En una ocasión, mi abuela me contó que lo peor que podía ocurrirle a una mujer de su época era embarazarse fuera del matrimonio. Que se trataba de no solo de una afrenta familiar sino un estigma que debía llevar a cuestas cada día de su vida. Tan grave, tan preocupante, tan doloroso que provocaba no solo un sufrimiento interminable para la mujer, sino también para el hijo, que debería vagar por el mundo llevando su bastardía como una maldición invisible. Claro está, hablamos de un país machista como el nuestro, hace más de sesenta años, con una moral provinciana y un enorme prejuicio contra la mujer que tomaba decisiones fuera de la norma sobre su cuerpo o su capacidad para concebir. Con todo, las explicaciones de mi abuela me parecieron desproporcionadas, incluso melodramáticas y así se lo dije. ¿Todo esto por concebir un bebé fuera del matrimonio? Recuerdo que me dedicó una mirada entre humorística y preocupada.
— Para una mujer de tu generación es impensable que todos a tu alrededor tuvieran el derecho a opinar sobre tu futuro, estado civil o tu cuerpo, pero eso era lo que ocurría — me dijo — para cualquier mujer de mi época, había un plan que seguir y cumplir. Había una obligación que cumplir.
Mi abuela tenía razón, para una mujer contemporánea, esa idea parece inconcebible…hasta que descubres que se sigue repitiendo a niveles mucho más sutiles, pero igualmente duros de sobrellevar. Porque nuestra cultura sigue no solo obsesionada con el comportamiento femenino sino también con lo que parece ser una línea muy específica que divide el deber ser social y lo que una mujer puede aspirar para sí misma. Hablar sobre lo femenino — lo que es, lo que no es o lo que debería ser — en esta época no es sencillo. Por supuesto, la ventaja es que ahora todo lo referente al universo de la mujer existe, puede crearse como concepto, identidad, incluso disfrutarse como idea personal.
Durante siglos, la mujer no existió. Fue una especie de rostro anónimo social que gravitaba en sus deberes orgánicos y el rol social lapidario: era la madre silenciosa junto al fogón, la que cuidaba a los niños, la que sostenía el hogar. La hija que aprendía cómo “ser una buena mujer”. La joven esposa asustada y preocupada de “complacer”. Más tarde, la madre y el ciclo parecía extenderse de manera infinita, ordenarse en una especie de cadena de producción social donde la mujer acababa transformándose en una identidad borrosa, inexistente, utilitaria.
Hace unas cuantas décadas atrás, las mujeres no teníamos demasiadas opciones. La biología imperaba. De manera que la decisión era obvia: o eras esposa y madre, o no eras mujer. Un concepto desconcertante y duro con el que muchas mujeres en el pasado tuvieron que lidiar para sobrevivir y con el que las actuales se tropiezan de vez en cuando. Esa noción de la feminidad asociada a tu capacidad para concebir, para formar pareja e incluso ideas tan abstractas como tu aspecto físico y comportamiento. ¿Quién es la mujer actual? ¿Contra qué debe luchar? Son preguntas frecuentes más relacionadas con el tema de la mujer como individuo que pocas se hacen en voz alta, pero que afectan de manera silenciosa, persistente y en ocasiones incluso peligrosas.
Claro está, con el transcurrir de las décadas, las luchas sociales permitieron a la mujer obtener autonomía personal, política y cultural. En esta época, toda mujer tiene la potestad de decidir. Lo que quiera, lo que desea, lo que construye. Tu útero no te define, tampoco tus emociones. Puedes ser madre sin dejar de tener aspiraciones, puedes ser esposa sin perder individualidad. Puedes ser fuerte y aun así sensible. Puedes ser, en resumen, lo que quieras. Pero aun así, la insistencia en controlar el comportamiento de la mujer continúa siendo motivo de discusión. En la mayoría de los países de Latinoamérica, la maternidad se sigue considerando ineludible. En muchos países de Asia, las niñas de doce años o incluso menos son entregadas en matrimonio a hombres que les triplican la edad. Se insiste en sujetar la identidad femenina a una idea tan vieja como retorcida: la de estar supeditada a las expectativas sociales y culturales primitivas.
De manera que sí, la mujer moderna tiene opciones. Y ninguna de ellas define su feminidad. La feminidad es sin duda esa manera esencial en que una mujer comprende el mundo, su entorno, su realidad.
Tenía nueve años cuando uno de mis primos mayores me dijo que “ser niña era aburrido”. Lo dijo, luego que mi tío me prohibiera encaramarme en el árbol de mango de la casa de mi abuela, junto el resto de la muchachada familiar que corría de un lado a otro. Me quedé de pie entre frustrada y enfurecida, sin saber qué había de mal en mí para que mientras todos mis primos se divertían, yo tuviera que quedarme en pie, solo mirándolos. Supuse que se debía a esa condición sine qua non, misteriosa y todavía abstracta, de “ser niña”.
Por supuesto, me subí al árbol. A escondidas y luego de una aparatosa caída. Pero aun así, logré llegar hasta la rama más alta y extender los brazos para abrazar el cielo muy azul del diciembre caraqueño. Me quedé colgada de las manos, con los pies en punta sobre un nudo de la vieja madera del tronco, fascinada con la sensación de triunfo que me produjo el simple acto de hacer justo lo que habían prohibido. Un pequeño acto de rebeldía contra lo que se suponía no podía hacer por una cuestión más vieja y misteriosa de la que podía comprender con menos de una década de vida. Me pregunté, allí arriba, lejos de los gritos de mi tío y fuera de alcance de sus regaños, el motivo por el cual alguien podía pensar que no podía hacer alguna cosa –en ese abanico de posibilidades que la vida de la infancia ofrece — solo por ser quien era. Solo por nacer niña en lugar de niño. Fue la primera vez que tuve ese pensamiento. La primera de muchas veces en la que me cuestioné el origen de todos las pequeñas restricciones y dolores a las que me enfrentaría durante el resto de mi vida.
En la universidad, una de mis profesoras estaba obsesionada con el tema de la discriminación de género. “Obsesión”, así le llamaban algunos de mis compañeros e incluso uno que otro de sus colegas a su insistencia por hacer visible la discriminación, el prejuicio y el estigma de ser mujer en un país — continente — machista y misógino como el nuestro. La primera vez que la visité en su oficina, sonrió cuando le hablé de las habladurías y las bromas que pululaban en el campus a costa de su trabajo.
— Sucederá siempre — me dijo sin inmutarse — cuando contradices una idea general, lo siguiente que ocurre es una corriente de rechazo, miedo y violencia contra quien lo hace. Y con los derechos femeninos, no es distinto. Va a ocurrir cientos de veces, pasará en todas las oportunidades que trates de avanzar en contra de la corriente general que asume que el género es una razón suficiente para discriminar. Está bien que así sea. Eso quiere decir que hay mucho que hacer, mucho que trabajar, muchos espacios que alcanzar.
La profesora fue la primera que me mostró las escalofriantes cifras de asesinato y violencia de género en Venezuela. La primera que me explicó que el Código Civil venezolano — y otros tantos alrededor del mundo — no solo permitían asesinatos por “honor” contra la mujer, sino que buena parte de la sociedad los consideraba “justos”. Fue la primera que me habló del gueto ideológico y social de la mujer en cualquiera de los países de la América patriarcal en la que había nacido. Y no lo hizo desde la emoción, la crítica, el odio o el resentimiento. Para la profesora, el enfrentamiento de ideas era mucho más importante que cualquier otra cosa. Me mostró cifras, estadísticas, la realidad de la mujer y de la niña en la cultura donde nací en fórmulas y números. De pronto, la vieja anécdota de mi niñez — con toda su inocencia — tomó otro cariz, se hizo de pronto una realidad frágil que todas las mujeres del mundo debían enfrentar en un momento u otro de sus vidas.
— Ser una niña en un mundo masculino es quizás el proceso más duro de asimilación que nadie pueda sufrir nunca — me dijo en una ocasión la profesora — Niñas que son condenadas a la pobreza, la ignorancia y el maltrato por el mero hecho de serlo. Niñas condenadas a morir por el hecho del género. Niñas que crecen para ser esposas antes de la pubertad, para convertirse en madres antes de dejar ellas mismas la infancia. En un número preocupante de países, ser niña es una condena a un tipo de ostracismo social difícil de definir y comprender.
Me extendió la fotografía de una hermosa niña de piel negra en medio de un paraje desértico. Llevaba un vestido largo ajustado a su cuerpo delgado, sostenía un azadón de labriego. A su lado, un niño pequeño miraba la cámara con curiosidad. El parecido entre ambos me pareció doloroso.
— Madre e hija, sin nombres — me explicó mi profesora — en África es la norma que una niña contraiga matrimonio antes de los quince. Es madre antes que cualquier otra cosa en su vida. No conoce otras opciones. Eso y cuidar del marido.
Otra fotografía. Una niña de rasgos hindú lloraba contra el costado de una mujer de ojos tristes. La mujer tenía las manos abiertas sobre la falda, como si fuera incapaz de consolar a la niña a su lado. La profesora sacudió la cabeza, con los labios apretados.
— En muchas partes del mundo, las madres entregan a sus hijas en matrimonio siendo aún niñas muy pequeñas. Vivieron la misma experiencia y la consideran normal. Eso, a pesar del miedo, de la angustia, de los maltratos y sinsabores que pudieron haber sufrido.
Una niña de rostro redondo y bonito me mira desde un paisaje de cielos azules interminables. Lleva el flaco cuerpo envuelto en telas de colores, sostiene una cabra pequeña en los brazos abiertos. Tiene una rara expresión de cansancio que no corresponde a sus facciones pequeñas y dulces.
— La ablación es una costumbre que se lleva a cabo en la mayor parte de África e incluso Asia — la palabra me hace tener escalofríos. La imagen de la niña de pronto me angustia tanto que apenas puedo soportarlo — Se mutila los genitales de las niñas para asegurar la fertilidad de las tierras, que las granjas produzcan buenas cosechas. Pocos gobiernos toman nota, a casi ninguna organización le importa. Se le llama costumbre. Se le llama tradición. Pero en realidad es una agresión con la integridad de la mujer.
En la fotografía, reconozco de inmediato un barrio caraqueño. La larga hilera de ranchos sube y desborda los límites de la imagen. Una niña que aún no llega a la adolescencia sostiene un bebé. Una mujer de en apariencia unos pocos treinta años, le apoya la mano en el hombro.
— Ser madre cuando aún necesitas cuidados. Ser abuela incluso antes de haber cumplido la cuarta década de tu vida. Esa es la realidad latinoamericana — me dice la profesora. Suspira. Ser niña es una condena dura y complicada en la mayoría de los países del mundo. Una forma de ser ignorada, convertida en una víctima de un crimen social que no tiene nombre.
Nunca olvidé esa conversación. Creo que jamás dejé de pensar del todo en los rostros de las niñas fotografiadas, en la sensación de aflicción y angustia que me produjo la realidad de lo que atraviesan un considerable número de niñas en múltiples lugares del mundo. Hablamos de culturas que aún consideran que tener una niña es un hecho vergonzoso. De países donde se abortan muchas más niñas que niños por el mero hecho de una peligrosa tradición de discriminación. Países donde no se considera necesario — importante o valioso — educar a las niñas de la misma forma con que se hace con los niños varones.
Continentes enteros donde la costumbre marca que la mujer debe ser aislada, maltratada de palabra y de hecho, recluida en una cárcel de valores y limitaciones morales brumosas y carentes de sentido. Conflictos bélicos donde las niñas son vendidas como objeto de comercio sexual. Enfrentamientos armados que siguen utilizando la violencia y el abuso de género como una retaliación ideológica.
De vez en cuando, recuerdo a la niña que fui, que se trepó un árbol para demostrar(se) que podía vencer una idea más vieja que ella misma. Que se cayó dos veces y aun así siguió saltando de rama en rama, hasta alcanzar la más vieja y robusta. Por supuesto, era muy pequeña para pensar en términos tan complejos, pero sí tenía bien claro que necesitaba encaramarme a la rama más alta del árbol del jardín, para triunfar sobre esa sensación de frustración y tristeza que la rara acusación de “ser niña” me había dejado.
Me pregunto cuántas niñas tienen el mismo impulso misterioso y definitivo de sobrellevar y vencer el prejuicio. De cuántas mujeres alrededor del mundo luchan por avanzar aún en contra de las ideas que intentan detenerlas. Y me gusta imaginar que son muchas, que somos una generación que asume su lugar y su poder bajo el crisol de la cultura. Aun así, queda mucho por hacer y por luchar. Por avanzar y crear una nueva forma de comprender el mundo. De asumir la necesidad de la equidad y la inclusión como parte de una mirada hacia el futuro. Una forma de celebrar la nueva identidad de la mujer en la historia.