Si existe un tema que puede sentar en una misma mesa a las mujeres de cualquier ideología, edad, orientación sexual, clase o raza, en un país tan polarizado y machista como el nuestro, es el de la violencia de género. De una u otra forma, en algún momento de nuestras vidas, hemos sido violentadas por hombres que fueron formados para eso, para violentar. Desde el “inocente, popular y tradicional” piropo, hasta el feminicidio, pasando por descalificación, sexismo, acoso callejero, cosificación, discriminación, insultos y golpes, la paleta de colores de la violencia contra las mujeres es amplia y variada.
Algunas ni lo ven, acostumbradas como están a normalizar la opresión y asumirlo como parte del paisaje social. Otras lo reconocen como tal y callan. Sobre todo, cuando observan con la particular manera que tienen las instituciones patriarcales de enseñarnos vicaria pero contundentemente, lo que le pasa a la amiga cuando denuncia. Revictimización se llama. Calladita más bonita. Quién te manda a buscar lo que no se te ha perdido…
Pocas hablan, denuncian, rompen el silencio. Pocas se rebelan contra una masculinidad tóxica que permea todas las estructuras institucionales. Son unas valientes, se atreven a elevar la voz, a usar su palabra para intentar transformar este espejismo de igualdad que nos han vendido. Vistas las enardecidas reacciones, estamos seguras de que esta es la batalla que importa.
La verdad es que, en este momento preciso de la historia, varias generaciones de mujeres estamos conviviendo y compartiendo una conciencia de género única, mujeres del gobierno y de la oposición, urbanas y rurales, ricas y pobres, sensibilizadas todas por el terrible impacto de la violencia machista expresada en cifras de víctimas y asesinadas, por la inequidad en las oportunidades y por el desigual reparto del poder.
Las mujeres en este país estamos hartas.
Lo recojo en mis talleres y diálogos con muchas de ellas. Lo recogen informes de ONGs expertas como Mujeres al Límite, el Informe Bachelet, Cáritas y otros más que dan cuenta del impacto de esta emergencia humanitaria de manera diferenciada sobre las mujeres. Todavía, en este siglo XXI, tenemos que explicar que somos la mitad de la población, que no nos traten como minoría. En pleno 2019, seguimos exigiendo que se respeten nuestros derechos, clamando para que ni una más sea asesinada a manos de su pareja o expareja y que se les crea a las víctimas cuando denuncian, advirtiendo que no estamos siendo incluidas en espacios de representación política o económica. Desgastante, si lo intentas a título personal.
Pero como dice la profesora Gioconda Espina, el mejor antídoto contra el patriarcado universal es la unión de las mujeres. Ella demuestra con ejemplos concretos, cómo la estrategia unitaria, por encima de diferencias político-ideológicas, fue la que permitió el avance- tímido, pero avance al fin- de algunos de los reclamos feministas de los últimos años en Venezuela. También sostiene que, en nuestro país, el feminismo nunca ha sido un movimiento de masas. No llenamos calles cuando salimos a manifestar, ni generamos nutridas convocatorias como observamos en otros países.
Idéntica aseveración hace la profesora Gloria Comesaña cuando relata su experiencia desde la Liga Feminista del Zulia: “cuando nos cerraron la Casa de la Mujer, nadie se inquietó, nadie nos defendió y nos dimos cuenta de que nuestro fracaso fue no hablarle a las mujeres de base, nunca logramos hacer un movimiento popular. Fue una iniciativa sin dolientes”. Por estas razones, si una tarea pendiente y urgente tenemos las feministas venezolanas es la de mostrar con argumentos más claros de los que hemos usado hasta ahora, que en este nuestro querido país estamos lejos de haber alcanzado igualdad real de oportunidades entre mujeres y hombres y que el patriarcado y el machismo campean a sus anchas como en todo país caribeño y subdesarrollado.
Ni socialista ni liberal
Las dudas y rechazos que despierta en Venezuela el feminismo como concepto aglutinador, pasa por el uso que algunos grupos político-ideológicos hacen del movimiento. Por ejemplo, feministas de izquierda consideran que no es posible alcanzar igualdad de derechos si no se acaba con el capitalismo; incluso, algunas consideran que solo la revolución marxista acabará con el dominio patriarcal. Creo que la humanidad ya acumula unas cuantas experiencias nacionales de revolución que han dejado en evidencia que el tránsito hacia la “nueva sociedad”, hacia la sociedad que además llaman “del hombre nuevo”, no ha tenido especial trascendencia en términos de poder femenino. La sociedad-estado que se arma en los países donde se construyen regímenes marxistas, rara vez da paso a sistemas de igual representación e igual poder. No hubo una mujer presidenta en 70 años de revolución soviética, ni nada parecido a igualdad en la composición de género de los soviets. Tampoco en Yugoslavia, Cuba, China o Albania.
Por otro lado, conozco mujeres que no aceptan ser feministas porque sus ambientes familiares y culturales son de índole más liberal y ven al feminismo vinculado al socialismo o la revolución. Algunas incluyen en el conflicto el término “igualdad”; no les gusta, les suena a socialismo. Confundidas, argumentan que el feminismo pretende construir una sociedad en la que todos seamos la misma cosa, en la que no podamos diferenciarnos. Es un argumento fácil de rebatir: el feminismo aspira a la igualdad de derechos. Aspira que ninguna niña sea educada sin algún derecho reservado para su hermano varón, limitada en algún ejercicio de su libertad, sea el que sea. A veces pasa que son de cultura cristiana y sabemos que, tanto católicos como protestantes, al igual que otras religiones, son protectores de una “verdad milenaria” que muchas veces les ponen a la zaga en los avances sobre derechos de la mujer.
El feminismo en el que yo creo, considera los cambios posibles de las sociedades liberales y democráticas occidentales como eje del desenvolvimiento deseable para los progresos en el campo de la igualdad de derechos femeninos. Creo asimismo que, a pesar de las resistencias, la asunción feminista es impostergable y que si la humanidad tiene un futuro de mejoras y progreso es porque las mujeres lo construimos con nuestra participación en condiciones igualitarias en todos los espacios, públicos y privados.
No me importa si tengo más espacio de coincidencia con izquierdas o derechas. Con ninguno de esos sistemas a las mujeres nos ha ido bien, porque por encima de todos ellos, existe el sistema patriarcal, que marca el juego de las relaciones de poder entre géneros. No mordamos la trampa de anteponer la diatriba política polarizada a la lucha por los derechos de las mujeres.
Nuevas formas de protesta
Grupos feministas organizados en Caracas, Mérida y Maracaibo, tanto de la sociedad civil como afectos al gobierno, están convocando por estos días a unirse al ya famoso performance creado por el colectivo interdisciplinario de mujeres en Valparaíso, Chile, “Las Tesis” y así retransmitir el mensaje que se ha dado en varias ciudades del mundo, en una suerte de réplica espejo del sentimiento que genera saber que no fuiste tú la culpable de que te abusaran y de que ya no se puede vivir en el silencio. Es un canto tribal lleno de simbolismos que se hizo viral en segundos.
Esta generación de chicas millennials o centennials, llamadas la cuarta ola feminista, está heredando de sus abuelas y madres el reclamo histórico contra la dominación patriarcal. Si bien las banderas de esta cuarta ola siguen siendo prácticamente las mismas que las que le anteceden (aún en este siglo hay países donde las mujeres ni reciben educación, ni votan, ni abortan libremente) el foco ahora se pone en el sistema, -no en las mismas mujeres, no en las individualidades-, sino en las reglas de juego que nos ponen a jugar.
Es fundamental entender esto, porque los cambios y avances de algunos grupos de mujeres en el mundo registrados a la fecha se han dado al parecer, sin que el patriarcado haya cedido como patrón cultural desde donde se educa y condiciona la actuación de hombres y mujeres, dejando a estas últimas por fuera de cualquier esquema de privilegios. Pareciera que son concesiones que se van haciendo bajo la presión de grupos organizados, pero sin que se altere de fondo la estructura que lo sostiene.
De aquí la enorme importancia que este “flashmob” urbano tiene en el avance del movimiento feminista, a pesar de la sensación de pánico moral que algunos voceros de peso están queriendo contagiar, usando burlas o críticas despiadadas al baile y las chicas involucradas. Todo lo contrario. Estamos frente a una poderosa e innovadora estrategia política colectiva puesta sobre la mesa en modalidad canción de protesta, con un impacto global similar al que tuvo el movimiento #MeToo en 2016: la confesión de una vida signada por el miedo a ser violadas con la aquiescencia de un estado que fomenta la impunidad.
En esta etapa tan trascendental de cambios para nuestras mujeres, minimizar las diferencias de partido y aprovechar las confluencias que compartimos como un género que ha sido discriminado por todos los sistemas políticos que hemos conocido, extender la sororidad y maximizar el reclamo legítimo y la divulgación de nuestras incomodidades con fuerza, me parecen tareas necesarias para todas las organizaciones y liderazgos sensibilizados en este interés común.
Por eso amigas del gobierno, no me le cambien la letra al himno de las chicas chilenas, para culpar “al imperio o a los gases”. Cantemos juntas la letra como es, sin distorsiones, sin hacerle el juego a una pelea que está muy por debajo de la que nosotras tenemos que dar: “son los guardias, los jueces, el estado, el presidente. Es feminicidio, es impunidad, es la desaparición, es la violación”. Como postearon las mismas @lastesis: “no nos financia nadie, ni Maduro, ni Bachelet, ni la ONU, ni Putin, ni la fundación Clinton o la CIA”.
El violador eres tú, es una realidad aquí y en todos los países del mundo. Esta es una lucha transversal que atraviesa múltiples realidades, ideologías y culturas. El reto que nos convoca está claro: no es un grupo, somos todas. La respuesta tiene que ser política y sistémica.
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Publicado en la Revista Clímax 09/12/2019