Todas las máscaras del Miedo.

Todas las máscaras del Miedo.
marzo 16, 2019 Aglaia Berlutti

El día que escuché la sentencia a la llamada “Manada” de Pamplona (España) me encontraba en compañía de un grupo de amigos. La noticia saltó entre los comerciales del canal europeo en que se encontraba sintonizado el televisor colgado en la pared del salón. La noticia provocó un silencio absoluto y todo los que me rodeaban se volvieron a mirarme, entre preocupados y sorprendidos.  Todos saben que soy feminista, militante y que el tema del abuso sexual y la cultura de la violación ha sido una de las áreas de investigación a la que le he dedicado más tiempo.  De modo que supuse esperaban alguna respuesta de mi parte. Una aclaratoria de la confusa sentencia que hablaba sobre agresión, pero se negaba a admitir el hecho de la violencia sexual de manera directa.  No supe que decir. El cuerpo se me quedó rígido mientras intentaba ordenar las ideas confusas en mi mente.

— ¿No es violación? – dijo alguien, al cabo de varios segundos.
–¿Cómo no va a serlo? – respondió alguien más – la muchacha fue atacada entre cinco, golpeada. ¿Qué es, entonces?

La garganta se me cerró en un nudo de pura impotencia. El leve matiz de “abuso” sobre lo que a todas luces es una violación, dejó claro que la noción sobre la violencia contra la mujer sigue siendo un concepto en debate, nunca demasiado claro y lo que resulta más peligroso, relacionado con una percepción sobre lo interpretativo que convierte a la violencia en una excusa y a la víctima, en co responsable — en ocasiones, incluso culpable — de la agresión que sufrió. Por supuesto, no me sorprendió en absoluto que los Tribunales de Navarra consideraran que una mujer sometida por cinco hombres y violada durante casi una hora, fuera sólo víctima de “abuso” porque no “hubo resistencia evidente” a la agresión que sufría. No es la primera vez (no será la última, me temo) que la justicia convierte a la violación en crimen sujeto a interpretación, en el que el foco del cuestionamiento se encuentra sobre el comportamiento de la víctima y no en el del agresor. No será la última vez en que alguien insistirá que una violación debe ser evidente, notoria para ser admitida como un hecho de violencia. No será la última vez que alguien se mofe sobre la conducta de la víctima, que cuestione su moral, lucidez e incluso inteligencia para justificar un delito de una crueldad inquietante. No será la última vez tampoco, que la ley excuse al agresor a través de una mirada subjetiva sobre las leyes y la forma en que se aplican. Porque lamentablemente, lo ocurrido en España no es otra cosa que la continuación de una mirada complaciente sobre la violencia contra la mujer que parece estar en todas partes o mejor dicho, se encuentra tan normalizada que forma parte de una idea general que aterroriza por sus implicaciones. 

–Para la justicia Española, no lo es – respondo por último – según la sentencia, ellos abusaron de su fuerza, pero la víctima no opuso resistencia.

Silencio otra vez. Una de mis amigas volvió la cabeza y noté que tenía el rostro pálido, tenso. Hace doce años, un hombre le intentó violar en medio de un concierto al que asistió. Lo evito a gritos, arrojando piedras. Nadie le ayudó. Así que me pregunto en qué puede pensar ahora mismo, con el breve análisis sobre los límites de un hecho de violencia. No es un pensamiento cómodo, ni mucho menos sencillo de digerir. Sobre todo, cuando vives en Latinoamérica, continente en el que un machismo rampante forma parte de la cultura a un nivel tan complejo que, en ocasiones, se convierte en un todo amalgamado con lo que vives a diario, lo que comprendes como sociedad e incluso, la forma en que comprendes la psiquis colectiva, esa gran opinión general que te rodea en todas partes. Latinoamérica es el continente en el que aún preguntan en voz alta que ropa llevaba puesta una víctima de violación, si estaba en el “lugar equivocado”, si “hizo alguna cosa para provocar al violador”. En el que se asume con desconfianza que una mujer tenga libertad sexual y por el contrario, se le estigmatiza por demostrar su sexualidad como un atributo individual.

Este es el continente en que te llaman “puta” por hablar de sexo en voz alta, por tener más de una pareja sexual a lo largo de tu vida. Esta es la cultura que te presiona para asumir el matrimonio y la maternidad como una obligación. La que intenta moldear la personalidad y la identidad de la mujer desde una mirada temible basada en una tradición retrógrada. De manera que ser latinoamericana, te hace comprender la sentencia de Navarra desde una perspectiva aún más dolorosa, más agobiante, más temible. 

 — Lo que más asusta de todo el tema es saber que eso afirma lo que piensa la mayoría de los hombres sobre lo que ocurrió — dice mi amiga P. cuando hablamos sobre el tema — una mujer violada siempre tendrá “alguna responsabilidad” en lo que le ocurrió. Por imprudente, por audaz, por torpe. No es un hecho fortuito, mucho menos uno de violencia. Es un “error”. La sentencia no sólo lo afirma sino que lo deja muy claro: la víctima debe dar algunas explicaciones para ser considerada como tal. 

Hace doce años, mi amiga fue violada por el hombre con quién salía desde hacía más de tres años. Ya habían ocurrido otros episodios de violencia que ella juzgó “menores” y que perdonó por “amor” (por miedo, admite ahora). Una pelea a gritos que terminó con un empujón, una malentendido que acabó en un bofetón y un labio roto. Críticas sobre su aspecto físico, control sobre su comportamiento. La violencia pareció incrementarse de manera gradual, con tanta lentitud que cuando la violación ocurrió — en su propia cama, en un día cualquiera — le llevó esfuerzos creer que algo semejante le había ocurrido. A pesar de la golpiza que recibió, la sangre que derramó, el dolor que le provocó la violencia de la agresión. Para P. se trató de otra escena, otra de tantas, en una relación difícil. En una situación compleja de la que no podía escapar con facilidad. 

Le llevó tres años y finalmente, una paliza tan violenta que la envió a urgencias en una clínica de Caracas, comprender que lo que vivía era un cuadro de violencia machista. Años después, cuando habla del tema, el rostro se le queda tenso, abrumado y angustiado. Me habla de la sensación de haber permanecido aplastada por una noción sobre la violencia tan absurda como distorsionada. El miedo de simplemente haber perdido la capacidad para comprender los límites del miedo. “Creí que el maltrato era parte de cualquier relación. Que hasta cierto punto, todos los hombres son violentos y que soportar algunas escenas violentas, es parte de la vida de cualquier mujer” me dijo la primera vez que hablamos sobre el tema, dos años después que todo acabó “lo creí de manera tan ingenua que realmente todavía, hay una parte de mí que considera que fui débil, que simplemente no pude manejar lo que ocurría. Que lo provoqué”.

Han transcurrido casi siete años desde esa conversación. Miro a P. y la recuerdo, aterrorizada y frágil, lidiando no sólo con las secuelas de la violencia sino con la presión de una sociedad empeñada en empequeñecer su sufrimiento, en convertirlo en parte de un secreto a voces que lleva el sello confuso de lo doméstico. Ahora P. es una mujer firme, curtida por su sufrimiento y el de otros, que lidera una organización privada que intenta ayudar a mujeres en situaciones semejantes a la suya. “A las invisibles” me explicó una vez. “Porque a las mujeres que no entran en el canon de la violencia como se supone que debe ser, nadie las mira. Las esposas violadas, las novias maltratadas, las hijas que soportar violencia de padres y familiares desde que tienen uso de razón. Ellas no entran en ninguna estadística. No forman parte de ningún estudio. Ellas son las que me interesan”. Ese es un pensamiento duro de asimilar, me digo en todas las ocasiones en que la escucho hablar sobre las mujeres que llegan a su pequeña oficina en el Este de la ciudad, temblando de miedo, incapaces de creer que sus esposos, novio, concubinos, padres e incluso hijos son maltratadores. Las mujeres invisibles, las que nadie nota, a las que nadie le importa. 

 — A esa niña de Pamplona, la invisibilizan — dice enfurecida, cuando leemos el texto completo de la sentencia — ella no es la víctima que se supone debió ser. No tiene cicatrices, heridas, huesos rotos. Cometió el “desatino” de intentar continuar su vida. Ese es el tipo de mujer que la Cultura de la Violación condena, la que convierte en víctima propiciatoria. 

Una idea dolorosa que la sentencia española deja muy claro. Según uno de los jueces (que incluso abogó por la absolución de los acusados), aunque se demostró que la víctima había sido sometida bajo el uso de la fuerza, no parecía “incómoda, padecer sufrimiento alguno” durante la agresión. Todo lo anterior, después de ver fragmentos de los videos grabados por los acusados que mostraban a la víctima con los ojos cerrados y “actitud neutra” mientras era violada por un grupo de cinco hombres que le doblaban en edad y fuerza física. Pero para el juez, una mujer violada debe parecerlo o al menos, eso sugiere su declaración. Y también, el punto de vista de un considerable número de personas, que asumieron que la sentencia era “necesaria” para demostrar “el imperio de la ley” y además, que toda jurisprudencia es “objetiva”. Tampoco nada que me sorprenda: la mayor parte de los países del mundo, asumen la violación como un crimen que admite matices, que puede analizarse desde diferentes puntos de vista, en la que la víctima tiene una “carga de responsabilidad” que excusa al agresor. Se trata de una idea que resulta dolorosa por lo retorcida que puede ser, por construir una matriz de opinión que abarca el consentimiento como una idea menor dentro de algo mucho más amplio, peligroso. Una amenaza insistente que la mujer debe soportar en todo ámbito y que sufre durante la mayor parte de su vida.

 — Un hombre jamás entenderá lo que significa siempre tener miedo — dice P. con un suspiro cansado — lo que significa que la cultura asuma que el riesgo de la violencia es real, que puede ocurrirte y que con toda seguridad, tendrás que enfrentarte a una situación tarde o temprano. 

Recuerdo ese comentario más tarde, mientras camino de regreso al lugar en el que vivo, atravesando calles y avenidas solitarias. La Caracas desolada de las últimas horas de la tarde, con su aspecto de tierra arrasada. Camino a solas, con el cuerpo rígido de genuino miedo, el morral apretado contra las caderas, un puñado de llaves entre los dedos por si debo defenderme de algún desconocido. ¿Los hombres conocen este miedo? me pregunto con toda inocencia. ¿Saben como es el temor de mirar en todas direcciones mientras caminas, no sea que un extraño te siga los pasos o alguno te espere en la oscuridad de algún lugar inesperado? ¿Algún hombre comprenderá el sobresalto que producen las miradas lascivas, los piropos subidos de tono, los comentarios libidinosos que dedican a las mujeres con las que se tropiezan? ¿Algún hombre habrá sentido el escalofrío de temor que produce encontrar un hombre desconocido en un lugar potencialmente peligroso? ¿El terror que produce la mera posibilidad de ser herida? 

Mientras camino, mi mente sigue obsesionada con la sentencia de la Manada. Abuso pero no violación. En otras palabras, la víctima fue obligada a mantener relaciones sexuales con el grupo, pero si el uso de la fuerza. Todo, porque la chica no se resistió en apariencia. No gritó, no sacudió los brazos, no pidió ayuda. Miro a mi alrededor. Hay varias calles con iluminación deficiente que se abren a un lado de la avenida por la que camino. Grupos de desconocidos conversan en entre risas bajo las farolas eléctricas. En apariencia, hombres corrientes. ¿Eso fue lo que pensó la víctima cuando los tres desconocidos se acercaron a ella? ¿Miró a su alrededor y notó que estaba sola, en mitad de una calle que no conocía en una ciudad que visitaba por primera vez? ¿Qué aquel trío de tipos sonrientes eran inofensivos? Amables, hombres cualquiera, de los que te tropiezas por pura casualidad. ¿Pensó en lo que ocurriría después? ¿Tuvo el miedo inmediato, inevitable de la sospecha que acompaña a la mujer a todas partes? ¿Se dijo a sí misma que quizás exageraba? ¿Qué no todos los hombres son violadores? ¿Que no todos…?

Sigo caminando, tan rápido que ya casi voy a la carrera cuando llego a la reja privada de mi edificio. La respiración agitada, las manos torpes. Se me caen las llaves una vez. Luego otra, cuando finalmente logro abrir la cerradura, la cierro a mi espalda y me quedo allí, pensando en la oscuridad de la calle, en los desconocidos que me miran, en la muchacha de Pamplona, que cometió el “error” — porque así le denominan — de confiar. Y siento el miedo otra vez, esa sensación abrumadora y hórrida, helada y virulenta que atraviesa mi mente para recordarme que una mujer no está segura en ninguna parte, que siempre parece encontrarse al borde de una tragedia oscura, sin nombre y sin voz. Un escalofrío perenne sin explicación. 

La cultura de la violación está en todas partes, eso nadie lo duda. O al menos, la cuestión ya no parece estar en debate constante, aunque mucha gente sigue considerando el término exagerado, dramático e incluso contraproducente. Una vez, una lectora criticó uno de mis artículos por usar el término “No existe la cultura de algo semejante, existe una idea persistente que somos víctimas”. Recuerdo haberla leído, mientras miraba una enorme valla publicitaria de Gucci en la que un grupo de modelos sometían a una mujer semi desnuda sobre el suelo. O encontrar portadas de revista y periódicos, repletas de cuerpos de mujeres sin rostros convertidos en menos “objetos”.

¿Qué queremos decir cuando usamos el término “cultura de la violación”? Describe a una percepción social que menosprecia, bromea e incluso parece tolerar la violación y el asalto sexual. La misma cultura que sostiene la noción que la mujer “pudo provocar” una violación por su comportamiento o que insiste en la palabra “provocación” para señalar una especie de culpabilidad inquietante y misteriosa dentro de la concepción del abuso sexual. Describe a una cultura que normaliza la violación de una manera tan directa que la víctima termina llevando a cuestas la noción de la culpa. Esa percepción implícita o explícita que algo en su comportamiento, aspecto físico o incluso, su mera identidad pudo provocar la agresión que sufrió. Una cultura que además deshumaniza a las mujeres, las convierte en meras fantasías masculinas, en idealizaciones sexualizadas que las despojan de toda individualidad y poder. 

Pienso en esa distorsión cultural mientras leo los comentarios sobre la sentencia de Navarra, que insiste en que dejar entrever que “algo” en el comportamiento de la víctima — su inexperiencia, su poca prudencia, que estuviera ebria, la forma como estaba vestida — desencadenó la agresión que padeció. No parece importar demasiado que el grupo entero proclamara vía redes sociales y servicios de mensajería instantánea que estaba dispuesto a “violar a una mujer”. Que hablara de manera explícita sobre el uso de sustancias psicotrópicas para someter a una mujer, que ninguno pudiera recordar el momento en el cual la víctima consintió participar en un acto sexual violento. Mucho más resaltante para la sentencia — y quienes la apoyan — es que la víctima había bebido, que celebraba en medio de un jolgorio callejero, que se tropezó con tres hombres y aceptó caminar con ellos varias cuadras. Pero aún más terrible, es la certeza que para un considerable número de personas, la víctima pudo evitar lo ocurrido de haberse comportado de manera distinta. De haber gritado, de haber…¿Qué?

Recuerdo lo que he leído durante los últimos días sobre el caso, el hecho que la llamada “Manada” estaba decidida a encontrar una víctima. Pienso en el miedo insistente, en la percepción de la mujer objeto y víctima. Me provoca una profunda repulsión el mero pensamiento que esa noche en la ciudad, una mujer sería violada antes o después. Porque cinco hombres habían decidido hacerlo, porque no temían a las consecuencias. Porque sólo necesitaban encontrar a la víctima idónea en medio de la multitud. 

Sí, la cultura de la violación existe. La que propicia la violencia sexual al normalizarla. La que insiste en exigir a la mujer que tome “precauciones” para evitar ser violada. La que intenta estereotipar a la violación bajo una única mirada y un único concepto, como si la violación pudiera asumirse bajo un cierto canon, desconociendo los matices, las situaciones específicas. La cultura que continúa defendiendo ideas inquietantes como que “los hombres se comporten como hombres”, es decir, que es normal que no puedan / quieran controlar sus impulsos sexuales. La que insiste que si violan “de verdad” tu reacción tiene que ser siempre la misma (no se admite que algunas mujeres se avergüencen, otras huyan, otras denuncien, otras se callen…). Tal vez se deba a que una violación parece menos terrible, menos cercana, si podemos entender que ocurrió, si somos capaces de asumir que pudo haberse evitado, que no es un acto de violencia gratuita, cruel y sin sentido.

Por ese motivo, para mucha gente, una violación debe ser un hecho sin matices, directo y evidente: la violación solo ocurre si el caso es extremo y demostrable. Que no quede duda, pues, que la víctima fue maltratada, coaccionada, herida, violentada, aterrorizada. Solo así, la sociedad baja la cabeza, asiente con preocupación y murmura muy preocupada sobre lo salvaje del agresor, sobre el castigo que merece por haber cometido un crimen. Quizás por desconocer las numerosas posibilidades que supone un acto de violencia semejante, el ciudadano de a pie, siempre condenará una violación si puede asumirla como inevitable. ¿Pero que ocurre si la violación es algo más que una paliza y sexo forzado? ¿Que ocurre con las violaciones que no implican violencia física directa? ¿Qué pasa con las mujeres violadas que no gritan, que no pueden defenderse, sino que aceptan, aterrorizadas y sumisas, un hecho de violencia que las supera? ¿Existe un perfil que haga válida o creíble una violación? ¿Cuando la violencia es menos o más directa? ¿Cuando el miedo es más destructor? ¿Qué ocurre con la mujer abusada por el esposo? ¿Qué pasa con la mujer que bebió y llevaba una falda corta? ¿Es menos violento y devastador el abuso sexual porque la mujer no gritó ni golpeó a su agresor? Es un pensamiento inquietante, porque asume la idea que existe violaciones “reales” y las que no lo son tanto. ¿Una cita que salió mal quizás? Las que la víctima soportó la violencia sexual por miedo, por angustia, por no tener otra posibilidad. La mujer que cree que es normal que el sexo sea violento, crudo. Las niñas que son obligadas a contraer matrimonio aún con muñecas en los brazos. ¿Es menos violento el sexo no consensuado si la víctima no puede o no sabe cómo defenderse? ¿es menos cruel una agresión sexual porque la víctima vestía de una manera específica? ¿A dónde conducen todas estas interpretaciones y justificaciones sobre la posibilidad de la violencia sexual? Un pensamiento inquietante, por donde se le mire.

Hace doce años, un desconocido violó a Luisa (no es su nombre real). La golpeó, la mantuvo secuestrada por casi seis horas y después la abandonó de madrugada semi desnuda y herida, en una avenida solitaria del Oeste de Caracas, donde finalmente la policía la socorrió. Luisa apenas recuerda lo que ocurrió pero el miedo permanece. Su vida se trastocó por completo: abandonó a su esposo, su trabajo y pasó más de cinco años, en medio de una crisis depresiva que la llevó a intentar suicidarse en al menos dos ocasiones. Finalmente, se recuperó o al menos, logró encontrar cierta estabilidad. Pero todavía despierta durante la noche entre gritos, tiene ataques de pánico en situaciones inesperadas, todavía es incapaz de mirar a un hombre a la cara. Todavía hay una parte de su mente y de su espíritu, rota, incapaz de recuperarse por completo. 

Cuando le pregunto a Luisa que piensa sobre la sentencia de Navarra, no me responde. Sé que quizás no debí haberlo hecho, que sin duda, la noción sobre el caso — todo lo que lo envuelve — es un doloroso recordatorio sobre lo que vivió y soportó. También noto que el tema de la violencia — no sólo la sexual — la supera, la deja sin argumentos, la sofoca. Finalmente suspira, cansada, el rostro tenso. Las manos apretadas en puños tensos sobre las rodillas. 

 — Sé lo que la víctima está viviendo — me dice por último —Lo sola, devastada, aplastada, destrozada que se siente. Atacada por todos lados. Cuando me ocurrió, mi padre lo primero que me preguntó fue “¿Qué hacía en la calle a esa hora?”. Nunca olvido esa pregunta. Estaba aterrorizada, el cuerpo dolorido, tan embotada de miedo…pero él parecía más interesado en saber que había hecho para “provocar” todo lo que ocurrió. La mayoría del tiempo, me siento disminuida y atacada por todos lados, como si debiera sentirme culpable por lo que viví y no asumirlo “como algo que puede ocurrir”. Me ha llevado muchísimo esfuerzo entender que para la cultura, que una mujer sea violada es un hecho que se admite. Uno de los riesgos que la mujer debe aceptar “ocurrirá”. Eso es lo que debe sufrir esa chica, a toda hora. Para siempre. 

Luisa se queda callada y no insisto en preguntar nada más. Lo que acaba de decir me provoca — ¿y como evitarlo? — un enorme temor. La mujer al margen de la sociedad, la mujer en medio de un debate intelectual que no termina de completarse jamás. ¿Por cuánto tiempo más deberemos analizar las ideas sobre la violencia contra la mujer desde ese punto de vista? ¿Enfrentar esa resistencia? No lo sé. Y esa sensación de incertidumbre — que me acompaña a a todas partes, que me aplasta un poco — es peor que cualquier otra cosa.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

Comments (2)

  1. Charlotte Von T. 6 años ago

    Woou! He quedado con el corazón en la mano con tu artículo. Fuerte, lo sentí hasta en la última palabra.
    Te lo agradezco.

  2. Jackeline Vanessa Perilla 6 años ago

    Extraordinariamente escrito y explicado… Gracias por compartirlo.

    Estoy de acuerdo contigo que hay un discurso cultural que admite la violación como algo que bueno.. «que pasa» que las mujeres provocan, y que no es para tanto… Y si es así con la violencia sexual, otras violencias como la violencia económica, son más que «naturales» y por tanto, no solo aceptables, sino que «así es»… implicando que así ha sido siempre y así debe ser.

    Creo que vivimos un extraordinario momento para impactar en nuestro entorno y compartir con otras mujeres esta vivencia común, vamos descubriendo que no estamos ni solas ni «locas» por tener estas experiencias y experimentar emociones que no son «histéricas» sino más que comprensibles.

    También es un excelente momento humano para compartir con los hombres como vemos las cosas… y captar su atención, ser comprendidas y no descalificadas. Hoy, mas que en cualquier época anterior, las condiciones están dadas para ello. Y por eso es tan valioso que compartas (que buenaaa pluma tienes!) tu visión, nos motivas a compartir también nuestras experiencias no solo en foros sino en la cotidianidad.

    Leyendo tu escrito pienso que conozco muchisimos casos de mujeres que se saben o se han sentido descalificadas, demeritadas, acosadas y si, incluso agredidas; fundamentalmente por su condición de mujeres. Todas tomamos precauciones, vivimos precavidas! y aún así muchas somos atacadas. Cada día.

    Creo que sí, el cambio cultural es fundamental; sí, se está construyendo; y también creo que las mujeres debemos aprender a defendernos. Es importante el cambio que viene del reconocimiento humano y legal de nuestra condición de personas iguales. Es el paso elemental formarnos, expresarnos, dialogar, demostrar, pedir, exigir, apoyar. Pero debe ser un paso igualmente importante desarrollar la capacidad de defender nuestros intereses con los medios requeridos.

    Ya avanzamos con la búsqueda de protección legal. La denuncia, la protección y acompañamiento legal. Pero para quien no respeta eso… Grupos como la manada, como el caso Nido.org que promueve el ataque físico, nos alertan que un derecho fundamental del que debemos empoderarnos las mujeres (y que en el caso de los hombres ni siquiera se cuestiona como legítimo) es el derecho a la legítima defensa física-corporal, cuando el ataque es físico-corporal. El derecho a defender nuestra vida y nuestra integridad física.

    Si tenemos temor de ser atacadas, si conocemos casos, si sabemos que somos vulnerables… debemos darnos el permiso de practicar el autocuidado. Uno suficiente, preventivo. No solo para sobrevivir como víctimas, sino para defendernos con esperanzas de efectividad, si nos vemos en la necesidad de hacerlo. No lo había pensado nunca, pero es mi conclusión de tu escrito y mi experiencia sintiendo el miedo como todas las demás.

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