¿Cuándo comencé a ser feminista? Mejor aún: ¿Cuándo no lo he sido?

¿Cuándo comencé a ser feminista? Mejor aún: ¿Cuándo no lo he sido?
mayo 4, 2020 Aglaia Berlutti

En una ocasión, una de mis lectoras me envió un correo muy amable preguntándome cuando había descubierto que era feminista. Parecía sinceramente intrigada, como si mi pensamiento político —porque el feminismo es un hecho político, aunque se le interprete como algo más— le pareciera de lo más curioso y raro. No supe que responder. ¿Alguna vez analizamos nuestras posturas filosóficas e intelectuales? ¿Buscamos el origen, el primer pensamiento que dio origen a todo lo demás? Hasta ese momento no lo había hecho. O quizás, no veía la necesidad de estructurar mis convicciones en una línea cronológica comprensible.

De manera que en beneficio de la futura respuesta a la lectora y también, mi propia curiosidad, me pasé algunos días pensando sobre el particular. Intenté recordar cuándo había sido la primera vez en que había pensado en mí misma como feminista, que me había detenido para decir “vaya, resulta que voy a dedicar buena parte de mis esfuerzos intelectuales a luchar por mis derechos individuales y colectivos”. Recordé pequeñas escenas —la vez en que un chico en la Universidad me había recomendado “bajar el tono” o aquella otra que uno de mis primos me había dicho que una chica “no debe conducir”— pero nada parecía encajar en esa noción extraña de la apoteosis que sugería mi lectora. No había existido una primera vez para creer que era necesario entender mis derechos, defenderlos y asegurarme que todas las mujeres del mundo lo hicieran también. Y sin ser tan idealista, no recordaba cuándo había empezado mi interés por lo femenino más allá de lo evidente y tradicional, por profundizar en mi identidad cultural.

—Creo que siempre fuiste un poco reaccionaria. Un poco de jamás aceptar nada. Oponerte por mero instinto a cualquier cosa que pudiera parecerte injusto —respondió mi madre cuando se lo pregunté. Con frecuencia recurro a ella para verme reflejada o de alguna manera, sacar conclusiones sobre mí misma. Una especie de juego de espejos que nunca he tenido muy claro, pero siempre resulta satisfactorio—. Supongo que esa es la raíz de cualquiera que se piensa a si mismo como parte de un movimiento reivindicatorio.

—Nací feminista, entonces —bromeé. Mi madre me dedicó una de sus miradas burlonas.

—Naciste inconforme, como les ocurre a todos. Sólo que creo que en algún punto, decidiste que eso era bueno y que no había necesidad de justificarte por serlo.

Tenía razón. O al menos, me sorprendió pensarme a mí misma de esa manera. Nunca me he considerado especialmente rebelde, contestataria o idealista. De hecho, con los años he descubierto que quizás mi mayor virtud intelectual es la curiosidad, la necesidad de hacerme preguntas, de cuestionarme una y otra vez lo que cualquiera podía considerar absoluto.

En algunas ocasiones, eso me ha resultado útil. En otras, no tanto. Probablemente en lo tocante al feminismo fue el detonante para algo más. Atreverme a mirar a mi alrededor y preguntarme ¿por qué el mundo es cómo es? ¿Y por qué debo aceptarlo? No es una pregunta sencilla.

Recuerdo que la primera vez que me la hice, fue cuando un desconocido me riñó en plena calle por llevar el cabello desgreñado y la camisa blanca de colegio sucia y arrugada. Para mi sorpresa, aquel hombre de rostro sonrojado y gordo, parecía especialmente disgustado por mi aspecto.

—Muchacha, ande pa’ su casa y arréglese como una niña —me reclamó. Y lo hizo, delante de una pequeña multitud de transeúntes, que me miraron con cierto interés y al parecer, bastante de acuerdo con el comentario. De pie en la calle, lo miré alejarse por la calle, alarmada y confundida por lo que acababa de ocurrir.

Cuando llegué a casa, me miré en el espejo con una creciente sensación de miedo que no supe explicar muy bien. Seguía teniendo el aspecto de la niña pálida y flacucha que era, de manera que me pregunté qué otra cosa necesitaba para que esa cualidad mía —de ser yo misma, de ser una niña como cualquier otra— fuera más evidente. Miré la falda plisada un poco larga, la blusa torcida, el cabello en punta y me pregunté si verme así me hacía ser menos femenina, menos lo que suponía tenía que ser.

El pensamiento me asustó, me preocupó y después me enfureció. ¿Alguien podía decirme quién era? ¿O cómo debía de verme? ¿La ropa que llevaba podía decir sobre mí más que cualquier otra cosa?

—Se llama tradiciones y estereotipos —me explicó mi abuela cuando se lo pregunté. Tenía una enorme paciencia para ese tipo de cosas y fue la única persona de la casa que pareció inquieta o un incluso un poco incómoda por mis preguntas—. Usualmente, la cultura donde nacemos intenta definirnos de alguna manera. O al menos, lo hace en toda una serie de formas sutiles que pocas veces notamos, pero están allí. Y en nuestro país, una mujer siempre —o se espera que vaya— bien vestida, peinada, perfumada y con una sonrisa.

Tenía once años recién cumplidos y todo lo que mi abuela me decía me pareció extravagante, duro de asimilar. Pero cierto, claro está. Ya me había sucedido antes: Como la vez que mi primo me insistió que jugar con su grupo de amigos “no era de muchachas”. O cuando uno de mis tíos se escandalizó por el largo de mi falda (un par de dedos sobre unas rodillas muy flacas). De pronto, me encontré pensando en todas las cosas que podía hacer —y las que no— debido esa presión invisible, ese muro infranqueable, del deber ser o el no ser. O mejor dicho, esa insistencia social en la que nunca había reparado, de ser lo que se esperaba de mí o al menos, lo que mi cultura suponía era lo mejor para mí.

Es un pensamiento extraño, cuando lo tienes. Y luego, no puedes olvidarlo. Porque de alguna manera cambia todo lo demás, lo recompone y lo hace encajar dentro de esa idea. ¿Por qué debo tener el cabello largo o corto? ¿Por qué debe gustar maquillarme o no? ¿Por qué debo pensar en que seré madre? ¿Por qué debo casarme? ¿Por qué debo obedecer toda esa múltiple y cada vez compleja variedad de pensamientos e ideas que parece conformar la identidad de una mujer?

Es curioso pensarlo de esa forma y sobre todo, doloroso. Porque de pronto, encuentras que no estás sola en el asunto. Comienzas a preguntarte cuantas mujeres a tu alrededor —las que conoces, las que te tropiezas por la calle, las que miras en las revistas— se esfuerzan como se espera que tú lo hagas por encajar en ese esquema de valores. Cuántas lo hacen por gusto, por costumbre, por necesidad, porque no conocen algo más. Y cuántas como tú también se hacen las mismas preguntas. Cuántas miran a su alrededor y se preguntan ¿por qué deben ser así las cosas? ¿Por qué deben ser de esa manera exacta? ¿Por qué es necesario que lo sean?

Claro está, nadie se cuestiona con esa claridad. Ni con esas palabras. Pero está la incomodidad, esa ligera sensación de inquietud. O al menos a mí me ocurría. Y no sólo con asuntos tan intrascendentes como el comportamiento social, como me veía o debería verme. Comenzó a preocuparme que buena parte de mis escritores favoritos fueran hombres porque así lo había aprendido, que casi todas las heroínas televisivas y cinematográficas con las que me tropezaban fueran apenas un apéndice del masculino, una figura preciosa y desdibujada que parecía perderse en la historia.

Y me comenzó a inquietar también, esa otra realidad tan sutil como desdibujada, la de todos días. La que forma parte del cotidiano cuando vives en un país machista como el mío: las calles llenas de niñas embarazadas, los periódicos llenos de noticias de mujeres golpeadas y violadas. Esa noción sobre la desesperanza y el fatalismo latinoamericano que parecía tan relacionado con las mujeres, con lo femenino y su legado. De pronto, me encontré preguntándome si había algo en mí, en mi género y mi manera de ver la realidad para que el mundo se empeñara en verme como algo secundario, accesorio, dependiente por completo de una idea aparentemente superior.

—Eres una mujer y llegaste a la misma conclusión que cientos de mujeres antes que tú —me explicó L., mi profesora de sociología en la universidad y que fue la primera en tomar todas esas ideas y organizarlas bajo cierto aspecto—. Hay una cultura que sostiene esa visión sobre la mujer menospreciada y sobre los roles y tópicos que se supone deben cumplir. Y ahora, te preguntas por qué debes aceptarlo y que pasará si no lo haces.

Cuando tienes dieciséis años y alguien te habla en esos términos, tienes la sensación de que tu mundo se sacude un poco. O al menos, a mí me ocurrió. De pronto, me encontré pensando en que esa inconformidad, esa preocupación constante no era algo accidental, tampoco una rareza. Millones de mujeres antes que yo y con toda seguridad, cientos después de mí, se preocupaban por los mismos temas, por los mismos extremos, por los exactos problemas que me inquietaban a mí. Y todo ese conjunto de preocupaciones e inquietudes, tenían un nombre. O mejor dicho, una dirección.

—¿Feminismo? —me burlé un poco— No soy feminista.

—Claro que lo eres —dijo mi profesora con una sonrisa maliciosa.

—Pero…

Me callé. En realidad, tenía una imagen muy precisa sobre el término y no era precisamente halagüeña. Mujeres agresivas y radicales con las que no podía identificarme, aunque lo intentara. Un discurso de odio y exclusión que me parecía tan grave como el otro que me preocupaba tanto. La verdad, no me identificaba con absolutamente nada de eso. Mis preocupaciones corrían por otro lado y no tenían la menor relación con ese tipo de ideas.

—El feminismo es muchas cosas y también esa postura reaccionaria y radical sin duda —insistió mi profesora— pero también es algo mucho más profundo y meditado. Es una inquietud. Y tú eres parte de eso, lo sepas o no.

—¿Deben tener un nombre mis preocupaciones acerca de temas femeninos? —aduje. Como si la mera idea de llamarme feminista me resultara insoportable, incómoda e incluso, directamente desagradable. Mi profesora pareció divertida por esa especie de vergüenza un poco torpe.

—No tendría por qué. Pero lo tiene. Descuida, estás en buena compañía —se levantó y tomó un par de libros de su desordenado anaquel— comienza por estos y después ven a pedirme más.

Por un breve momento, me pregunté si me daría a leer proclamas políticas contra la hojilla de afeitar o sobre el odio a los hombres. Cuando tomé los libros, miré la portada, consternada. Se trataba de un libro de Simone de Beauvoir, titulado “El segundo sexo” y “El cuaderno dorado” de Doris Lessing. A ambas escritoras las había leído en algún momento de mi adolescencia y eran parte, sin duda, de todas esas inquietudes mías con respecto al género y lo femenino. Pero ¿eran abiertamente feministas?

—Lee ambas cosas y luego vuelve a hacerte esa pregunta —me retó mi profesora—, la mejor forma de intuir será la correcta.

Supongo que así descubrí que el feminismo era algo mucho más que un estereotipo, una etiqueta, una caricatura de un movimiento social. No sólo se trató de que tanto los planteamientos de Simone de Beauvoir y Doris Lessing —y todas las escritoras que leí con avidez después de ellas— me permitieron construir un criterio mucho más amplio y verídico sobre lo que el feminismo es, sino que además, cristalizaron en palabras toda la incertidumbre que por años me había atormentado. ¿La mujer es inferior al hombre? ¿Por qué ese anonimato histórico y social? ¿Por qué esa visión del género que parecía basada en una pesada losa de preceptos morales y tradicionales que la mayoría de quienes conocía no podían soportar?

Comencé a llamarme feminista abiertamente. A interesarme de manera directa en toda una serie de temas sobre mis derechos, posibilidades y las implicaciones de esas inquietudes que de alguna forma, me transformaron en una mujer distinta. A pesar de lo joven que era, de pronto, todo en mi mente encajó, tuvo sentido. Dejé de menospreciar esa sensación insistente de malestar, preocupación y dolor que nunca había entendido bien y lo construí a la medida de cierta noción sobre mi misma, sobre mi forma de ver el mundo y sobre todo, de comprender mi propio motivo para interpretarlo de tal cual o manera.

Y qué vivificante resultó no sólo asumir que ese conjunto de preocupaciones apuntaba hacía algún lugar, sino que tenían un significado. ¿Era necesario nombrarlos bajo un calificativo? Descubrí que sí. O que quizás, era inevitable.

No fue un proceso sencillo: En un país como el mío, equivale a hacerte motivos de burla, un blanco visible para ataques y chistes malintencionados. Recuerdo que al principio, mis compañeros de clase se lo tomaron a broma y por meses me preguntaron sobre el vello en mis axilas, mis renuncias al baño diario por “vencer al patriarcado” y otras tantas pullas y bromas aparentemente inofensivas que soporté con mediano buen humor.

Pero cuando fue evidente que el asunto iba en serio —tanto como para obsesionarme con autores e ideas, como para escribir al respecto — , la cosa dejó de parecerles un chiste y comenzaron a intentar “convencerme” de los peligros de ese feminismo a ultranza y un poco intelectual mío.

—Te gusta maquillarte e ir a peluquería, ¿cómo compaginas el movimiento feminista con ambas cosas? —me preguntó en una ocasión un buen amigo. Lo hizo de buena gana, incluso con cierta amabilidad. Pero también había esa carga habitual de acritud que suele acompañar comentarios de esa naturaleza—. Te gusta vestirte de manera muy femenina. ¿Cómo luchas por el feminismo cuando se supone todas esas cosas son imposiciones de los hombres?

Pensé en las seis horas a la semana que por entonces dedicaba a trabajar para difundir y debatir leyes contra el abuso sexual y emocional de la mujer. Pensé en los constantes artículos que escribía sobre la ablación, la cultura de la violación, el derecho a la educación de mujeres y niñas alrededor del mundo, la violencia doméstica. Lo hacía por mi responsabilidad de compartir y construir una matriz de opinión sobre el tema, por hacerlo visible, cercano, un tema que mereciera atención pública. Me pregunté qué tan importante era el maquillaje que llevaba, la ropa que vestía o incluso mi aspecto físico con respecto a esas ideas.

—Es decir, como me veo es mucho más importante, significativo y directamente relacionado con mis ideas que mi forma de pensar y defender mis principios —le pregunté en tono muy amable. Parpadeó.

—No dije eso.

—Si una mujer decide no depilarse o sí hacerlo ¿Hace menos consistente lo que piensa? —insistí— ¿O maquillarse la hace menos coherente? ¿O llevar un vestido de su preferencia menos capaz de argumentar? ¿Por qué una mujer debe ser juzgada de esa forma?

Mi amigo pareció muy incómodo. Balbuceó algo sobre “odiadoras de hombres” y “masculinización de la mujer”. Sentí una infinita tristeza, una sensación de mirarme bajo el espejo de los prejuicios de otro, que de hecho, es lo que suele ocurrir con mucha frecuencia cuando eres feminista y lo declaras sin empacho. Ocurre cada vez que insistes en defender tus derechos, en asumir una posición crítica, en mostrar independencia intelectual. Seas hombre o mujer, recorrer el camino menos transitado siempre te hará fuente de desconfianza, menosprecio y burla. Y eso es natural, supongo.

Una vez, leí que el feminismo existió durante toda la historia pero que apenas, con el primer cartel sufragista, allá a principios del siglo XXI se llamó de alguna manera. Pero que desde mucho antes, la inquietud profunda por los derechos de la mujer ya era motivo de inquietud, aunque fuera una especie de espacio en blanco legal y cultural por tanto tiempo que en ocasiones pareciera siempre fue así. Pero hablamos de que hasta muy entrado el siglo XIX, las mujeres carecían derechos en la mayor parte de los países del mundo. Que no eran dueñas de su vida ni tampoco decidían sobre ellas. Que no podían elegir qué estudiar, cómo vivir, como asumir su capacidad reproductiva. Que debían obedecer primero al padre y después al marido. Que dependían de la caridad de los hombres para subsistir, del buen visto masculino, de la probidad social. Que por buena parte de la historia occidental la mujer tuvo que callar, adecuarse, aceptar, admitir, soportar.

Y que también hubo libre pensadoras que se hicieron preguntas al respecto, que se preocuparon por la enormidad del error histórico, que se cuestionaron en cómo lograr el reconocimiento individual y colectivo. Mujeres que decidieron asumir la lucha no sólo para sí mismas — cuando habría sido más que suficiente — sino para todas las mujeres del futuro. Las que ahora mismo disfrutan como yo de la posibilidad de elegir, pensar y construir ideas a su medida.

Con frecuencia me llaman “feminazi” aunque muy pocas veces me explican por qué. Al parecer resulta molesto mi interés por los derechos humanos, civiles y sociales de las mujeres alrededor del mundo y mi preocupación por la igualdad de derechos sin distingo de género. También suele molestar e incomodar cuando me identifico sin medias tintas, como feminista, aunque tampoco exista una razón clara para eso. No obstante, supongo que se debe a la fantasía fanática que define al feminismo como una propensión a odiar a los hombres, creer que todo lo masculino es retrógrado y peligroso y por supuesto, sostener que las mujeres deben atacar cualquier palabra, obra o acción del hombre.

De manera que la pregunta de mi lectora sigue en pie. ¿Nace el feminismo de alguna parte o se basa en una sucesión de ideas intelectuales específicas? ¿Eres feminista aún sin saberlo? Hay respuestas sencillas para eso. En realidad, el feminismo es un movimiento político que aboga por la inclusión, los derechos de las mujeres sometidos a sensible distorsión, la educación de niñas y niños en condiciones de igualdad alrededor del mundo, derechos reproductivos, concientización sobre las implicaciones de la violencia doméstica (contra cualquiera) ¿Necesita eso un nombre?

Supongo que no, pero lo tiene. El feminismo unifica una serie de ideas muy específicas sobre lo femenino que merecen no sólo ser llamadas de alguna forma, sino aglutinarse bajo un pensamiento político y cultural específico. ¿Por qué un movimiento de mujeres para mujeres no puede prosperar sin necesidad de justificarse?

Todo extremismo político y cultural tiende a ser nocivo, mucho más si está basado en toda una serie de ideas que sugieren la agresión contra el diferente por el mero hecho de serlo. El real feminismo rechaza cualquier tipo de pensamiento ideológico que sugiera el menosprecio de cualquiera, sea hombre o mujer. Por tanto, esa versión radicalizada y sobre todo amenazante no es otra cosa que una distorsión, natural en cualquier movimiento político, pero que bajo ningún aspecto define lo que el feminismo es y puede ser.

Lo pienso mientras camino por las calles de mi ciudad. De este país de “las mujeres más bellas” y quizás también, las más solitarias. En este país de madres niñas, de mujeres objeto, de concursos y peluquerías. En este país donde cada día mueren dos mujeres por violencia machista. En este país donde pueden perseguirte por la calle gritándote insinuaciones sexuales y se considera normal. De este país donde debo cuidarme para no ser violada mientras la cultura justifica al agresor. Este es el país donde nací y este es el país que me hace reaccionar a esas ideas con un pensamiento estructurado, con una opinión coherente. O al menos intento hacerlo.

¿Cuándo comencé a ser feminista? No lo sé. La pregunta correcta quizás sea ¿Cuándo no lo he sido? Un cuestionamiento lleno de implicaciones, de preguntas y respuestas. Uno que quizás me defina mejor que cualquier otra cosa.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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