Veintisiete voces contra Plácido Domingo

Veintisiete voces contra Plácido Domingo
febrero 29, 2020 Aglaia Berlutti

Hace unos años y a propósito del caso de Bill Cosby, el comediante Jay Leno bromeó sobre la credibilidad de las mujeres, luego que casi treinta mujeres acusaran al comediante de haberlas violado, sin lograr otra cosa que el rechazo y el ataque de la opinión pública. “No sé por qué es tan difícil creer a las mujeres. En Arabia Saudí hacen falta dos mujeres para testificar contra un hombre. Aquí hacen falta 25”. Por supuesto, se trató de una agudeza que puso en relieve algo mucho más grave y duro de asimilar: la cultura misógina que desprestigia, minimiza y menosprecia a la víctima, no importa la circunstancias o gravedad de la violencia que pudo haber sufrido.

Pienso en la broma de Leno y, de hecho, en toda la circunstancia que rodeó a las acusaciones contra Bill Cosby, mientras leo que Plácido Domingo admitió su culpabilidad en todos los casos de acoso y abuso en los que fue acusado y además, pidió disculpas. El tenor dijo sentir vergüenza por “el dolor” que causó e insistió en aceptar la responsabilidad por todos los casos. Todo lo anterior ocurre, luego que una investigación del Sindicato estadounidense que representa al gremio operático en el país, concluyó que el artista acosó sexualmente y abusó de su poder, mientras ejercía la dirección de la Ópera Nacional de Washington y la de Los Ángeles. Los abogados de la institución no sólo comprobaron de manera fidedigna un claro patrón de comportamiento de conducta sexual agresiva e inapropiada, sino, además, el hecho que el artista utilizó su poder para boicotear o directamente, perjudicar las carreras de las mujeres que se negaron a sus avances sexuales.

Dicho en términos simples: cada señalamiento hecho contra Plácido Domingo fue cierto. Desde el primer momento en que cuatro mujeres anónimas se atrevieron a romper el silencio tácito e impuesto por la estructura del poder alrededor, para señalar los abusos del tenor en su contra. No hubo manipulación, tampoco una gran conspiración en su contra. Mucho menos, un movimiento malicioso contra una figura masculina y viril, apoyado por “una agenda feminista”. Se trató de abuso, de una conducta inadmisible que finalmente encontró el momento político y cultural, para ser visibilizada y condenada.

Es un pensamiento duro e incluso, cruel: Domingo tuvo que admitir su culpabilidad para que sus víctimas pudieran ser tomadas en cuenta, creídas y al final, reivindicadas por la opinión pública. Durante los últimos meses, las mujeres que acusaron a Domingo no sólo debieron enfrentar un proceso legal, sino el usual ataque a su testimonio, vida privada y credibilidad para lograr justicia. Buena parte del mundo del espectáculo español y también de otras partes del mundo, se avocó de inmediato en una defensa a ultranza de la figura del Tenor, mientras se insistía no sólo en su talento, sino también en su importancia, la trascendencia de su legado e incluso, su atractivo físico. Más de una voz insistió que Domingo, “no necesitaba en absoluto” acosar. Que su estatura de importancia mundial era de hecho, el mejor aval para su conducta. Una especie de patente de corso contra la que las acusaciones de las víctimas debieron luchar en cada paso del proceso.

Domingo no admitió su “responsabilidad” sólo por el peso de la culpa o por el hecho, de haber comprendido la gravedad de sus acciones, sino porque no tuvo otro remedio. Entre septiembre y diciembre del 2019, fueron entrevistadas más de cincuenta y cinco personas, de las cuales 27 dejaron claro haber presenciado, haber sido testigo e incluso sufrido, agresiones de carácter explícitamente sexual por parte del tenor. Además, otras 12 admitieron que conocían su comportamiento y era algo un secreto a voces entre las distintas compañías artísticas mundiales.

Mientras tanto, las mujeres que se atrevieron a hacer público los delitos de Domingo, fueron señaladas por el ojo público. La actriz y cantante Paloma San Basilio de inmediato protestó por lo que consideró una “grave injusticia” y el periodista Rubén Amón, llegó a escribir un ambiguo artículo en que invocaba la fama, la estatura histórica e incluso, su amistad con Domingo para menospreciar las acusaciones. De hecho, la mayor parte de las protestas contra el tenor, insistían en su posición en el mundo del espectáculo, en su indudable talento y deslumbrante capacidad sobre el escenario. En público y en todos los escenarios posibles, no solamente se cuestionó a las víctimas la naturaleza de la agresión que habían sufrido — como si una violación fuera sólo una agresión física y no la destrucción de la moral y la autoestima de la víctima — sino que, además, se les crítico desde todas las perspectivas posibles. Se les hostigó por atreverse a cuestionar una figura idealizada de la cultura del país e incluso, se les menospreció como posibles testigos ante la ley.

Una y otra vez, el pasado, el comportamiento y hasta la apariencia de las víctimas, fue motivo de ataque público. Para el público y el mundo del espectáculo español — y posteriormente, el mundial — la palabra de un puñado de mujeres no era suficientes para enfrentarse con la de un hombre. Mucho menos alguien encumbrado e idealizado por décadas. De manera que se les castigó con una inmediata hoguera pública y ese castigo tan de nuestro siglo: La burla y el escarnio a esa privacidad expuesta, dolorosa.

No obstante, meses después, un único comunicado acabó con la carrera y el pedestal de prestigio que mantuvieron a Domingo a salvo del aluvión de denuncias en su contra. Lo más curioso es que no se trató de la declaración de ninguna de sus víctimas y mucho menos, cualquier otra declaración relacionada a los hechos de los que se le acusan. Lo que finalmente permitió que las acusaciones contra Plácido Domingo fueran analizadas como algo más que un escándalo mediático, fue que el tenor finalmente reconociera su culpa. Lo que no lograron cuatro mujeres — finalmente el número de agredidas que se atrevió a denunciar alcanzaría 27 mujeres — fue la admisión del propio Domingo, que, con un aire casi magnánimo, declaró que sí, que se responsabilizaba de todo lo que le habían acusado, como si se tratara de una decisión de conciencia y no de una circunstancia demostrada de forma legal y precisa. Al parecer sólo Domingo, siendo Domingo y no la más reciente referencia moral de una cultura obsesionada con señalar a la víctima y sobre todo menospreciar sus alegatos, fue el único capaz de destruir propia leyenda.

Para el público, el prestigio de Plácido Domingo — considerado una figura modélica por más de medio siglo — fue mucho más importante que los insistentes y muy semejantes testimonios de de víctimas femeninas. Después de todo, las acusaciones podían desvirtuarse de inmediato no sólo desde la perspectiva que Domingo — uno de los cantantes de Ópera con mayor poder y reconocimiento del mundo del espectáculo — podía no sólo ser un blanco sencillo para la extorsión sino también, una figura lo suficientemente visible como para provocar un escándalo público redituable. Y desde esa óptica, los cada vez más numerosos testimonios, parecían perder fuerza, disolverse en medio de un debate muy público sobre el hecho simple que El gran Plácido Domingo no podía ser un violador, un depredador social que pudo engañar por casi cuatro décadas a un público que lo encumbró como símbolo de los valores de la virilidad y la masculinidad. ¿Como asumir el hecho que el hombre que era una figura de semejante importancia era en realidad un delincuente sexual reincidente? ¿Como digerir además, que la justicia es falible, voluble, manipulable y además sesgada o lo suficiente como para que Plácido Domingo pudiera cometer sus crímenes durante tanto tiempo?

Pero incluso esa salvedad resulta incompleta. Porque el tenor, que por décadas aprovechó e hizo uso de su poder para abusar y agredir, es un acusado que nunca cumplirá condena por sus delitos, que sólo admitió en parte, de forma muy poco clara y ambigua, que pudo propasarse con las mujeres que le acusan. Todavía no hay causas abiertas en su contra y es muy poco probable que las haya, porque Domingo, en toda su mayúscula importancia como símbolo cultural, parece encontrarse fuera de la discusión sobre la culpabilidad del agresor y la forma en que asume sus consecuencias. Domingo es un símbolo de lo que la cultura falsamente moralista puede crear. De los monstruos que sobreviven gracias a la ceguera, el anonimato y la insistente visión cultural de la mujer en un rol secundario, tristemente limitado y aplastado por una mirada de la realidad que minimiza a las víctimas.

Hablamos sobre el hecho que Domingo no sólo fue protegido por su círculo de amigos, sino por una visión cultural que asume que la palabra de la mujer no tiene tanto valor como la de un hombre, mucho menos en lo tocante a un crimen de naturaleza sexual. El artista no sólo abusó de manera sistemática de mujeres de su entorno, sino que continuó haciéndolo -a pesar de la posibilidad de ser descubierto e incluso finalmente acusado — amparado bajo esa noción que insiste de que en una agresión, la víctima sólo lo es en la medida que pueda demostrarlo. Porque no se trató de un crimen único, sino de una serie interminable de nombres y situaciones idénticas, de agresiones sexuales continuadas, con toda probabilidad conocidas y ocultas bajo el peso del miedo, la amenaza e incluso, la fama de su autor. Una y otra vez, Domingo no sólo demostró que no le preocupaba ser descubierto, sino que sabía, sin género de duda, que podría continuar perpetrando un crimen silencioso al amparo de esa vastedad durísima del cuestionamiento a la violencia contra la mujer.

Domingo fue el único que pudo demostrar lo que veintisiete mujeres aseguraron durante años y además, al parecer el único que podrá condenarse a sí mismo. El único que podrá hacer funcionar los engranajes de la ley para lograr que sus propias víctimas obtengan justicia. No sólo resulta paradójico sino directamente inquietante el hecho que Domingo sea el instrumento de la justicia — o que podría serlo — sino que además, tenga la responsabilidad — ¿o la posibilidad? — de protegerse sólo callando. Como si la palabra del hombre y el agresor fuera capaz de sostener toda la idea sobre la justicia y la metáfora más inmediata sobre la cultura que propicia la violencia contra la mujer y sobre todo, la estigmatiza.

Domingo no sólo necesitó quedarse callado — como de hecho, lo hizo hasta que las pruebas fueron irrefutables — para continuar en libertad, sino para demostrar que en nuestra cultura, la palabra o la omisión de un violador siempre será mucho más contundente que la de su víctima. Una durísima mirada a nuestra cultura y la forma en que analizamos la violencia como parte de una concepción global acerca de lo femenino.

 

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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