Una, dos y tres veces por Adele. 

Una, dos y tres veces por Adele. 
mayo 9, 2020 Aglaia Berlutti
Belleza Adele

Cada cierto tiempo, el peso de la cantante Adele salta a los titulares de prensa. Ya sea porque lo ganó o lo perdió, porque sigue siendo la mujer con curvas que rompió cierto paradigma estético o sólo porque forma parte de mito que le rodean, celebrar que “a pesar de” tener kilos de más, se convirtió en una celebridad pública. En esta ocasión, el aspecto físico de la cantante volvió a ser motivo de comentarios por el hecho de haber perdido una considerable cantidad de peso luego de una operación y mostrar su nuevo aspecto físico al mundo.

Por supuesto, en la gran conversación en redes sociales, se le criticó y se le alabó en partes iguales. Hubo burlas y reflexiones sobre el motivo por el cual Adele, en toda su gloria radiante de super estrella pop, había decidido obedecer al impulso estético de la época y llegar a un peso que la hace ver irreconocible. Pero también, hubo esa mirada durísima y despiadada sobre la mujer y su aspecto físico, cómo se le comprende y la manera en que se le analiza. Para buena parte de los comentaristas — hombres y mujeres por igual — está bien que Adele finalmente se volviera “atractiva” y dejara de presumir de su “fealdad”.

Es un concepto duro, ese. Uno con el que además, crecí. Atravesé la adolescencia preocupada por mi aspecto físico, como supongo cualquier otra muchacha de mi edad en cualquier país del mundo. Sólo que, nací en el “país de las mujeres más bellas”, lo que quiere decir que desde que eres muy pequeña “sabes” que ser atractiva es una obligación.

Que no sólo debes verte como se supone lo hace “la mujer venezolana” — así, en general — sino que además, debes competir con ese imaginario tan insistente de la Miss, esa gran curiosidad cultural que nuestro país atesora con tanto cuidado. Con doce o catorce años, aprendí bien pronto que la “mujer venezolana” sabe desde que nace — o debe saberlo — cómo caminar en tacones altos, cuál es la mejor manera de maquillarse, cómo llevar el cabello.

Que la mitología de la “Más bella” se impone sobre la idea individual. Que la “Bella Venezolana” no sólo es una imagen perenne en la visión de la identidad nacional sino de algo más profundo, complicado y duro de manejar, muy relacionado no sólo con la estética sino la cultura donde vives. Esa sensación amarga de ser juzgada constantemente por cómo te ves y lo que llevas puesto, esa percepción sobre la mujer tan distorsionada como dolorosa que te acompaña a todas partes.

Una de mis amigas suele decir que Venezuela duele en la piel. Lo dice, luego de batallar la mitad de su vida con el sobrepeso. Unos cuantos kilos en la cintura y otros tantos en el vientre, que en Venezuela te convierten en objeto de burla y de abuso emocional. En una ocasión me contó que de niña, su único deseo había sido ser delgada, delgadísima, a la manera de las concursantes del mítico Miss Venezuela. Que a los diez años, tenía bien claro que deseaba unas piernas delgadas, un torso de una esbeltez imposible y aspirar a ser llamada “bella” en el país donde eso parece ser lo más importante. Me lo dice, luego de batallar una década con un gravísimo trastorno de alimentación que la llevó a un cama de hospital y con el que aún lucha de vez en cuando. Me lo dice aún con cierto temor, cruzando los brazos sobre el vientre para ocultar el cuerpo. Para ocultar un tipo de vergüenza que en Venezuela es común.

— Tenía ocho años cuando alguien me llamó gorda por primera vez — me dice e intenta sonreír. Se esfuerza de verdad, mostrando todos los dientes, con el rostro relajado. Pero sigue asustada, furiosa, herida, a pesar de las tres décadas que han transcurrido desde entonces — La gorda pendeja. La que no sabe controlar y come como un cochino. Así me gritaban en la escuela. Me lo decían a toda hora. Como si ser “fea” en un país de “bellas” fuera algo que nadie pudiera perdonar. ¿Te imaginas eso?

Me lo imagino, claro. Yo también lo viví. También era fea en un país de reinas de belleza. Tenía el cabello rizado e incontrolable, piel pálida y pecosa, rodillas huesudas, el cuerpo sin curvas. Lo fui la mayor parte de mi vida y me tuve que enfrentar a un tipo de prejuicio difícil de explicar y sobrellevar. De un estigma que te acompaña a todas partes, que te deja una huella indeleble, que se convierte en cicatriz. No es fácil sobrevivir a las risitas, a las burlas. A la presión. Al “debes verte bonita”, al “lástima que eres así de fea”. A la marginación social, a la humillación sutil. A las miradas críticas. Al temor del prejuicio. Al dolor de ser tú misma.

— Cuando crecí, hice de todo por bajar de peso. No hubo dieta que no hiciera — prosigue. Toma una bocanada de aire, sacude la cabeza — ejercicios, tratamientos. ¡Chica, pero no bajaba de peso! era como una gran broma cósmica. Obsesionada por la celulitis, las estrías. A toda hora, por todo. Si llevas pantalones porque se te ven los muslos gruesos. Si llevas faldas porque alguien te verá las piernas pálidas. Y así, cientos de cosas. Pasa y pasa y crees que eso es normal. Que de verdad hay algo feo y desagradable en tu cuerpo que debes erradicar.

Mientras la escucho, se le cierra la garganta con un nudo seco, amargo y muy viejo. A mí también me pasó. También sufrí ese acoso silencioso. El de mirarte en el espejo con ojos duros, de apretar la piel con una furia lenta y angustiosa. ¿Por qué me veo así? ¿Por qué no puedo ser otra? Me recuerdo de adolescente, tan preocupada que apenas podía soportarlo, apretando la piel de mi cintura, mirando con furia las rodillas nudosas, decepcionada por el tamaño de mis senos. ¿Por qué no puedo ser bonita? ¿Por qué no puedo ser bella?

Porque se trata de una enorme y profunda decepción. De ti misma, de tu aspecto físico, pero sobre todo, de algo incontrolable y borroso que no comprendes bien. Ese “algo” que te hace bajita, gorda o flaca, con piel grasosa o muy seca. Con ese elemento que no te permite encajar, que te hace sentir poca cosa. Esa mirada tan cruel hacia ti misma. Nunca te perdonas, nunca te miras más allá del prejuicio. Nunca haces otra cosa que sentir rencor por el cuerpo que no obedece, por la imagen que no aceptas.

— Cuando estuve anoréxica fue como el cielo — mi amiga ya no sonríe. Parece hundida, aplastada. Devastada por un secreto vergonzoso — ¡En serio! ¿Lo puedes creer? me estaba matando, me estaba muriendo. Nunca me sentí peor. Pero era bella. Bella para ponerme los pantalones y vestidos que siempre soñé, para que me admiraran los mismos que me criticaban. ¡Ya no era la gorda! Era la mujer que quería ser. Una mujer venezolana.

No sé qué responder a eso, como consolarla. Porque nunca pude hacerlo conmigo misma. Me llevó mucho tiempo dedicarme una palabra amable. Aceptar que está bien no tener pechos enormes, cintura pequeña, trasero perfecto. Que está bien y puedo hacerlo, llevar el cabello sin peinar, el rostro sin maquillaje. Que puedo aspirar a ser bella a mi manera, bajo mis propios términos. Que la belleza es un concepto voluble, a medio camino, siempre a punto de construirse. Que la belleza es una opinión, una mirada, una perspectiva. Que la belleza son tantas cosas que la manera como luces sólo es una parte de un todo complejo, profundo y difícil de definir.

Pero eso no te lo enseñan en Venezuela. En Venezuela te enseñan que tu valor depende de cómo te veas, de cómo luzca tu cabello, de lo delgada que puedas ser. Del tamaño de tus pechos, del largo de tu falda, de lo deseable que eres. En un país donde las peluquerías son veinte veces más numerosas que las librerías y bibliotecas, la belleza es una tragedia. Una condena. Un rasante de cuánto vales, de lo que puedes hacer.

adele feminismo

En un país donde un concurso de belleza te abre las puertas cuando no puedes ir a la universidad, verte impecable, perfecta es un requisito. Una imposición. Un ritual que te marca la piel con cicatrices invisibles. En un país donde la mujer es un accesorio, un objeto comercial, un par de nalgas en la portada de una revista, ser imperfecta una afrenta.

Venezuela te enseña bien pronto que la belleza es más importante que la idea que expresas, que la causa que militas, que la forma como funciona tu mente. Venezuela te deja bien claro cada vez que puedes que se trata de cómo te ves antes de como piensas. Que lo importante es el reflejo de la estética absurda que es parte de la cultura y no tu identidad. La mujer florero, la mujer marca, la mujer estereotipo. La mujer anónima. La mujer sin otra cosa que el producto de una obsesión social.

Quizás por ese motivo, no me sorprende la forma en que se ataca y se señala el peso de Adele, antes y después, cómo se celebra su figura actual y se menosprecia la de la mujer con curvas que fue hasta hace muy poco. Leo los comentarios y recuerdo a las niñas del colegio donde estudié que lloraban a lágrima viva por no poder usar maquillaje a diario. Las escucho y recuerdo la competencia encarnizada y violenta que se le inculca a las mujeres de mi país desde niñas. La escucho y recuerdo las burlas, la insistencia en que debes encajar en una imagen absurda, dura y limitada de lo que la mujer venezolana puede ser. Una y otra vez, la mujer venezolana reducida a un estereotipo absurdo, misógino y repetitivo que resulta casi imposible de eludir.

Imagino lo que provocará ese comentario en la niña que lucha con unos kilos de más, la que no tiene un vientre plano, la que tiene curvas espontáneas y prematuras. Imagino la sensación de desaliento, de pura confusión que sufre la adolescente que se mira al espejo y no se encuentra hermosa, no calza en esa visión de la venezolana de cartón, de la mujer que no existe. Del estereotipo duro, lleno de grietas del que intentas liberarte y la mayoría de las veces no puedes. De la mujer construida a golpes de sexismo, de la mujer devastada por el machismo que se empuña como un arma. Lo imagino y siento dolor. Como lo sentí por mí misma, como lo siento por cada mujer que debe soportar este peso histórico que heredó sin quererlo y con el que debe lidiar cada día de su vida.

A veces, camino por las calles de Caracas y miro a todas las mujeres que me rodean. Sonrientes, cansadas, malhumoradas. A las delgadas, las gordas, las morenas, las pálidas. Todas las mujeres que luchan a diario, que son reales, de carne y hueso. A las venezolanas de verdad, a las que les sobran kilos, pero pocas veces las fuerzas. Las venezolanas que persisten e insisten, a pesar de todo. Y lamento la forma como se nos simplifica. La manera como se banaliza esta feminidad creada a partir de un tipo de dolor difícil de explicar. Y me enfurece la evidencia que, con toda seguridad, seguiremos siendo víctimas de esa visión limitada, del prejuicio que aplasta. De la mirada simple que destroza. De esa insistencia en aplastar a la mujer venezolana bajo una idealización burda y violenta.

Una máscara falsa y barata que nadie quiere llevar.

***

Foto: Los Angeles Time

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

Comment (1)

  1. Ruth M 5 años ago

    Debo reconocer que me incomoda mucho que juzguen a Adelle. Por cierto, parte del problema se debe a su salud, salio prediabetica, y casi nadie se refiere a eso. Todos la juzgan, pero lo que realmente importa es lo que Adelle piensa de si misma. Al igual que todas las mujeres -venezolanas o no- debemos aprender a valorarnos a nosotras mismas. Decidi dejar de pintarme el pelo a los 40. Ahora con 50, ya no me lo pinto, no tengo casi canas, fijate. Tampoco uso casi maquillaje. Solo base, para cubrir mis ojeras heredadas. Ni siquiera me retoco la pintura de labios. He aprendido que quererme a mi misma ha sido lo mejor que me ha podido pasar. Si me critican, y los hay, dice mas sobre su caracter, el de los criticos, que acerca de mi. Por la vida! (Va sin acentos…)

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