En nuestra primera sesión, mi nueva terapeuta me preguntó qué pensaba sobre el sufrimiento. La pregunta me dejó desconcertada, de mal humor y en especial, tan incómoda que estuve a punto de cerrar la videollamada. Pero no lo hice. En lugar de eso, pasé un largo minuto en un intento de analizar la cuestión. Al fin y al cabo, es una pregunta en apariencia simple, pero también, una pregunta confusa que se extiende a varios espacios de mi vida y supongo, que a la cultura en que nací.
— Pienso que es algo inevitable — dije, por último, por decir cualquier cosa.
— ¿Inevitable…? ¿por qué? — preguntó ella.
— Porque vamos a sufrir, la vamos a pasar mal. No hay una forma que eso no pase.
— No estoy diciendo que me hables de lo que crees pasará en el futuro. Te pido me expliques qué crees sobre el sufrimiento.
Creí que ya te lo había dicho, pensé con cierto malestar. Suspiré, me miré las manos. Y no sé por qué, pensé en una frase de Ingmar Bergman, que había leído hace unos años atrás. En su libro “Images, my life in films” habla sobre lo mucho que le interesa el sufrimiento humano. Lo mucho que desea explorar y profundizar en esos espacios retorcidos y desconocidos. “Sufrimos porque la naturaleza humana rechaza la posibilidad de no hacerlo”. ¿Eso es lo que pienso sobre el sufrimiento? pensé con las manos retorcidas, mientras mi psiquiatra esperaba con paciencia. ¿Qué ocurriría para que todos estamos convencidos que el sufrir es algo relacionado directamente con la naturaleza humana?
Pero Bergman iba más allá. En otra parte del texto y esta vez, en una reflexión profunda acerca de El Séptimo Sello, Bergman asumía el hecho de la incertidumbre como “incontestable”. La ya clásica imagen de la muerte jugando ajedrez con un caballero, era la conclusión de una serie de depuradas ideas sobre algo con lo que Bergman estaba obsesionado. La posibilidad de la ausencia de significado. Nada pasa por nada. Nada por consecuencia de algo. La existencia es un accidente mayor, inenarrable y poderoso. Puede ser tan simple como una jugada de ajedrez, como un sueño no cumplido, como un hilo que se une y se enhebra entre dos ideas al mismo tiempo. De hecho, en el libro, el autor llega a decir “sufrir puede ser un arte”. ¿Es necesario entonces la ponderación del sufrimiento para comprender que es lo que somos? Tragué en seco, incómoda y abrumada.
Mi psiquiatra escuchó todo lo anterior con paciencia. Me dedicó una larga mirada y al final, pareció un poco indecisa. Me pregunté si creía que traer a colación una reflexión acerca de un director cinematográfico conocido por su retorcido sentido sobre la percepción del otro, era una forma de evadir la respuesta. Tal vez lo era, me dije avergonzada. Tal vez conversar sobre Bergman cuando solo debía dar una respuesta simple, era una forma de hacerme daño con el silencio.
— En realidad, sufrir es la forma en que confieres importancia o cómo interpretas lo que vives — dijo entonces — Bergman creía que sufrir es parte del hombre, pero en realidad, el sentido del dolor emocional es más que eso.
He pensado mucho en esa primera conversación durante las últimas semanas, cuando la miniserie Escenas de un matrimonio de Hagai Levi — un remake discreto sobre la obra del mismo nombre de Bergman — trajo a colación la percepción sobre el sufrimiento en pareja. En 1973, la miniserie del mismo nombre asombró a la televisión sueca. Una Liv Ullmann extraordinaria en su mirada sobre la infelicidad y un Erland Josephson contenido y abrumado por el dolor cotidiano, se enfrentaron por seis capítulos en una disertación sobre el motivo del sufrimiento que puede unir y destrozar, a la vez que crear una condición sobre la simple convivencia.
Amparados en los diálogos poderosos de un Bergman envilecido y sostenido por su propio dolor íntimo, la producción televisiva deslumbró y cautivó a millones de televidentes. El impacto fue tal, que por meses se debatió en todos los ámbitos públicos el peso de lo planteado por Bergman, la agudísima agonía de Marianne (Ullmann) y Johan (Josephson) en medio del desplome de su matrimonio.
Para el año siguiente, la miniserie se convirtió en una película que deslumbró a Norteamérica. Y por supuesto, transformada ya en un mito del séptimo arte, ha sido el núcleo de varios planteamientos semejantes a lo largo de los años. Desde Kramer vs Kramer (1979) de Robert Benton hasta la reciente Marriage Story (2019) de Noah Baumbach, el padecimiento del amor devenido en desesperanza y en el peor de los casos en odio y rencor, es un ingrediente esencial para entender cierta introspección del cine sobre el fenómeno del matrimonio. Incluso la durísima Pieces of a Woman (2020) de Kornél Mundruczó, se alimenta del desplome del matrimonio como símbolo total de una idea de futuro, la contradicción de la necesidad del otro y la búsqueda de la reivindicación de los espacios emocionales a través de una dependencia cada vez más tortuosa.
Por supuesto, la nueva versión de Scene of a Marriage pone en relieve ese valor consciente de la desazón y el sufrimiento. Y lo hace bien. Lo elabora dentro de la cápsula de un matrimonio que atraviesa toda una serie de etapas en una ruptura con un demoledor peso emocional y también, las heridas que sufren a consecuencias de todo tipo de circunstancias que le desbordan. Jonathan (Oscar Isaac), es un académico ególatra y devastado por el desamor. Mira (Jessica Chastain), atraviesa una crisis de edad madura y lucha contra las grietas de su identidad, la ruptura del vínculo que le une a su familia e incluso, la forma de mirarse a sí misma. Ambos, se hacen daño, pero no pueden mantenerse alejados. No del todo y por mucho tiempo. Poco a poco, la relación se vuelve un singular laberinto angustioso en que la destrucción emocional es inminente, solo para que el ciclo comience de nuevo.
Y aunque la versión de Levi no es tan poderosa (ni pretende serlo) como la de Bergman, ambas dialogan sobre los mismos temas e hilos. Ambos están convencidos de la necesidad de entender el trauma que atraviesan, que el vaivén agotador de amor, desgarros espirituales e intelectual, la necesidad sexual, íntima y persistente del uno por el otro, es el único puente que les une. Es ese puente el que atraviesan una y otra vez.
La serie, que no busca dar respuestas — la naturaleza humana no suele tenerlas — termina con ambos personajes, en medio de un paraíso insular retorcido y doloroso en el que se miran uno a otro como víctimas y mártires del mismo proceso destructor. Para la última escena, Jonathan y Mira son espejos de una caníbal necesidad de asumir el sufrimiento como el único camino para mantenerse juntos. La arbitrariedad y la insinuación de lo inevitable — de nuevo, Bergman al fondo de todos los esquemas — para seguir juntos a pesar de todo. Después de todo.
La serie ha provocado todo tipo de discusiones. La gran mayoría entre los que creen que el choque entre dos fuerzas idénticas que terminan (o terminarán) por hacerse pedazos es algo propio de la naturaleza humana. O los que están convencidos que esa devastación absoluta es un “destino” escrito a fuego en el comportamiento humano. De este último grupo, he escuchado argumentos que insisten que el sufrimiento y el amor van de la mano. O que el sufrimiento es una línea violenta de necesidades insatisfechas cuyo único objeto y sentido es que sea asimilado antes o después. Tantos uno como para los otros, la debacle de los personajes era inminente.
Pero mientras una parte está convencida que un padecimiento semejante se enlazará de una manera u otra con el delicado sentido del absurdo humano, la otra celebra el hecho que la serie muestra hasta dónde una pareja puede hacerse daño. Puede infringirse todo tipo de heridas. Puede al final, transitar una agónica ruta hacia el desastre personalísimo. Después de todo y siguiendo el credo de Bergman, todo el mundo está construido para y por el dolor. ¿No es así?
— Ojalá fuera tan sencillo — dice un amigo, también psiquiatra — ojalá fuera tan simple creer que el sufrimiento es un bache en el camino con el cual tropezarás. Lo es de hecho, pero creer que es necesario, es simplemente una manifestación de estar predestinado a ser infeliz.
— En la serie se siente así — le comento.
— Somos una sociedad criada por Santo Tomás — se burla.
Se refiere, claro a Santo Tomás de Aquino. El fraile católico nacido en 1225 y que dedicó una buena cantidad de tiempo a hacerse preguntas sobre el sufrimiento. O, mejor dicho, el dolor. Según el muy excelso teólogo, el dolor emocional debe cumplir dos variables: en primer lugar, el logro de un mal y en segundo lugar la percepción de este logro (coniunctio alicuius mali et perceptio huiusmodi coniunctionis). Tanto una como la otra son necesarias y también suficientes. Pero por supuesto, la Iglesia siempre ha creído que el sufrimiento humano dignifica y cristaliza la voluntad a un bien superior. Jesucristo murió torturado y después de un castigo espantoso. En una cultura basada en esa concepción del tema, hay un recorrido inconsciente hacia algo más torvo, no es así.
— Ojalá se pudiera explicar con filosofía, sería más sencillo — dice mi amigo — en realidad, en Occidente al dolor se le confiere una importancia concreta. Por eso es que mucha gente ve a dos personas gritándose una a la otra y en lugar de recomendar una consulta psiquiátrica dicen “los que se pelean se aman”.
Me echo a reír. Le cuento de la serie. Pero, además, le detallo las opiniones en debate. Le muestro tweets, largos posts en Facebook, lo preocupante que me resulta que mucha gente crea que está bien sufrir de esa manera, que es natural, que cumple cierta armonía dolorosa e incómoda, que se enlaza con algo más tumultuoso y relevante. Mi amigo se encoge de hombros.
— Mira, la gente cree que el amor tranquilo no es amor. Porque el amor desata todo tipo de instintos, entonces está bien que, si se acaba, cambia o los intereses se transforman, se vuelva un caos violento. La gente te dice que el amor tiene “aristas y espinas”. Te insiste en que cada “pareja es un mundo”. A nadie le gusta que le digan que simplemente repiten ciclos aprendidos y que lo hacen porque así es más fácil, más cómodo y hasta sofisticado.
Me vuelve a hacer reír lo que dice. En una crítica que leí recién, alguien comentaba que Escenas de un matrimonio de Levi era un desfile de ropa de diseñador, objetos de lujo y belleza elegante. Sufrir a la manera de los que nada temen sino el sufrimiento, comentó un crítico con un agudo sentido de lo perverso. Pero al final, parece será cierto.
— Es mucho más decadente decir que el sufrimiento es válido, que está bien que dos personas vivan una ruptura de años y terminen con cicatrices emocionales de años, que simplemente pensar que necesitan un psiquiatra — dice mi amigo — el sufrimiento emocional puede entenderse, pero en nuestra época es incluso un símbolo de estatus.
Casi por accidente, pienso en la maravillosa cantante Adele, que, por cada desamor y cada evento trágico en su vida, ha logrado crear maravillosas versiones artísticas, que además le han hecho reconocida y parte de la historia de la música. Pero más allá del mundo pop, el fenómeno se repite. ¿No es lo mismo que ocurrió con Oskar Kokoschka y Alma Mahler?; lo mismo de Oscar Wilde y Bosie. Por poco, lo mismo entre Keats y su amada Fanny Brawne.
¿No decía Mark Twain en tono de burla que los amores corrientes no están destinados a crear grandes libros? Quizás por eso su obra menos conocida sea Los diarios de Adán y Eva. Nada de Jessica Chastain rompiéndose la ropa para mostrar los moretones que le deja su joven amante. Nada de los Kramer sollozando el uno por el otro. Nada de Adam Driver gritando al cielo por su amor mientras Scarlett Johannson se derrumba a sus pies. En la obra del escritor, el gran y primer matrimonio solo lucha contra algo incómodo e inmenso: lo cotidiano.
— A nadie le gusta considerarse corriente — dice mi amigo — está en nuestra concepción de lo fantástico creer que vivimos la gran historia del amor. Y eso incluye dolor y tristeza. Pero en realidad, las grandes parejas de toda la historia necesitaban un sillón, calmantes y ejercicios.
Una frase con un burlón amor negro que me recuerda que, a pesar de sus largas diatribas, Santo Tomás no creía que el sufrimiento fuera definitorio de la vida. Algo en que sí confiaba -y con qué interés — Friedrich Nietzsche. Claro está, el sufrimiento es parte de la vida y el bueno de Santo Tomás lo dejó por escrito. Pero siempre estuvo consciente que no era necesario y que, de hecho, había algo esencialmente perverso en eso. ¿Iría Santo Tomás al psiquiatra? Seguro que sí.
Pienso en Mila y en Jonathan mientras mi psiquiatra me recomienda tomar sol, caminar, leer libros como prefiera — que el terror te abrume, si te gusta — y pienso que muy pocas veces, somos conscientes de que el hecho de la felicidad es una decisión hacia lo evidente. No, el sufrimiento no es un cáliz, una celebración, el epítome de la gran escena de la vida. Se trata de admitir que algo va mal, que algo va terriblemente mal y que es necesario pedir ayuda.
¿Suena sencillo? Oh, sin duda el gran Bergman me odiaría por pensar de semejante manera, me digo entre risas. El mismo que dejaba hijos como buenos regalos para sus parejas, el mismo que prefería el arte al amor, el mismo que sentenció en su libro “el sufrimiento es arte, el amor es solo algo que ocurre”. Hay que ser cínicos sin duda y allí concuerdo con el querido señor, pero serlo en el sentido fundamental: sufrir no es una gran revelación. Es una herida. Y como tal hay que curarla.