Lo confieso. Me reí mucho con todos los memes que surgieron a raíz del intento de ingreso de Katherine Harrington, nombrada Vice Fiscal por el Tribunal Supremo de Justicia en días recientes, y desconocida por la Fiscal General Luisa Ortega Díaz. La entrada a la fuerza al edificio de la Fiscalía, escondida en el maletero de un vehículo, el de la Fiscal 47 Narda Sanabria, asunto que le costó el puesto, fue inédita por decir lo menos. El asombroso acto produjo una satirización intensa e inmediata por parte de periodistas, analistas políticos, tuiteros y ciudadanos comunes que hicieron acopio de toda suerte de chistes asociados al acto, y también de improperios e insultos a “la Harrington”, como ha sido llamada.
Siendo que ella es una mujer, vino a mi mente el término “vergüenza ajena”, sobre todo por acordarme de un caso similar, el de Delcy Rodríguez, ex Canciller de Venezuela, intentando entrar a una reunión del Mercosur a la que no fue invitada y sacada por agentes de seguridad. También pienso en las rectoras del Consejo Nacional Electoral, llamadas “reptoras” por voceros de la oposición, al considerarlas manipuladoras de oficio y estar al servicio del Poder Ejecutivo. Pienso en María Corina Machado, llamada “la generala” por sus declaraciones a los medios sin guion de los partidos y excluida múltiples veces del cogollo decisorio (“conmigo no cuenten”). Pienso igualmente en Diosa Canales y Osmariel Villalobos, dos divas de la farándula, que llegan a ser trending topic por una pelea “de gatas”. En suma, pienso en todas aquellas que de una u otra manera son criticadas o ridiculizadas por sus acciones públicas “típicas de mujeres”, con el consabido “¿y así quieren Ustedes que más mujeres gobiernen?”
Vergüenza ajena es según el Diccionario de la Real Academia: “vergüenza que se siente por lo que hacen o dicen otros”. Tiffany Watt Smith en su libro “The book of Human Emotions” dice que la vergüenza ajena es una “humillación indirecta, normalmente hacia extraños” y lo califica de “tortura exquisita”, porque tiene la cualidad de que la persona que comete la falta no lo reconoce; o sea que para sentir vergüenza de los propios actos hay que tener un buen nivel de autoconsciencia (una valoración positiva o negativa del propio yo en relación con una serie de criterios acerca de lo que constituye una actuación adecuada en diversos ámbitos).
Es como un doble escarnio, y quien lo observa siente la vergüenza que el otro no tuvo en el momento: “la vergüenza ajena es un sentimiento paradójico. Por un lado, tiene una parte de burla y exclusión. Pero por otro lado, también tiene una parte de empatía, ya que nos estamos poniendo en la piel del otro. Estos impulsos aparentemente contradictorios apuntan a la importancia del grupo por encima del individuo, motivo que según algunos lingüistas ha llevado a los hispanoparlantes a darle nombre de ajena a esta emoción”, escribe la autora.
La empatía, o habilidad para ponerse en el lugar del otro, ha sido estudiada por las neurociencias en experimentos que demuestran que cuando otras personas contravienen normas sociales, en el cerebro del espectador se activan las mismas áreas que en momentos empáticos: la corteza insular y el córtex del cíngulo anterior. Estas dos regiones cerebrales son estructuras relacionadas con las emociones viscerales y la sensación de alerta, respectivamente. Es por ello que, nuestra respuesta emocional de vergüenza ajena depende de la propia habilidad de empatizar con los pensamientos y las intenciones ajenas. Algunos expertos señalan: “Cuando tienes vergüenza ajena, sientes empatía por alguien que pone en peligro su integridad al violar las normas sociales, se trata de una vergüenza empática”.
A las mujeres nos ha costado un mundo tener alguna forma de notoriedad en el espacio de lo público. Quizás muchas pensarán que actuando de formas extraordinarias conseguirán mantener el poder alcanzado, o la aprobación de otros grupos de poder, sobre todo de los hombres que lo detentan. Yo no dudo que, al momento de la entrada a lo caballo de Troya en la Fiscalía, Harrington haya sido alabada por sus grupos de apoyo, destacando su arrojo y gallardía, o por lo menos su persistencia para alcanzar su meta. Esta necesidad de tener aprobación del varón es estructural, es sistémica, es histórica, es la única forma como muchas puedan abrirse un camino. Como activistas feministas parte de nuestra lucha es hacer que más mujeres tomen conciencia de como las relaciones de poder están orquestadas en nuestra contra, y de esa forma parar comportamientos que nos ponen en el escarnio público.
En todo caso, mi vergüenza, lejos de ser ajena es propia, cuando se trata de las de mi género, sin importar sus tendencias ideológicas o sus creencias. Yo abogo y abogaré siempre por tener como mujeres, las mismas oportunidades que tienen los hombres, incluso el derecho a hacer el ridículo. Que sus actos sean cuestionables o no, es una discusión distinta, pero que ello sea motivo para que se concluya que por ser mujeres pasan a la categoría de locas e incompetentes, es lo que ninguna de nosotras debe alentar. Se trata de hacer un pacto de sororidad al que nos invitan Marcela Lagarde y Evangelina García Prince: si vez a una compañera caer muérdete la lengua, salvo que su acto atente contra la libertad de otras mujeres.
Cada vez que retuiteamos el meme, que le subimos el volumen al acto fallido, que hacemos eco de las burlas o chistes sobre cualquiera de las de nuestro género, estamos contribuyendo a reforzar el estereotipo de la incapacidad de las mujeres para tomar decisiones racionales y con ello nos cerramos las puertas para ser visibilizadas más por nuestras capacidades que por nuestros errores.
Artículo publicado en Efecto Cocuyo el 09 julio 2017