Por Iraní Acosta
Pasadas las seis de la tarde de este sábado 1 de abril, caminaba por la calle 100 Libertador del casco central de Maracaibo en busca de transporte para regresar a casa cuando el pregonar de un buhonero llamó mi atención: «¡Esto si está grande y grueso!», decía medio canta’o, «¡Llegó el Clap!», agregó.
Cuando volteo a mirar identifico a un hombre moreno, alto y fornido que acomodaba una pila de plátanos amarillos en su carretilla de madera.
Con una bolsa plástica abierta en su mano izquierda, listo para empacar la próxima venta volvió a erguir su cuerpo como lo hace un gallo para cantar y soltó el pregón, «¡Esto si está grande y grueso, llegó al Clap!. A mil quinientos, a mil quinientos. ¡Llegó el Clap!, este si es pa’l pueblo, a mil quinientos, a mil quinientos».
Relenticé mis pasos para escuchar y mirar más, intentando no desconcentrarme de mi objetivo principal que era encaramarme en un carrito, bus, chirrinchera o lo que fuera para volver a casa, pues ya habían pasado 15 minutos del último vehículo identificado con mi ruta que había visto, un granada modelo de un año anterior al de mi nacimiento con 7 personas abordo además del chofer, 3 adelante y 4 atrás. Siendo más de las seis, la noche está por llegar.
Mientras avanzaba noté que el platanero tenía varios clientes y clientas alrededor de su carretilla de madera escogiendo los plátanos que iban a comprar y una señora dice: «¿el clap? serán mis ganas», a lo que otro responde: «¡Sí mi Señora, estos plataneros si están organizados en comités y cooperativas que producen en nuestra región y distribuyen para el pueblo». Y agregó otra persona: «y con estos sí comemos todos los días».
Al lado del platanero habían dos carretilleros más, uno vendía yuca sin mucho esfuerzo, el platanero llamaba suficientemente la atención para que se detuviera la gente a comprar plátanos y aprovechara de sorprenderse de que tenía la yuca a 400 bolívares el kilo y se la llevara también.
El tercer carretillero si tenía que cantar, él vendía guayabas y pregonaba sin parar: ¡A mil quinientos, a mil quinientos, pa’l tetero ve!… me quiero ir y tengo que vender la ganancia pa’ poder entrar hoy a la casa, lleve guayaba a mil quinientos, a mil quinientos!.
Mientras observaba esta actividad comercial y de relacionamiento social noté que obstaculizaba mi camino una combi multicolor que tenía un cartel que la identificaba como parte de la ruta de Pomona. Estaba cargando pasajeros atravesada en una de las intesecciones sin que su conductor o pasajeros se dieran por enterados de que ESE semáforo SÍ funcionaba.
Con la puerta del lado del copiloto blanca, la puerta de atrás azul y el resto de la carrocería verde, esa combi parecía armada con pedazos de otras iguales.
En el puesto de alante iba sentada una mujer de unos 35 años, cara redonda, morena, con el cabello teñido de amarillo y que no paraba de reír a carcajadas. Cuando miro al interior de la camionetica veo y cuento a 11 personas abordo, otras 3 en proceso de abordaje y 2 señores esperando a ver donde iban a arreguindarse. Mientras tanto, un joven de unos 30 años que ya había subido y estaba parado encorvado en medio de quienes lograron sentarse, cantaba: «entren que caben 100, 50 para’os, 50 de pie, entren que caben 100». A un par de mujeres las tapaban las bolsas de quienes subían, alcancé a contarlas porque sacaban la cabeza para coger aire y respirar para poder reírse de aquella tragedia y pedir a los que faltaban por subir «¡apúrense!, Señor nos queremos ir!».
Intenté bordear por detrás la combi para seguir mi camino luego de testificar esa tragicomedia, mirando mi reloj y empezando a rezar para que no me tocaran similares condiciones para volver a casa, pues aunque no sería mi primera vez, la semana ya había sido larga y agotadora. Pero, oh sorpresa, no pude pasar, el cerro de basura no era normal, aunque si habitual en el centro, un lodo que es la mezcla de restos de verdura y frutas revuelto con cartón, plástico y arena, y su olor peculiar, plenaban el paso peatonal.
Busqué pasar por el frente de la camionetica entonces y el ensordecedor sonido de una corneta me alertó que estaba pasando por el medio de la vía principal, aunque el corneteo no era conmigo sino con otra camioneta, una ranchera más vieja que la combi que subía pasajeros hasta en el techo y la capota en medio de la calle.
Seguí mi camino intentando entender por qué los trabajadores del supermercado Centro 99 hace un rato me decían que no había mas harina P.A.N (harina de maiz precocida) ni margarina Mavesa mientras un hombre con un koala pagaba en efectivo la cuenta de varias mujeres mayores que entraban después que yo al supermercado y sí les vendían el producto. Él les pasaba unos billetes de 100 y les decía «esto es lo tuyo».
Mientras no me alcanzaban los pensamientos y la realidad para acordarme del golpe de estado, del Tribunal Supremo de Justicia, la Fiscal y la Asamblea Nacional, clamé al cielo por un puesto en un carro para llegar a mi casa; me negaba a pagar tres mil quinientos bolívares por un taxi para un recorrido de menos de 10 minutos, pues yo tengo que trabajar 8 horas al día para ganarme menos de eso.
Cuando llegaba al Centro de Artes de Maracaibo Lía Bermúdez, habiendo recorrido toda la Libertaador ví un fairlane que traía un puesto disponible y decía Haticos. Bendito sea Dios encontré un lugar para volver a casa ya siendo las 6:50 de este sábado.
Tres muchachas venían discutiendo sus ganancias del mes en la parte de atrás del carro mientras el chofer descubría que había un trancón por un reciente choque al frente de nuestro camino y le mentaba toda la generación a los involucrados y se cagaba en todos los representantes de gobierno responsabilizándolos por el cuarto choque que se calaba en el día por un «malpari’o y remardito» semáforo dañado, decía.
Las que venían atrás siguieron en su tema, y quienes veníamos en la parte delantera solo guardamos silencio sepulcral en aquel contexto.
Siete minutos después estaba llegando a mi casa para saltar un río de aguas blancas que corría por la ya bastante deteriorada avenida principal a causa de una tubería rota desde hace meses y que a pesar de los llamados a la hidrológica y la sequía y el niño que luego nos dejan sin agua 6 días y medio a la semana y sin luz 4 horas diarias, nadie a venido a reparar.
Con la sensación de estar a salvo y en casa me tumbé sobre la cama despues de saludar a mi madre y hermana y me dormí. Fueron 30 minutos de siesta imprescindibles para vivir.
Cuando desperté miré en mi teléfono algún whatsapp sobre el fulano golpe de estado y pensé: este colapso de institucionalidad y gobernabilidad se manifiesta en todas partes y de mil maneras, y la vida nos alcanza apenas para sobrevivir a ella.
Todos los días luchamos y seguimos intentando, a veces rezamos, otras reímos, de vez en cuando reclamamos, y al final dormimos con la esperanza de que al despertar sea distinto sintiéndonos presos y presas.
«Esto si está grande y grueso» me dije. Todos los días con nuestra acción o inacción sumamos algo a esta realidad nuestra, tan nuestra como el pasado, el ahora y el futuro que nos toca construir, ese es el reto, así de grande y grueso.
Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.
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Comment (1)
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Me fascinó tu texto, me sentí tan identificada en muchas escenas, la cotidianeidad nos atrapa con su caos.