La justicia ciega que apunta a la mujer violada.

La justicia ciega que apunta a la mujer violada.
agosto 12, 2019 Aglaia Berlutti

Hace unos días, un conocido con quien almorcé, me preguntó por qué insisto en “creer a desconocidas” que hablan sobre violaciones en detrimento “de los acusados que tienen los mismos derechos que la víctima a la honra “y buena reputación”. Me llevó unos minutos digerir no sólo la pregunta sino el tono inquieto y hasta irritado de su pregunta.

— ¿Por qué debería dudar de la víctima, en primer lugar?
— Porque el acusado también tiene derecho.
— Bien, y yo espero que la ley los haga valer. Que se compruebe sin lugar a dudas su inocencia y pueda disfrutar de una vida plena. Pero la víctima merece ser escuchada.

Mi amigo masticó, tomó un trago del refresco con que acompañaba la comida. Entrecerró los ojos y le noté colérico e incómodo. No dije nada, aguardando por su respuesta. La verdad, no es la primera vez que alguien me dice un argumento semejante pero siempre, me sorprende la visión sobre la violación, la credibilidad de la víctima y sobre todo, la noción sobre la violencia que lleva aparejada. De manera que aguardo, intentando tener paciencia y comprender que somos una cultura machista, con una acendrada perspectiva conservadora sobre el comportamiento de la mujer. Convencida que lo femenino debe supeditarse al control de un moral acomodaticia e hipócrita.

— Una mujer puede acusar de violación por muchas cosas — dice entonces-dicen que sí, luego que no. Pueden…confundir lo que uno hace. Puede incluso — carraspea, me mira avergonzado — no es tan sencillo como acusar.              — ¿Cómo es? — pregunto con toda sinceridad.
— Mira, una mujer puede acusar a un hombre violación para hacerse famosa, llegar a la fama.

Suspiro, aburrida de escuchar aquel argumento disparejo y mal construido otra vez. Si mal no recuerdo, sólo dos mujeres han llegado a la fama mundial por acusar a un hombre por su conducta sexual: Heidi Fleiss (la llamada Madame de Hollywood) y Mónica Lewinsky. Por supuesto, hay una diferencia consistente entre ambas que hace sus casos tan emblemáticos sobre cómo nuestra sociedad comprende a la mujer y su rol. Fleiss fue considerada como “una puta” desde el principio de su escabrosa historia y escaló los peldaños de un dudoso reconocimiento gracias a eso. Se hizo no sólo una figura marginal, temible y desconcertante, sino metáfora de cierta noción sobre la sexualidad perversa en Hollywood.

Por otra parte, a Lewinsky se le acusó de puta y se le destruyó. Desde su carrera a su vida profesional, Mónica Lewinsky sufrió el estigma de la mujer a quien se le denigra y menosprecia por su comportamiento sexual. Que termina siendo señalada y devastada por la moral provinciana de nuestra propiedad. Me produce una profunda amargura, pensar que tanto Mónica como Heidi representan a la mujer estereotipo que se usa para atacar la credibilidad de las víctimas de violación y maltrato. Esa duda persistente sobre si el comportamiento de una mujer puede provocar o no una situación de violencia. O si la sufre incluso, bajo los términos que menciona.

— Está bien, ahora mismo no recuerdo a ninguna mujer — admite mi amigo cuando le insisto sobre su argumento — pero ahora mismo, es muy fácil que una mujer mienta y el hombre deba sufrir una avalancha de acusaciones. Allí tienes la muchacha esta española. Acusa de violación pero…
— ¿Pero qué?
— Agla, ¿Sufre una violación grupal y lo siguiente que hace es irse de fiesta?

De nuevo, guardo silencio. Mi amigo se refiere al caso de la llamada “Víctima de los San Fermines”, que sufrió una violación grupal por parte de cinco hombres y ahora, debe defender su testimonio a la luz de lo que hizo meses después de ser agredida. Un miembro de la familia de uno de los acusados, contrató a un detective privado para seguir a la víctima y comprobar que “seguía una vida normal” a pesar de la violencia que padeció. El resultado de semejante percepción sobre la agresión sexual, es un informe detallado que rastrea su comportamiento, tanto en lo cotidiano como en el mundo virtual. Ahora, la víctima debe justificar el motivo por el cual logró mantenerse cuerda luego de ser víctima de una brutal agresión. La razón por la que puede continuar usando redes sociales a pesar de haber sufrido una violación. Lo más preocupante, es que el Juez tomó en consideración el material para incorporarlo a la causa, para estupor y asombro de buena parte de la justicia española.

— En otras palabras, según lo que dices ¿ella debió recluirse, suicidarse? — pregunto. Mi amigo me mira escandalizado.
— No he dicho eso.
— ¿Qué has dicho entonces?
— ¿No se supone que un trauma semejante provocará una reacción distinta?

Ya he escuchado también semejante argumento antes. La mujer que sufre una violación, debe dejar muy claro que su vida está devastada por la violencia y no debe intentar recuperarse, bajo ningún aspecto o motivo. De hecho, debe esforzarse porque nadie tenga la más mínima duda que fue violada y debe hacerlo, en una especie de sucesión cronológica que abarca lo que hizo antes de ser violada (como iba vestida, que había hecho, tomado o comido, cual era su apariencia), durante el hecho violento (¿Se defendió? ¿Fue lo suficientemente golpeada y maltratada?) y al final, lo que ocurre después (si retoma su vida común, si tiene las fuerzas para recuperarse, si pudo de alguna manera superar el trauma). Para nuestra sociedad, la violencia sexual sólo es factible si es visible, si destroza por completo, si convierte a la mujer en una víctima incapaz de recuperarse. De otra manera, su testimonio carece de sentido e incluso de veracidad.

— Está bien, nadie tiene que soportar un trauma eternamente — dice mi amigo cuando le digo todo lo anterior. Le notó cada vez más incómodo, desconcertado — pero es que a ver, dime si no estoy en lo cierto ¿Qué hacía esa muchacha allí? ¿Por qué en primer lugar no se fue a su casa? Ella sabía a lo que podía enfrentarse en medio de una situación de riesgo semejante.

Hace unos años, la noticia sobre una concentración “machista” llenó los titulares de periódicos alrededor del mundo. Algunas fuentes, difundieron la noticia como una curiosidad sin importancia, otros como una anécdota singular en medio de la infinita conversación de las Redes Sociales alrededor del mundo. Pero mientras la mayoría se lo toma a broma la convocatoria o incluso, como las bravuconadas de una estrella menor virtual, el planteamiento del grupo fue lo suficientemente grave como para encender mis alarmas mentales: el impulsor de la movilización, el norteamericano Daryush Valizadeh, sostenía que la violación es un privilegio masculino y que cualquier mujer debe protegerse para evitarla, como si la naturaleza masculina fuera esencialmente violenta e incontrolable. “ La violación debería legalizarse si se consuma en propiedad privada. Así las mujeres estarían más alerta y no entrarían en la casa de un hombre si después van a rechazar tener sexo con él. Protegerían su cuerpo cómo protegen su smartphone” ha dicho en su blog “Return Of Kings” en donde fomenta lo que llama la “cultura del verdadero macho” y alienta al hombre común a “liberarse de la dominación de la mujer”.

Por desconcertante que parezca, lo más preocupante de la convocatoria a la concentración por los denominados “derechos masculinos” no fue el hecho que existiera, sino la considerable repercusión que obtuvo, gracias a la difusión de la invitación vía redes sociales y diferentes foros donde Valizadeh tenía una legión de adeptos. Hubo confirmaciones de marchas idénticas en más de cuarenta países del mundo y aunque finalmente fueron suspendidas por el propio Valizadeh debido al anuncio de marchas y protestas en contra, lo notorio del caso es podrían haberse llevado a cabo. Que alrededor del mundo, hombres de todas las nacionalidades pudieron haber marchado para apoyar la idea que una mujer merece ser violada si se atreve a negarse al sexo bajo las condiciones de su pareja. Que a pesar de encontrarnos en la segunda década del siglo XXI, aún hay un considerable número de hombres — y también mujeres, lo que resulta más preocupante — que la mujer debe encontrar los medios para protegerse de una violación y no la sociedad evitar fomentar las conductas que promueven la violencia sexual.

Se trató de un suceso inquietante que demostró que aún buena parte de nuestra cultura asume a la mujer como un objeto sexual sometido a la fantasía masculina social que desea moldearla. Hablamos de esa connotación que no sólo estigmatiza al comportamiento femenino, sino que lo señala, lo critica, lo menosprecia y lo convierte en arma para justificar la violencia. Como te ves, como te comportas, como hablas, incluso la forma como te relacionas con el sexo masculino, pueden ser excusas para el comportamiento violento, restando importancia real al peso y la gravedad de lo que la violencia contra la mujer — física, sexual, emocional — puede significar.

Hace poco, una amiga me comentaba que la cultura de la Violación — ese compendio de comportamientos y convenciones sociales que favorecen la violencia sexual — tiene un firme aliado en la obsesión por el comportamiento femenino. Que en todas las oportunidades en que alguien analiza el hecho del abuso y la agresión contra mujeres, hay un ingrediente moralista que suele justificar de manera indirecta al agresor. La escuché con una sensación de profunda alarma, que por otro lado, siempre me provoca este tipo de temas.

— Somos una cultura obsesionada por lo que la mujer hace y no a lo que se enfrenta diariamente — me dice — . En otras palabras, parece que la mujer es la que no sólo provoca el elemento que la agrede, sino que además, lo incita en todas las maneras que puede. ¿No es eso espeluznante?

Lo es. Pienso en todas las veces en que he escuchado a un hombre llamar “puta” a una mujer por la ropa que lleva y la forma como la frase y sus implicaciones tienen un inmediato apoyo. O en todas las ocasiones en que me han insistido que la violencia intrafamiliar y marital, es “cosa de parejas”, como si fuera evidente que el maltrato forma parte de cualquier relación emocional. Y es que hay una serie de percepciones y conclusiones sobre la violencia que una mujer puede sufrir — física, emocional y sexual — que parecen sujetas a esa opinión tradicional sobre lo que la mujer puede o no debería hacer. Un punto de vista que no sólo resulta preocupante por razones obvias sino además, peligroso por sus implicaciones.

— ¿Lo peor? Que el hecho moralista está en todas partes. Como si antes de condenar cualquier hecho contra la mujer, primero debe evaluarse si lo merece — sigue mi amiga — en otras palabras, un delito contra la mujer sólo se condena si “no lo provocaste”.

Me dice todo lo anterior con una profunda tristeza: Hace cuatro años, el hombre con el que salía la golpeó hasta fracturarle el brazo derecho. Aunque denunció el hecho en la Fiscalía Venezolana, no obtuvo otra cosa que un incómodo interrogatorio judicial donde el policía insistió en preguntarle “qué había hecho para provocar algo así”. Finalmente, mi amiga desistió de la vía legal y tuvo soportar el acoso de su agresor, sino también, la indiferencia de quienes le rodeaban. Se vio obligada a renunciar a su trabajo y mudarse para evitar la persecución que sufría. Nunca pudo recuperarse del todo. De hecho, cada cierto tiempo continúa recibiendo correos y llamadas de su agresor, en las que la amenaza de manera directa “Tal vez, nunca hay forma de huir de estas cosas, te persiguen toda la vida” me dijo hace poco, deprimida y asustada.

Claro está, nuestra sociedad educa para creer que la violencia física es una manera de expresar poder, control e incluso interés o amor. No lo es. Los golpes, empujones, bofetadas, pellizcos y cualquier tipo de maltrato es simplemente violencia. Lo mismo ocurre con la idea general y cuasi romántica que cuando una mujer dice “no” — a una proposición social, emocional, romántica — en realidad quiere decir que sí y que vale la pena seguir insistiendo.

Con frecuencia, esa idea parece sugerir que la mayoría de las mujeres tienen confusas e infantiles ideas sobre lo que desean y aún peor, que necesitan alguien “las convenza” de lo que es idóneo para ellas o les conviene. Es ese pensamiento recurrente el que suele aupar la mayoría de las agresiones sexuales y físicas. Se trata de una perspectiva, directamente relacionada con la imagen de la mujer “decente” — en otras palabras, la que se adecua a la fantasía que la sociedad tiene sobre ella — se tomó como la única imagen real de lo que puede ser lo femenino. Una mujer que acepta que su forma de vestir, de hablar o de cómo se maquilla, puede ser una justificación para juzgarla. Que jamás se disgusta, que jamás se niega a ninguna proposición masculina. Por buena parte de la historia Occidental, el cómo se ve y se comporta una mujer es suficiente motivo para una agresión.

— Bueno, quizás nunca nos vamos a entender — me dice mi amigo, como para zanjar una conversación cada vez más dura. Está ruborizado, la mirada inquieta — Pero no todo es tan sencillo como creer a la víctima.
— No, quizás no lo es, pero es un buen comienzo.

Según estadísticas recientes, el treinta y cinco por ciento de las mujeres de todo el mundo ha sufrido violencia física y/o sexual. El 67 % de esas agresiones fueron cometidas por su compañero sentimental. El 80% no se denuncian. Casi ninguna recibe atención jurídica y policial. Se trata de un panorama preocupante, de una percepción sobre la violencia peligrosa y muy cercana a la amenaza a la que toda mujer en el mundo probablemente se enfrentará alguna vez. Y es que no se trata sólo de la forma como la cultura percibe la violencia contra la mujer, sino la manera como el hombre y la mujer interpretan ese matiz tan inquietante sobre lo que la agresión puede ser e implicar. Un arma silenciosa que se empuña con más frecuencia de lo que se admite. Una visión distorsionada sobre la violencia real.

 

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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