura que premia el maltrato y menosprecia la gravedad de lo que una agresión sexual significa para una mujer. No obstante, la noticia solo es una entre miles, una de las tantas que han saltado a la palestra pública desde que la situación general de la mujer en la India se hizo parte del panorama mundial.
Escucho el testimonio de Karla Souza y me pregunto cuántas mujeres ocultarán historias parecidas por miedo, por la inevitable culpabilización que sufrirán, cualquiera sea el medio y el motivo por el cual desean contar su experiencia. Cuantas personas normalizarán y menospreciarán la gravedad de un crimen de consecuencias demoledoras a nivel emocional y físico. Cuantas mujeres acosadas, violadas y víctimas de maltrato, decidirán no acudir a ningún organismo competente en busca de justicia por el temor de ser revictimizadas, maltratadas, violentadas por la ley y los funcionarios que las atacarán desde el prejuicio social y moral que envuelve a la violación. Cuantas mujeres decidirán asumir que provocaron de alguna manera la violencia que sufrieron, que pudieron detenerla o evitarla. De cuantas mujeres simplemente callarán porque no tienen otro remedio que hacerlo.
Se trata de un pensamiento inquietante y que no obstante, define mejor que cualquier otro el clima de desconfianza general que sufre la víctima que se enfrenta al sistema y la cultura que normaliza la violencia sexual. Un mal endémico que aún nuestra sociedad no combate con la suficiente firmeza y que continúa siendo una mirada inquietante hacia una región peligrosa de la psiquis colectiva.