En ocasiones observo foros en los que panelistas hombres hablan y la reacción de algunas mujeres pareciera ir más allá de la simple afinidad racional por el argumento planteado. Hace poco vi en un webinar, a una moderadora anticipar a dos panelistas femeninas el fin de su tiempo de exposición 5 minutos antes, quizá como un gesto previamente acordado y luego, al siguiente expositor, un varón, dejarle consumir 14 minutos extra sin interrumpirle, para luego expresarle como primer mensaje, su total admiración por lo expuesto.
En otro foro al que asistí, un expositor anunció con tono bastante condescendiente que los cambios feministas habrían de llegar, quizá no al ritmo que esperábamos, pero que este no era el momento para nuestra agenda. Más adelante en la misma jornada, una expositora aclaró por qué creía ella que parte de lo dicho por él no era razonable y este señor interrumpió esa intervención para imponer nuevamente su punto, sin que la panelista interrumpida hiciera defensa de su uso de palabra.Esto me lleva a pensar que las mujeres estamos entrenadas para escuchar y reaccionar al liderazgo masculino de manera diferente al liderazgo femenino.
Las feministas sabemos que una de las herramientas para provocar el cambio social al que aspiramos, aquel que permita a todas las mujeres del mundo desenvolverse sin las ataduras y limitaciones impuestas por el patriarcado y sus roles preconcebidos en términos de género, pasa por el lenguaje y por su uso extendido más allá del ámbito privado –donde resulta más habitual escuchar la voz de las mujeres, aunque también sabemos que el mundo está lleno de hogares en los que sus voces están extraordinariamente restringidas.
Ya sabemos que lenguaje es poder
Nuestra configuración como especie social tuvo en el lenguaje una de sus herramientas biológicas fundamentales. Somos seres sociales que configuran y modulan sus sensaciones y su apreciación del mundo a través del lenguaje. Además, llevamos esta socialización con el lenguaje más allá de lo apreciativo y nos adentramos hacia la representación simbólica en torno a asuntos de muy difícil precisión en el ámbito sensorial: con lenguaje intentamos expresar lo que imaginamos.
Nuestro sistema nervioso central se reconfigura a partir del lenguaje. Nuestra manera de sentir lo que nos sucede, es decir, la emocionalidad y la conexión de todo nuestro cuerpo con las emociones y con nuestro lenguaje constituye una triada potente para la maquinaria social que constituimos y alimentamos las personas. En coaching ontológico decimos, además, que el lenguaje no es inocente. Las palabras crean realidades, nos modifican y modifican a otros. De este modo se abren innumerables potencialidades (positivas y negativas) a partir del lenguaje.
Gracias a la triada lenguaje, cuerpo y emoción, sabemos que muchas de estas potencialidades no necesariamente se activan solo desde la palabra. Al mover el cuerpo también cambiamos, cambia lo que sentimos y lo que decimos. Al engancharnos con una emoción diferente a la que estamos sintiendo, es probable que nuestro cuerpo reaccione a dicha emoción y también que nuestra voz y las palabras que nos llegan sean también diferentes a las que surgirían sin esta nueva emocionalidad.
Una de las realidades que constituimos en sociedad supone ejercicios de poder y estructuras de poder a partir de estos ejercicios. Así, por ejemplo, los adultos utilizan las palabras para hacer llegar su experiencia de vida a los más jóvenes e inexpertos. Semejante experiencia es percibida como ventaja, genera cambios en el grupo social y fortalece la relación entre experiencia y poder. Mezclado con liderazgo puede constituir auténticos anclajes sociales y culturales con implicaciones de gran arraigo espacial y temporal.
Diferencias biológicas y culturales
He pensado en esta conexión histórico-biológica entre el ejercicio de la autoridad y el poder que el mundo masculino ha ejercido sobre el femenino, lo cual lleva a múltiples situaciones que cada vez resultan más evidentes y chocantes gracias a la denuncia feminista: el hombre explica, interrumpe la voz de la mujer para “aclararle”, “corregirle”, “ayudarle” y la mujer siente, muchas veces, que esto es normal.
Algunos han llegado a pensar que este paciente ejercicio de tolerancia femenina sobre las formas avasallantes de intervención dialógica masculina, forman parte de una suerte de empoderamiento basado en cualidades que aparentemente nos hacen a nosotras más “cooperativas”, “diplomáticas”, “pacientes” y de ahí, poca distancia hacia “gráciles” o “delicadas”, “lo más bello que existe en la Tierra” y pendejadas micromachistas por el estilo.
Creo que la correspondencia entre lenguaje y poder masculino podría tener amplio arraigo biológico. Me refiero a que, por ejemplo, es probable que el macho humano utilizara más habitualmente el diálogo como medio de conquista sexual (comportamiento de cortejo sexo diferenciado) y desde esa habilidad persuasiva entrenada, mezclada con su capacidad para ejercer la violencia, también fuera habitual la ampliación de su liderazgo.
Quizá, usando sus contrapoderes, la hembra conquista más en términos visuales y por ello las formas diferenciadas del cuerpo femenino, tan llamativas para el mundo del mercadeo que abusa de la sexualización visual del mensaje, con graves implicaciones sobre las múltiples formas de prostitución.
Más allá de la apropiación de la palabra
Estoy convencida que, si queremos trastocar los sistemas que perpetúan estructuras injustas de poder y promover más autoridad e influencia para las mujeres en todos los ámbitos de la vida, especialmente en aquellos en los que se decide lo común y lo público, es imprescindible que nos apropiemos de la palabra y que le demos a esta adquisición nuestro propio carácter, nuestro ritmo, nuestra personalidad.
Pero tal vez esto no sea suficiente. Quizá sea necesario que el aporte solidario masculino incluya, de una vez por todas, ensayar mucho más la autocorrección y la escucha. Urgen ejercicios de desempoderamiento también.