Tetas afuera y el mensaje político necesario

Tetas afuera y el mensaje político necesario
diciembre 6, 2019 Aglaia Berlutti

Hace unos días, una cantante mostró sus pechos desnudos como una forma de protesta política, algo que también ha hecho (y en situaciones más incómodas y comprometidas) el grupo feminista Femen, cuyas miembros suelen aparecer con el pecho desnudo en mitad de circunstancias de índole político y cultural. Tanto una como las otras, utilizan el cuerpo desnudo como un símbolo político, lo que provoca se les acuse de ser exhibicionistas e incluso, de aprovechar el impacto inevitable de la desnudez para crear un escándalo que no es otra cosa que publicidad barata.

Pero ¿Lo es?  ¿Por qué se ignora el significado y la profundidad del mensaje político que integra el hecho de utilizar el cuerpo como una herramienta para articular una expresión simbólica de peso? Al final, la discusión se enfoca en la decisión mostrar o no los pechos de una mujer (o su cuerpo, si hablamos del tema de forma más general), y a estas alturas, seguramente usted también, hipotético lector, tiene una opinión sobre la posibilidad de manifestar cualquier idea, a través de un desnudo. Pero seguramente, esa opinión no incluye al cuerpo masculino, sino sólo el femenino. Y lo hace, porque nuestra historia, contexto y referencias están enfocados a estigmatizar, señalar y apuntar hacia la mujer y su derecho de crear un mensaje, más allá del sexual, a través de su cuerpo.

Sí, sé que lo anterior se escucha dramático, radical, violento. ¿Feminazi? ¿Piensa en esa palabra justo ahora? Seguramente lo hace. Incluso, si es mujer. Porque la idea que debe censurarse el desnudo femenino está tan normalizada, convertida en parte de una percepción más amplia y directa sobre la identidad, que los pechos de una mujer (tan parecidos a los suyos, con la misma simbología cultural que usted lleva a cuestas) le deben resultar ofensivos. ¿No es un fenómeno curioso ese? ¿No le resulta desconcertante que ahora mismo usted esté buscando cientos de razones para afirmar y zanjar la cuestión que los pezones deben permanecer ocultos por necesidad, en lugar de lo contrario? ¿Le produce incomodidad, un atisbo de burla, la cuestión que la cantante se descubrió el pecho y uso el poder sobre su cuerpo como un mensaje estructurado?

¿Cuál mensaje? Se está preguntando, sin duda. ¿Qué mensaje tiene que ser escrito sobre los senos de una mujer? ¿No podía decir lo mismo cubierta, con el cuello bien cerrado? He leído todo tipo de comentarios parecidos: Los que hablan sobre la anatomía exclusivamente “sexual” de los pechos y pezones, las burlas sobre el aspecto físico de las manifestantes desnudas, los que insisten que la desnudez es sinónimo de escándalo y no de ideas. Pero, de hecho, mostrar el cuerpo contra la norma y la regla es uno de los más poderosos mensajes políticos que pueden enviarse. Sobre todo, en una sociedad provinciana, conservadora y reaccionaria como la nuestra, convencida que tiene el poder de aplastar a la mujer bajo sus prejuicios.

No se trata de algo nuevo, claro. Me refiero en concreto, a que la historia ha menospreciado a la figura femenina a una mera idea asociada con la idealización masculina. Una mujer sólo puede desnudarse si complace lo que una cultura de hombres piensa sobre ella. Si muestra los pechos para seducir, mostrarse sexualmente accesible o para alimentar un bebé, el otro extremo del debe ser. De resto ¿Para qué? ¿Para qué mostrar los pechos en público? De la misma manera en que un considerable número de personas se pregunta en voz alta el motivo por el cual una mujer tiene derecho a decidir sobre su capacidad reproductiva, de contraer matrimonio, de abortar, ese grupo reaccionario, obsesionado con una “decencia” virtual que sólo aplica y es válido si complace formas invisibles de discriminación.  ¿Por qué una mujer querría utilizar un topples visible, que no coincide con un ideal estético para protestar?

La razón, querido lector, es sencilla: porque es su cuerpo y puede. ¿Le irrita la frase? ¿Le parece simplista y violenta? No lo es tanto. Y es el mero hecho que finalmente, una mujer pueda mostrar el pecho con una consigna política, es un logro luego de años de someterse a esa voz colectiva que le indica debe desaparecer, ser invisible, pasar desapercibida.

Desnudos, dolores, puertas cerradas:

Por supuesto, a cualquiera que se desnude para promocionar una idea también se le llama “puta”.  He  leído en más de una ocasión y en todas las combinaciones posibles. “Puta” por decidir mostrar “las tetas” para no decir “nada”. “Puta” por considerar que su cuerpo es el mejor lienzo para una conclusión sobre un hecho que la rebasa. “Puta” por presentarse en un escenario de semejante calibre y decidir mostrar los pechos, sin tener en consideración la multitud enfermiza que la señalaría y la acusaría. Sin duda, Puta es una palabra popular. O así pareciera: se utiliza como interjección, insulto, incluso en tono bromista, casi cómplice. Tal vez, la palabra puta no tenga su contundencia de antaño, pero continua sin gustarme. Me produce cierto malestar lo que aún se percibe de ella. Me refiero en concreto, a esa idea un poco general que denota la palabra y que implica no solo nuestra opinión sobre el comportamiento femenino sino nuestro juicio sobre él. Porque la “puta” sigue siendo la mujer que se condena, que se mira de reojo, a la que se puede insultar por tomar su cuerpo, personalidad e identidad y hacer con ellos lo que bien pueda parecerle.

Claro, sé los orígenes de la palabra. Es un sinónimo peyorativo de la palabra prostituta. Pero si bien “meretriz”, “prostituta” y otros adjetivos parecidos definen lo que los griegos llamaban “porne”, derivado del verbo pernemi (vender), puta sugiere algo más. Porque la puta es descarada, no disimula la vergüenza que se supone debía causarle su identidad como “mercader del sexo”. Así se lee al menos en demenciales tratados del siglo XIV sobre la sexualidad femenina. Bueno, seamos claros: no se hablaba sobre lo que no se existía. Para el medioevo la mujer no tenía derecho a sentir placer, a desear, a disfrutar de su cuerpo. La mujer era un subproducto divino, vía directa de la costilla del Célebre Adán, cuya única función, además de tener niños — lo más posibles — era tentar la conciencia masculina. De la manera que la sexualidad para la mujer se resumía y se restringía a engendrar y parir. Para todas las que no aceptaban eso, para las que simplemente disfrutaban de manera natural del placer, para las que soltaban carcajadas durante el sexo, para las que gozaban de la libertad de fornicar, había una palabra. Puta. Y Puta del diablo, si además cometías el improperio de saber leer, escribir o tenías la osadía de pensar. De manera que bien pronto, la “Puta” ya no era la “Ligera de cascos” como se diría en español castizo, sino la que infringía la sagrada norma de no “atenerse” a lo que se esperaba de ella, a lo que se suponía era propia de la feminidad. Puta le gritaron a Juana de Arco al quemarla, Puta le gritaron a Cristina de Suecia más de una vez (y con todo y lo reina que era), y mucho se habló de lo “puta” que era Isabel I de Inglaterra, a pesar que también se le llamó la reina “Virgen” — cosa dudosa, o al menos eso quiero creer — y se reconoce su reinado como “la edad de Oro” inglesa. Porque Puta es la que transgrede ese orden supuestamente divino y procaz de la mujer supeditada al hombre, de la mujer colgada del brazo del marido de turno, la mujer invisible. La mujer que rompe el anonimato, que camina por la calle con paso firme, la que se lleva a la cama al hombre que prefiere y como quiere, esa, era la puta por excelencia.

De modo que una mujer que hace con su cuerpo lo que quiere y le place, es una puta. Lo es para usted, que tanto le molestó y le irritó que la cantante chilena llamara la atención sobre un tema de envergadura con el pecho al descubierto. Pero no puedo culparlo a usted, lector (lectora) que es el heredero de miles de años de mensaje que transforman el cuerpo desnudo en una afrenta.  La idea parece remontarse a siglos de existencia. Desde las Vírgenes y Santos cubiertos de ropa y el horror ante los Dioses Romanos y griegos temidos, gloriosos en su desnudez aparentemente procaz. La desnudez como la evidencia directa de la provocación y la necesidad de concebir el cuerpo humano como parte de esa connotación divinizada que se violenta con el desnudo. Más allá, el cuerpo sin ropas parece sugerir un tipo de libertad que se enfrentaba frontalmente con la idea básica del ser humano como una criatura razonable e intelectualmente superior. La civilización presume el control de los impulsos y el cuerpo desnudo, parece contradecir ese axioma básico, necesario e imprescindible para considerarse parte de la idea de una visión mucho más elevada de sí misma. Y es que para la Iglesia — por entonces el poder absoluto — la desnudez era no sólo la tentación que debía combatirse sino un símbolo del yo salvaje que parecía prosperar al borde de la razón. Y que idea peligrosa esa, tan inquietante, la de un hombre o una mujer que pudiera desnudarse sin sentir culpabilidad y vergüenza. Que preocupante, esa interpretación del cuerpo humano como símbolo de libertad y poder personal. En una época donde la Iglesia insistía en el monopolio del conocimiento y tenía la capacidad de castigar por la mera contradicción, la idea del desnudo debió percibirse como peligrosa.

No obstante, la noción de lo que es censurable, evolucionó a medida que la cultura reconoció — o recordó — el cuerpo humano como parte de lo esencialmente se considera sensible, artístico y elevado. El Renacimiento volvió a mirar el cuerpo humano con asombro y lo recreó con una vitalidad que despertó la ira de la Iglesia, pero fascinó al hombre ávido de conocimiento. Los Dioses Griegos y Romanos volvieron a mostrarse en todo su esplendor carnal y el mundo pareció reconocer el valor de la piel y esa sensualidad tan temida, como parte del pensamiento histórico. Somos criaturas sensoriales, extraordinarias, piel y espíritu, carne y pecado, dualidad absoluta, parecen sugerir los grandes frescos de una época brillante, donde el cuerpo humano desnudo reinó y también se hizo parte de esa percepción brillante y por entonces tan novedosa, de la tentación como parte esencial del arte que se presume provocador.

Pero la historia es cíclica, por supuesto, y en lo que respecta al desnudo, lo es aún más. Luego del fulgurante renacimiento, el cuerpo humano volvió a cubrirse con telas y prejuicios. Durante siglos, la desnudez — sobre todo y en ocasiones, únicamente la desnudez femenina — fue considerada símbolo del pecado, de una afrenta divina y cultural de proporciones tan preocupantes como inesperadas. Porque la desnudez no sólo era vulgar sino también, una grave afrenta a la moral pública. La desnudez, incluso la artística, la que llenaba los cuadros colgados en los principales museos del mundo, seguía mirándose con desconfianza. El desnudo continuaba siendo sugerido, apenas un accidente ocasional en los espléndidos paisajes y escenas bucólicas, una idea que parece solo ser aceptable si está lo suficientemente justificada por la timidez de la cultura. De manera que los prerrafaelistas podían desnudar a sus lánguidas damiselas sólo si conservaban su pureza, esa exquisita y etérea inocencia que las apartaba de toda tentación. Las mujeres desnudas del arte, rodeadas de caballeros bien envueltos en lujosas telas, se hicieron motivo común. Todas espléndidas, exquisitas, de miradas inocentes y largas cabelleras brillantes, doncellas en apuros rodeadas de paisajes fantásticos. Y desnudas claros. Tal parecía que mientras el desnudo no incitará al pecado evidente, podía admitirse. Desde el Perseo y Andrómeda de Tiziano con su doncella exquisita y sufriente — y desnuda — hasta el cuadro El caballero errante de John Everett Millais en 1870, los caballeros recatadamente cubiertos por armadura de ropa o metal, continuaban justificando la existencia de la mujer desnuda. Se habló sobre la desnudez como el simbolo de la fragilidad, de la belleza, de lo etéreo. Del cuerpo como metáfora de la suprema belleza. Aún así, la desnudez continuaba siendo objeto de desconfianza: en la pintura original de Millais, la figura femenina miraba directamente hacia su pudibundo caballero andante, en una expresión que fue considerada provocativa. Porque la desnudez sólo podía ser humilde, servil, simple, ingenua. De manera que Millais fue obligado a pintarla de nuevo, apartando con enorme timidez la mirada. La desnudez artística volvía a tener significado — y motivo, lo cual resulta más preocupante — para el puritanismo de la época.

Y es que quizás, el arte como reflejo de su época, solo continuó mostrando el terror a la intimidad y a la comprensión del ser humano que por mucho tiempo se expresó a través de una feroz conciencia moral. Siglos de hombres y mujeres separados por una barrera intelectual, para evitar la posible y siempre insistente tentación. Pero a la vez, ese autodescubrimiento que brindara sentido — y forma — a la conciencia de la individualidad. Hombres y mujeres tímidos y torpes, ellas llevando dolorosísimos corset y ellos pesadas chaquetas de paño, para que la piel se encontrara a la suficiente — y prudente — distancia de esa necesidad carnal de reconocimiento. Más aún, el cuerpo humano se insistió en interpretar como peligroso. Temible. Perpetuamente perverso.

Con el siglo XX, la revolución del cuerpo humano sobrepasó las ideas más optimistas. En un reflejo del renacimiento, la idea del cuerpo tentador regresó con mayor fuerza y sobre todo, convenientemente lejos de esa percepción del pudor que por tanto tiempo se consideró necesario. De nuevo, el cuerpo humano volvió a ser sexual y disfrutó siéndolo. La nueva visión llegó a todas partes: desde la percepción elemental de lo que la sexualidad es (y más allá, de lo que denota) y también de sus implicaciones. Se podía ser sexual, se necesitaba ser sexual, se aspiraba a ser sexual. El desnudo pasó a ser accesorio, formalmente intrascendente. Como las escenas de las Damas frágiles rodeadas de hombres en armaduras, la desnudez pareció perder importancia en la sobre estimulación, en la idea insistente, evidente y sobre todo, voraz, sobre lo que el cuerpo desnudo puede significar. Todo y nada, la belleza sublimada, la vulgaridad aparente. La necesidad, la metáfora, la piel, el deseo, el sexo.

Y en medio de esa confusión de conceptos, del cuerpo humano creándose así mismo a través del medio, las Redes Sociales y usted que forma parte de ellas, parecen transitar con dificultad por una serie de conceptos que quizás aún no puedan interpretar bien. Porque en esa infinita conversación, en esa extraordinaria visión del pensamiento humano simplificado y construido a partir de lo inmediato, la desnudez con su enorme carga de significado parece construirse a la medida de una mirada restringida, incapaz de abarcar la idea y de construir un concepto a la medida de lo que sugiere e incluso se interpreta. Y es que, desde las Redes Sociales, la desnudez se mira con recelo, o mejor dicho, se asume como una perspectiva limitada. Es entonces cuando un poco de vello púbico puede ser sexualmente inquietante e incluso, una versión lineal y poco comprensible de lo que asumimos erótico. La censura debida, sin matices. La idea esencial de lo que comprendemos como desnudez reinventada para una formula obsoleta y prejuiciada de percibir el cuerpo humano.

De modo, que le tengo noticias: Que una mujer se desnude es un hecho político. Y que usted se disguste, también. Saque las conclusiones que pueda al respecto y recuerde: el cuerpo femenino ya no le pertenece a la historia. Y eso también, es el mayor y más poderoso mensaje simbólico imaginable.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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