Hace una semana, la primera víctima del #YoSiTeCreo venezolano, dio un paso adelante. Desde entonces, los testimonios se han triplicado, la visibilidad se ha convertido en una mirada al machismo venezolano, pero sobre todo, nos hemos enfrentado al hecho de que la misoginia en nuestra cultura es un debate a gran escala que apenas comienza. No sólo porque por primera vez en décadas la discusión se concentra en exclusiva en la víctima. Sino que además, sostiene y reflexiona sobre algo más poderoso: ¿Cómo comprende la sociedad venezolana a la mujer? ¿Cómo la mira? ¿bajo qué percepciones sostiene esa connotación cada vez más complicada sobre su identidad?
Hace unos años, el New York Times publicó un video reportaje donde mostraba, de una manera bastante objetiva e inquietante, la obsesión nacional por lo femenino, desde el ámbito de la belleza. Pero al final, el documental abrió espacio para un debate angustioso sobre cuál es la forma en que se percibe a la mujer en un país conservador, marcado por heridas política que acentúan su rigidez moral y en especial, una versión que tiene una concreta relación con la obsesión de Venezuela por el comportamiento femenino.
Este es el país — la cultura — que señala a una mujer por vestir de manera “inapropiada”, en la que la conducta del violador suele ser analizada desde la justificación y en el que la víctima debe responder por una culpa expeditiva que la desborda y la mayoría de las veces, la convierte en víctima de un tipo retorcido de violencia. Durante los últimos días, ha sido más claro, más evidente, más corrosivo.
De pronto, los cientos de testimonios de mujeres violadas, abusadas y maltratadas, deben enfrentarse a una sociedad que convierte al dolor femenino en un diálogo sobre la culpabilidad. En uno además, tan abrumador como pesaroso. ¿Hacia dónde se encamina la idea de lo que el #YoSiTeCreo venezolano ha provocado? ¿Qué necesitamos entender de un fenómeno a gran escala que finalmente mostró que cada estadística sobre la violencia contra la mujer tiene un rostro y un nombre?
Durante los últimos días, he leído a muchos hombres y mujeres tratando de minimizar el impacto de un movimiento orgánico y espontáneo, que nació del dolor y el miedo. Muchos de ellos, hablan sobre el fenómeno como una aberración de los medios, de la capacidad de las redes y plataformas para brindar una visibilidad potencialmente destructora a los casos. He leído sobre hombres que intentan denigrar el esfuerzo de las víctimas por finalmente, abrir una puerta pesada y dolorosa de su pasado, como una forma de especulación peligrosa y malsana.
Me pregunto de inmediato si cualquiera de ellos sabrá en realidad, la forma en que una víctima lleva su historia a cuestas. De lo que debe soportar. Del formidable valor que supone admitir en voz alta que algo de la envergadura de un hecho de violencia gravísimo e irreparable, te ha ocurrido.
Cuando se lee de esa forma, parece sin duda dramático. O peor aún: melodrama puro. De ese tan común en la latinoamericana caribeña de la que todos somos herederos. “Las víctimas”, esa jauría de voces anónimas que saturaron las redes en un intento de hacerse escuchar. “Jauría”, la palabra se utilizó de inmediato y lo hizo más de un comentarista en redes sociales. La “jauría” que atacó “sin pensar” a hombres que deben soportar acusaciones por hechos acaecidos a décadas de distancia, de los que se disculpan. Los que los niegan por completo.
Imagino que a muchísima gente el término le pareció ideal para describir a la multitud de denuncias, siendo que para incluso uno de los escritores que decidió dar su opinión — otro de tantos — sobre las víctimas y lo que ocurre alrededor de ellas un delito gravísimo, es en realidad “una canallada”. Un eufemismo. Un sinónimo quijotesco. “Canalladas”, “momentos ingratos”. Esas cosas que se hacen sin pensar. Ese matiz, hace menos doloroso las cosas, más manejables. De nuevo, era mucho más importante minimizar, menospreciar y aplastar un movimiento legítimo que escuchar el mensaje que quiere mostrar.
Tengo un nombre mejor para eso: se llama violencia. Porque en cada ocasión que un hecho semejante ocurre, hay alguien que siempre intentará poner un rostro y humanizar al agresor. Era un desdichado, un canalla, un malviviente. ¿Y qué ocurre con la víctima? La víctima sólo somos víctimas. Hombres y mujeres que forman parte de una extensa, amplia y cada vez más compleja estadística. Que deben aceptar que lo que ocurrió es parte de nuestra cultura, que forma parte del país — el mundo — en que crecimos, en que se nos educó. De modo que el agresor (o agresora, para no levantar suspicacias del sentido de esta reflexión), es alguien. Un hombre con una historia, un criminal, una figura alrededor de la cual se debatirán todo tipo de temas. Se hablará de sus motivos, se reflexionará sobre lo cuestionable de su conducta. ¿Qué llevó a este padre, a este tío, a este actor a hacer lo que hizo? ¿Qué provocó que este hombre o mujer abusara de su poder? Todo se relaciona con el agresor, su importancia es enorme. Su impacto es total.
Pero de las víctimas ¿qué se dice? No son nadie. La palabra abarca todo: víctima, la que sufrió un agravio. La que no tiene nombre, la que lleva las heridas, la que sostiene sobre sus hombros la pregunta de la sociedad, la que intenta sostener la culpa que no es suya, pero le adjudican. La responsable de haber llevado la falda corta, de estar de pie en la esquina equivocada, de dirigir la palabra a quien no debía. La víctima no tiene nombre, es una estadística. Un número bajo una columna de explicaciones genéricas. La víctima es la que casi nunca tiene rostro. ¿Qué importa? Al final, ya sufrió, ya pasó. “Salí barata” me dijo una víctima de abuso sexual. Salió barata, me dijo, luego de narrar cómo fue violada por el hombre que era su pareja, por el mero hecho de estar en su cama y leer un libro. Un hombre que se puso en pie y la agredió. Pero salió barata.
En Venezuela, está ocurriendo un fenómeno inexplicable. En una cultura empeñada en hacer invisibles a todos los que transgreden la fina línea de una moral brutal y primitiva, las víctimas dejaron de ser un código para definir algo más grande y más grave, sino que tomaron la palestra. ¿Lo hicieron en el medio adecuado? Sorprende que la primera pregunta sea esa y no, por qué no acudieron a las instancias naturales. ¿Qué ocurre en Venezuela para que solo las redes sociales puedan contener las cientos, miles de voces aterrorizadas de mujeres y hombres agredidos?. ¿Cuál otro tienen a su disposición? ¿Cuál otro pueden aspirar justicia en un país con un Estado deshecho, un sistema de justicia violentado por la corrupción en un país machista? Las víctimas finalmente hablaron, lograron la dimensión de la presión del secreto del acto de violencia que sufrieron. El agresor pasó a un segundo plano, porque en medio de esta ola de denuncias, todos lo que han sufrido, llevan heridas, sostienen a cuestas el horror de una experiencia que les desborda, son el centro de atención.
En medio de algo semejante, es complicado recuperar el sentido de la objetividad. O mejor dicho, avivó la sensación de todos los días: de ser mujer en medio de un país — cultura — en la que estás condenada a ser una víctima antes o después. Esa parte que siempre tiene miedo, que siempre está preocupada por lo que pueda ocurrirle, la violencia que puede sufrir por el mero hecho de ser una mujer. Es un pensamiento duro ese, en ocasiones insoportable. Una fragilidad asumida desde la cultura en la que naces, que te persigue a todas partes. Que forma parte de cierta identidad espectral que todas las mujeres llevamos a cuestas de un modo u otro. Se trata de una idea abrumadora, de una que agobia durante buena parte de tu vida. Que te deja muy claro que lo femenino en nuestra sociedad, lleva una carga invisible de prejuicios, culpas impuestas y una sensación sempiterna de pura amenaza que la mayoría de las veces te desborda, te abruma, te deja sin voz.
Es difícil explicar a un hombre esa inquietud persistente, mitad de camino entre el instinto de supervivencia y un miedo muy definido, que aprendes — te inculcan, más bien — desde muy niña. Después de todo, un hombre jamás deberá temer a la mayoría de los terrores mínimos que lleva a cuestas una mujer. Ese sobresalto que te hace apurar el paso en una calle vacía, el cuerpo rígido de angustia, la sensación inmediata de encontrarte al borde un peligro recurrente. La sensación plena de indefensión que te agobia, en los momentos más inesperados. La impotencia que te hace preguntarte por qué debes soportar piropos e insinuaciones sexuales que no has pedido, las miradas lascivas que te siguen a todas partes. Una especie de experiencia conjunta que todas las mujeres padecemos alguna vez y que, en conjunto, parece reflejar algo pérfido y pervertido de la sociedad de lo que pocas veces se habla. De ese secreto que todas llevamos a cuestas, con esfuerzo, entre la frustración y una clara sensación de desazón.
El #YoSiCreo Venezuela dejó toda esa fragilidad disimulada expuesta, como una herida que jamás cura del todo. Lo pienso, mientras leo los comentarios y discusiones en redes sociales, cuando escucho la enconada defensa que un considerable número de personas le brinda a una inquietante visión sobre el consentimiento sexual, las retorcidas relaciones de poder en la que la mujer parece llevar todas las de perder. Como si se tratara la síntesis de todos los prejuicios, los temores y dolores que acarrea un hecho semejante en la psiquis colectiva. De pronto, soy muy consciente que un considerable número de personas sigue considerando a la violación un delito con graduaciones, uno en el que, además, la víctima lleva cierta carga de la culpa. Me hace pensar en todas las mujeres que llevan las historias de sus agresiones y maltratos como una forma de vergüenza. De todas las que callan, de las que están convencidas que, de una manera u otra, provocaron la agresión de las que fueron víctimas.
Mi amiga G. es una de ellas: Hace cuatro años, el hombre con el que salía la golpeó hasta fracturarle el brazo derecho. Aunque denunció el hecho en la Fiscalía Venezolana, no obtuvo otra cosa que un incómodo interrogatorio judicial donde el policía insistió en preguntarle “qué había hecho para provocar algo así”. Finalmente, mi amiga desistió de la vía legal y tuvo soportar el acoso de su agresor, sino también, la indiferencia de quienes le rodeaban. Se vio obligada a renunciar a su trabajo y mudarse, para evitar la persecución que sufría. Con todo, su familia le culpa. Por “tomar malas decisiones personales”, por “insistir en una relación violenta”. Cuando me lo cuenta, lo hace con lágrimas en los ojos de pura impotencia.
— A veces me pregunto si deberé pasar toda mi vida explicando que no tuve la culpa que un hombre me golpeara, me maltratara a toda hora y de todas las formas posibles. De ser una víctima — me dice — Si alguien comprenderá lo que es no poder correr a ninguna parte, lo que es…
Nos quedamos en silencio, porque este dolor es de ambas. Se echa a llorar. De furia, de cansancio, de profunda frustración. De todas las veces que debe explicar una y otra vez, que nadie “se busca” los golpes, las violaciones. Que nadie desea ser una víctima, pero este país — cultura — te hace una. Y no sólo de lo visible: los moretones, golpes, heridas. También las cicatrices que nadie puede ver de años de maltrato, de dolor, de la vergüenza de asumir que además de víctima de tu agresor, la sociedad te hace víctima de todas las culpas que te achaca solo por ser mujer.
— No quiero ser una víctima — dice mi amiga — pero es lo que soy. Y como duele reconocerlo.
Sacude la cabeza. No sé qué responder, aturdida y abrumada por su tristeza, pero sobre todo por la certeza que tiene motivos para estar tan asustada. Porque en nuestro continente — quizás en el mundo — casos como el suyo son los más frecuentes. En pocos países la legislación se preocupa por calificar y condenar un delito contra la mujer, sin incluir una serie de atenuantes que parecen señalar directamente a su comportamiento moral y sexual. Como si se tratara de una excusa tácita para quien agrede, la cultura occidental parece definir cierto tipo de delitos sobre el hecho de “cómo la víctima pudo haberlo evitado” o incluso “el hecho de haberlo permitido”. ¿En cuántas ocasiones no se insiste en que la forma de vestir de una mujer, su comportamiento social, su manera de beber o de hablar o incluso, el maquillaje que lleva no son elementos que podrían “provocar una agresión”? ¿Cuántas veces no se insiste que la mujer “debe tener más cuidado” para evitar la violencia física y sexual? ¿Qué ocurre con una sociedad que insiste en enseñar a la mujer temer y no el hombre a no violar?
No es una idea sencilla para un considerable número de hombres y mujeres. Menos aún, una que se analice con frecuencia. Por ese motivo, me pregunto en voz alta cuál sería la manera más directa de no sólo enfrentarse a esa idea, sino también, de comprender hasta qué punto, nuestra perspectiva sobre el tema parece apuntar directamente hacia una contradicción real sobre cómo percibimos — asumimos — la violencia machista. Y quizás, la mejor forma de hacerlo sea apuntando directamente hacia el origen del problema o mejor dicho, la percepción que se tiene de él. Esa interpretación general que no sólo distorsiona lo que es o lo que puede ser la violencia contra la mujer sino también, nuestra comprensión sobre el tema.
Según estadísticas recientes, el treinta y cinco por ciento de las mujeres de todo el mundo ha sufrido violencia física y/o sexual. El 67 % de esas agresiones fueron cometidas por su compañero sentimental. El 80% no se denuncian. Casi ninguna recibe atención jurídica y policial. Se trata de un panorama preocupante, de una percepción sobre la violencia peligrosa y muy cercana a la amenaza a la que toda mujer en el mundo probablemente se enfrentará alguna vez. Y es que no se trata sólo de la forma como la cultura percibe la violencia contra la mujer, sino la manera como el hombre y la mujer interpretan ese matiz tan inquietante sobre lo que la agresión puede ser e implicar. Un arma silenciosa que se empuña con más frecuencia de lo que se admite. Una visión distorsionada sobre la violencia real.