La vanidad de un país cruel

La vanidad de un país cruel
julio 12, 2021 Aglaia Berlutti
feminismo

La escena comienza así: Un hombre calvo, de anteojos enormes y con un feo traje color ceniza, entra en un bonito restaurante muy concurrido. Lleva una rosa en la mano. Mira a su alrededor y de inmediato distingue a la mujer sentada sola en una mesa. Se emociona, ella es tan hermosa como la había imaginado. El cabello largo y castaño le cae sobre los hombros y lleva un vestido color lila. Tiene que ser ella, se dice. La contempla embobado, mientras ella mira a su alrededor con gesto coqueto. Es mucho más hermosa de lo que había supuesto, piensa entre avergonzado y un poco cohibido. Cientos de correos electrónicos y mensajes virtuales después, allí está la mujer que se le ha convertido en obsesión. Una roja roja, había dicho. Así lo reconoceremos. Se pregunta si lo está buscando, esperando que se acerque.

De pronto, ella repara en él. Parpadea. Se le sube el rubor a las mejillas. ¡Me ha reconocido! piensa el hombre. De manera que se acerca, con el pecho inflado de emoción. Se pasa la mano por la calva brillante, se ajusta los enormes anteojos de pasta. Con los ojos de la mente, repasa el viejo traje marrón un poco desgastado que escogió para llevar en la ocasión. Se ajusta la corbata roja que ella le pidió llevar. Todo parece ocurrir con una extraña lentitud. El corazón le late tan rápido que le lleva esfuerzos respirar.

Entonces ocurre algo muy raro: la mujer hace un movimiento brusco y arroja al suelo la rosa que estaba sobre la mesa. El hombre se detiene un momento, desconcertado. Es una rosa roja, como la suya. Sin saber qué pensar, se acerca finalmente a la mesa. La mujer inclina la cabeza y finge leer el menú que tiene entre las manos.

– ¿Eres Sofía? — pregunta el hombre. No puede ocultar la emoción en su voz. La mujer levanta el rostro y le dedica una mirada rápida y helada.

– No, no me llamo Sofia.

Inclina la cabeza de nuevo, incómoda. El hombre continúa de pie, con la rosa en la mano. Le echa una mirada a la flor, idéntica a la suya que continua en el suelo muy cerca de la mesa de la mujer.

– Pero tenías esa rosa en la mesa. Habíamos quedado en eso para reconocernos — insiste. La mujer levanta de nuevo la cabeza, el rostro tenso, visiblemente molesta.

– Esa rosa estaba allí cuando llegué — responde ella con los dientes apretados — no soy Sofia.

– Pero llevas el vestido Lila que dijiste — dice el hombre. Aprieta con demasiada fuerza el tallo de la rosa y siente el picor de las espinas al clavársele en la palma de la mano. La incomodidad lo sofoca, pero aún peor, la tristeza. Se queda plantado allí, mirando a la mujer desconocida, con la que había conversado por horas en Internet y la recuerda riendo, bromeando. Habían acordado no intercambiar fotografías para esperar conocerse a la antigua. O esa había sido la excusa del hombre para no mostrarle la calvicie, el rostro regordete, los anteojos enormes, la panza visible que le deformaban, que lo convertían, a secas y sin disimulo en un hombre “feo”. Y ahora lo lamentaba. Podría haberse ahorrado el mal trago. La sensación de desamparo que lo mantenía clavado junto a la mesa a pesar del deseo de correr, de la leve sensación de desazón que le había dejado sin voz.

– Creo que voy tarde — dice ella entonces. Se levanta, nerviosa — lamento que no haya encontrado a su Sofia.

– Pero eres tu…

– ¡Que no soy yo! — grita ella. El rostro enrojecido de furia y vergüenza. Varios comensales levantan los ojos para mirarlos. Otros se quedan paralizados, solo escuchando. Pero la tensión se hace obvia, parece llenar el restaurante — Lo lamento mucho.

Sin mirarlo de nuevo, con el bolso apretado en el pecho, le pasa por el lado al hombre y se aleja. El aroma de su perfume lo envuelve un minuto y siente mucho más nítido el dolor, la angustia. Sofia, la real, huele a la Sofia de sus sueños. Sofía, la que idealizó en esas largas conversaciones sin resolución. Sofia, la que esperaba lo miraba con honestidad, con una sonrisa. Se vuelve, ahora furioso, la rosa destrozada entre las manos, para decirle todas esas cosas. Pero ella ya salió del restaurante. Y el hombre sigue de pie, oliendo su perfume, mirando la rosa caída, tan parecida a la que sostiene en la mano. Rodeado de dolor y de vergüenza.

La anterior, es una escena de la comedia española “Que se mueran los feos” del director Nacho G. Velilla. Obviamente, la coloreé un poco con mi imaginación y la narré como la pensé antes que como la vi, pero lo que describo es más o menos lo que resume la película: ese estigma social de la belleza, del atractivo físico, de la estética. A pesar de que la trama tiene un tono de comedia de folletín, me pareció una crítica muy dura hacia esa sociedad de consumo que insiste en la necesidad de lo hermoso, que lo tiene como estándar de valor. Y me hizo pensar en una serie de cosas, la mayoría de las cuales me dejaron con un mal sabor de boca.

Y es que soy venezolana y eso me hace testigo de primera mano de esa obsesión por lo bello que forma parte de la cultura actual. Soy venezolana y crecí en un país que idolatra la imagen estereotipada, esa que parece esquematizar al hombre y a la mujer bajo una fantasía muchas veces irrealizable. Porque seamos realistas, crecer en el país de las bellas — o de las obligatoriamente bellas — sin encajar en el esquema, es toda una aventura.

Creo que cualquier mujer en Venezuela ha sentido la presión, esa extraña sensación de batallar con una mujer invisible que gravita sobre toda idea femenina. Esa mujer que te encuentras en las portadas de las revistas, las que te habla desde la pantalla del televisor, de las fotografías de moda. La mujer que no existe, pero se insiste como verdadera. Esa belleza venezolana tan célebre que sin embargo ignora a la venezolana de verdad, esa que tiene sus kilos de más, que nunca va de punta en blanco, que tiene senos pequeños, la que no se viste a la moda.

¿Qué ocurre con nosotras, las que estamos más allá de la línea de lo que se espera? Es una pregunta que me he hecho por años, que de vez en cuando me atormenta y casi nunca tiene respuesta. Al menos, no una sola. Pero insisto en buscarla, insisto en mirar a mi cultura — y mirarme a través de ella — para comprender mejor el origen — el sentido — de toda esta obsesión por la belleza. Una herencia histórica de la que nadie se responsabiliza.

La Belleza, la fealdad y todos los matices que hay por medio

Para nadie es un secreto que Venezuela es un país vanidoso. Eso lo sabemos todos desde muy pequeños: el país donde sobran las peluquerías y escasean las librerías, el país donde un certamen de belleza es la noticia titular que empequeñece cualquier otra información. Porque Venezuela construyó un concepto sobre lo bello a medida que el país se obsesionó con la estética y construyó una cultura basada en buena medida en esa visión de lo bello como valor.

¿Exagerado? Solo hay que consultar las cifras de operaciones estéticas para comprobar que no lo es tanto: somos el primer país en número de mamoplastias de aumento, el tercero en rinoplastia cosmética y el primero en tasa de muerte por errores médicos ocurridos durante cirugías estéticas. También tenemos cifras récord en ventas de artículos de belleza y de tocador — ahora no tanto, dólar negro mediante — y además, somos claro está, el país con más reinas de belleza en la historia de los certámenes. Todo lo anterior, crea un caldo de cultivo idóneo para una cultura que se analiza a sí misma a través de un estándar de estética irreal, que exige y sucumbe a un ideal prefabricado, que calza en una idea de la mujer — y también del hombre — tan simple como banal.

A veces, veo la fotografía de Susana Duijm — nuestra primera Miss Mundo, allá por los felices años ’50 — y me pregunto si todo comenzó allí. La veo inocente y regordeta para los estándares actuales, sentada en su trono de oropel, saludando a la multitud callejera que la ovaciona. La misma gente que padecía una dictadura férrea, el mismo ciudadano que temía a la política del oprobio y la violencia. Ah, pero estamos hablando de otra cosa, pienso, mirando las imágenes de la Reina en su traje blanco, que por unos meses disimuló la angustia nacional en celebración. Hablamos de evasión ¿No? ¿Puede ser tan sencillo? No lo sé. Pero no puedo evitar pensar en que esta necesidad de lo bello oculta algo más, una idea quebradiza que apenas se sostiene en sí misma. ¿Es posible que se trate de eso?

– No lo creo — dice M. periodista colombiano con quién últimamente he compartido algunas interesantes charlas sobre belleza, estereotipo y sociedad. Por años, M. se ha dedicado a analizar a la cultura colombiana desde el estándar y según me comenta, se sorprendió al encontrar que su culto a la belleza — que también existe, pero en menor medida que en Venezuela — tiene mucho que ver con la autoestima nacional, una visión idealizada del país. A nadie le gusta mirar su parte fea, la que se esconde. Cuando se habla de la “tradicional belleza latinoamericana” se vende esa expresión de lo exótico, de la idea de un continente misterioso poblado de beldades. Es una idea muy vieja, que proviene casi desde la conquista.

– ¿Lo bello de lo desconocido? — pregunto.
– No necesariamente. Lo bello de lo diferente y, por tanto, la reivindicación de lo que no es parte del patrón. Lo que tú miras como defecto, yo lo veo interesante. O hermoso.

Que idea singular, me digo. Abro una de las revistas que guarda en su oficina y paso las páginas rápidamente, al descuido. Una mujer hermosísima me sonríe desde una de ellas: dentadura perfecta, cabello abundante y repeinado. Cuerpo esbelto y escultural. ¿A quién representa ella? ¿Puede representar a alguien?

Tal vez estoy exigiéndole demasiado a la cultura de consumo, viendo dobles intenciones en ideas muy simples. ¿Puede ser que solo se trate de vender la belleza por la belleza? Leo el anuncio que incluye la fotografía de la mujer: “Venezuela, el secreto mejor guardado del Caribe”. ¿La belleza como insinuación? ¿Como manera de expresar esa estética rudimentaria de lo que vende?

– Al venezolano le gusta ser bello, eso nadie lo duda y es muy evidente — dice M. cuando le hago esas preguntas — pero progresivamente ese deseo y búsqueda se convirtió en obligación. El venezolano se identifica con la estética que se impone, la de los medios y la del sistema.

– Pero a su vez, se alimenta de ellos para mirarse en el espejo de lo que desea ser — completo. M. asiente y me muestra una fotografía que tiene entre las carpetas de sus archivos. Reconozco a la bella mujer de cabello desordenado y dientes separados de la imagen de inmediato: Janis Joplin.

– Ella nunca fue un ideal de belleza — digo.
– No, pero si fue un ícono estético de su época. Y eso expresó varias cosas. De la misma manera, la célebre belleza de la mujer venezolana: alta, de piernas largas y cabello abundante, es una imagen construida a pedazos, que nadie sabe muy bien de donde salió. Pero se consume igual, se acepta igual.

Medito sobre la idea mientras camino por un centro comercial unas horas después. Las vitrinas de las tiendas están llenas de ropa de tallas mínimas que jamás podré llevar. Pequeños tops que muestran un escote de vértigo que no me imagino usando por ningún motivo. Zapatos de tacón de vértigo. Me miro en el reflejo de un cristal: con mis sesenta y tantos kilos, mi estatura normal, mi busto pequeño y piel pálida, no me parezco en nada a esa mujer del sueño venezolano. La de la talla considerable en busto, la cintura fina, incluso la actitud de esa mujer ideal de mi país donde no calzo. Una idea primordial — y hasta primitiva — de la mujer objeto, de la mujer comercial, de la mujer deseable.

Del rostro de la belleza: Lo real y lo imaginario.

Durante mi adolescencia, trabajé varios veranos como asistente en el consultorio médico de un buen amigo de mi madre. Fue una experiencia desconcertante: F. es uno de los más reputados cirujanos estéticos de la ciudad y esa visión temprana dentro del mundo de la estética bajo el bisturí me dio varias lecciones sobre belleza que nunca olvidé. Las recuerdo ahora, mientras almorzamos juntos en el cafetín de la clínica donde aún trabaja.

– La belleza se comercializa, y el venezolano se acostumbró a eso — dice — ahora es aún peor: hay una sensación de obligación, del deber ser con respecto a cómo debes verte que se impone a todo. Lo veo todos los días. Tú también lo viste.

Es verdad. Recuerdo muy claro las escenas demenciales que presencié durante mis meses en el consultorio. Mujeres con la piel del rostro tan estirada que apenas podían sonreír y que volvían para una sexta, séptima operación. Mujeres con bustos redondos y doloridos por problemas de salud, pero que insistían en llevar nuevos implantes. Hombres y mujeres amoratados por procedimientos agresivos en busca de la belleza, con los labios hinchados, los pómulos deformes.

Recuerdo haber pensado que era una moda marginal, desconocida y anónima, esa de ofrendar la salud por la estética. Ahora, es parte de lo aceptable y deseable en una sociedad que insiste en cómo debes lucir.

– La cirugía, la dieta, la ropa, no son cánones de belleza, son formas de sentirte aceptado — comenta F. entonces — todos queremos ser parte de lo bello, de lo que se aprecia, de lo popular. Lo extraño es que, a medida que más se insiste en el concepto, más insatisfacción produce. Nunca serás realmente hermoso, porque siempre estarás en competencia con alguien más.

Una idea escalofriante, pienso. Una idea que parece definir a esa cultura venezolana que se mira a sí misma en un reflejo distorsionado. ¿Qué se comprende por esa visión de la estética que consume, que deforma, que obliga, que empuja, que se impone? ¿Qué oculta esta necesidad de encontrar una definición de la belleza que nunca es suficiente, ni tampoco consuela? Es un pensamiento que me produce escalofríos y muchísima inquietud, porque jamás lo comprendo lo suficiente. Nunca hay una respuesta clara que pueda abarcar toda esta visión de la belleza como cultura y su imposición como ideal social. Y me temo que de haberla quizás no podría resumir la singularidad, la grieta en la argumentación. Una visión de la Venezuela oculta bajo todo el concepto.

Me miro en el espejo. Veo a una mujer joven, de piel pálida y pecosa. Ojos grandes, cabello largo. De niña me pregunté muchas veces si era “bonita”, a la manera como lo eran las actrices y concursantes de los interminables certámenes de belleza que veía en la televisión. De adolescente me preocupaba si lo sería alguna vez. Me recuerdo varias veces mirándome al espejo como lo hago ahora, sobresaltada y hasta entristecida por carecer de esa belleza radiante que se insistía, era la imagen de la venezolana. Y es que ser una sobreviviente de esa intención de la belleza, esa necesidad de la estética anónima, es duro, duele en muchas ocasiones. Un cristal opaco donde no puedes comprenderte bien.

Pero ahora, soy una mujer de treinta y tantos. Y me gusta lo que veo. Me gusta mi cabello largo y desordenado, los ojos grandes y expresivos, el cuerpo imperfecto. Y quizás haya, en esa nueva aceptación, esa mirada casi amable a mi propia circunstancia — y a mi identidad — lo que me haga más consciente del valor de construir una idea de la estética más allá de su simplificación. Quien sabe, pienso sonriéndole a la mujer pálida del espejo, si al final de todo, la verdadera belleza sea esta sensación de sutil paz que te produce una visión muy simple de ti misma.

 

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

Comments (0)

Leave a reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*