Por Eloi Yagüe
Cien años antes de la firma del acta de Independencia, una mujer anónima se enfrentó, sola y desarmada, al poder colonial.
Mucho antes de los sucesos del 19 de abril de 1810 en la Capitanía General de Venezuela hubo actos, colectivos e individuales, que anticiparían la gesta libertadora. Entre los primeros se cuentan los numerosos alzamientos de esclavos que abandonaban las haciendas y se iban al monte, volviéndose cimarrones. Los narra muy bien el historiador Federico Brito Figueroa en su libro Las insurrecciones de los esclavos negros en la sociedad colonial venezolana.
Pero hubo también otras manifestaciones, pequeñas en apariencia pero muy significativas, como la que protagonizó una mujer anónima que pasó a la historia por haberse enfrentado, al representante de la corona cien años antes de la firma del acta de independencia.
Don José de Cañas y Merino se hizo cargo del gobierno de la provincia de Venezuela el 6 de julio de 1711, y se caracterizaría en sus años de mandato por ser uno de los más déspotas y crueles gobernadores que tuvo la ciudad de Caracas.
Al principio parecía interesado en la ciudad, y llevó adelante una que otra obra pública, en particular el puente sobre el Catuche a la altura de Romualda, en La Candelaria. Ésta ya era para la época una muy habitada parroquia, edificada mayormente por los isleños, quienes por ser devotos de esta virgen construyeron la iglesia que fue concluida en 1708. Por cierto, La Candelaria fue una de las primeras zonas invadidas por los “sin techo” de la época. Los peninsulares despreciaban a los canarios llamándolos despectivamente “blancos de orilla”, y ciertamente no permitían a los isleños, en su mayoría artesanos y comerciantes, ocupar las casas del centro de la ciudad –el llamado por Arístides Rojas “cuadrilátero histórico”- que estaban destinadas sólo a los principales, los mantuanos y descendientes de los fundadores.
Pero lo cierto es que para poder viajar hacia oriente, hacia los valles de Petare y de Guarenas, que era una de las rutas del cacao que se cultivaba en Barlovento, había que salvar las barrancas por donde discurrían las quebradas Catuche y Anauco y el mencionado puente contribuyó a la expansión hacia el este de la ciudad. Cañas y Merino también mandó rehacer el puente sobre el Caroata y empedrar algunas calles. Hasta aquí sus aportes a la ciudad. Sus desmanes fueron mayores, como veremos.
El harén del gobernador
El gobernador era de carácter violento y aficionado a las paradas militares, a las carreras de gallos, patos y gatos, a las que obligaba a los caraqueños a asistir. Un día de abril de 1714 mandó talar todos los árboles frutales, huertas y jardines de la ciudad, aduciendo que las matas producían enfermedades. Los frailes franciscanos intentaron oponerse a tan descabellada medida pero el gobernador amenazó con cortarles el agua.
Pero lo más temible de Cañas y Merino, apunta el cronista, era su afición por las mujeres y los métodos que empleaba para obtenerlas. No le importaba si eran solteras o casadas, cuando se antojaba de alguna la mandaba a buscar para supuestos “interrogatorios”, que podían durar varios días, durante los cuales el desdichado marido tenía que esconderse en una iglesia para pasar la vergüenza.
En La Guaira inventó hacer un juicio a un grupo de muchachas solteras diciéndoles que el Rey le había conferido la potestad de averiguar si eran vírgenes y castigar a las que no lo fueran. De esa manera las humilló en publicó y algunas nutrieron su harén particular. En efecto, Cañas y Merino tenía una cárcel de mujeres en las inmediaciones de su dormitorio. Cada cierto tiempo hacía leva en las casas particulares, llevándose a las muchachas que le apetecían sin aviso y sin protesto, y las retenía contra su voluntad el tiempo que le daba la gana, sin que nadie pudiera enfrentársele por cuanto tenía el ejército a su favor.
Una heroína anónima
Pero fue una mujer sola, desarmada y a pie quien se enfrentó al corrupto gobernador. Cuenta la historia que esta mujer, cuyo nombre no pasó a la historia como sí su valentía, era una madre soltera, lo cual en la época no era considerado sólo un pecado, desde el punto de vista religioso, sino un delito, desde el jurídico. Fue a dar a luz discretamente en La Vega, pero el gobernador se enteró, la siguió y la confrontó para saber quién era el padre. La amenazó –si no se lo decía- con llevarla a la ciudad atada a la cola de su caballo, y exponerla a la pública vergüenza.
La mujer se negó a confesar y le respondió: “Su majestad (refiriéndose al Rey de España) no lo ha mandado a estas tierras a deshonrar a sus vasallos, sino a gobernar la Provincia”.
Ante tal valentía, Cañas y Merino no supo qué decir. Una mujer anónima, a quien sin duda deberíamos considerar proceresa de la Independencia venezolana, se enfrentó sin miedo al representante del poder imperial y lo puso en su lugar. La defensa de su derecho como mujer de disponer de su vida libremente, sin dar explicaciones a nadie, se convirtió, tal vez sin ella proponérselo, en un acto político y un desafío al poder colonial pues era el Rey quien había firmado el nombramiento del gobernador.
El incidente se refiere en un informe que redactaron y firmaron algunos de los notables del momento, en el cual se relatan algunas de las atrocidades cometidas por el gobernador Cañas y Merino, quien además fue un notable corrupto, enriqueciéndose mediante el contrabando. Finalmente fue destituido y remitido a España donde, después de larga prisión, sería indultado. Al parecer murió en la miseria.