Hace unos años, uno de mis amigos me contó que cuando le dijo a su padre que deseaba convertirse en un artista plástico, recibió un bofetón con respuesta. El hombre no sólo enfureció por la posibilidad que su hijo mayor contradijera la máxima paterna de “trabajar en oficios de hombres” sino además, que se dedicara a “vainas de mujeres”. La experiencia provocó una ruptura familiar que tardó años en curar — y de hecho, aún no lo hace del todo — y además, le dejó bien claro que en Venezuela y con toda seguridad en Latinoamérica, el machismo agrede a los hombres con tanta violencia como a las mujeres. Un pensamiento que no ha olvidado a pesar de la década y media que ha transcurrido desde que todo ocurrió.
— No es sencillo tener que enfrentarte a una obligación tradicional que no entiendes — me dice mi amigo, cuando rememoramos la escena para este artículo — Nunca supe cómo manejar la reacción de mi padre pero sobre todo, los juicios de valor con los que intentó menospreciar mi estilo de vida. Fue una experiencia que me demostró que en nuestro país todavía hay una percepción del hombre macho difícil de manejar y de vencer.
No respondí de inmediato. Pensé en todas las ocasiones en las que el mero hecho de ser mujer me hizo víctima de obligaciones, imposiciones y señalamientos. En cada oportunidad en la que había tenido que justificar mi punto de vista, mis decisiones e incluso, mi capacidad intelectual debido a mi género. No era tan diferente a lo que había padecido mi amigo. Y también, tenía una única causa probable. Un solo concepto que podría englobar la misma idea.
— ¿Te sorprendió llamar “machismo” a la actitud de tu padre? — pregunté. Mi amigo se encogió de hombros, incómodo.
— Te confunde porque nunca admites que el machismo también puede afectar tu vida siendo hombre. Qué debes luchar contra él de la misma manera en que lo haría una mujer. Pero sí, no se le puede llamar de otra forma.
Por supuesto, el caso de mi amigo no es único ni tampoco poco frecuente. Nuestra cultura presiona al hombre desde la niñez para cumplir todo tipo de parámetros. Se les enseña a competir, a demostrar su hombría en toda oportunidad posible, incluso a través de la violencia. Se les castra emocionalmente, se les obliga a ocultar su sensibilidad, capacidad artística e incluso su personalidad. Al hombre latinoamericano se le inculca bien pronto que la fuerza física — y no la intelectual — es el único atributo deseable. Que en una discusión, un hombre debe gritar para ganar, antes de argumentar. Que un hombre lleva a cuestas no sólo la responsabilidad de su familia sino también de quienes le rodean. Una serie de estereotipos y tópicos que no sólo fragmentan la personalidad masculina sino que aplastan cualquier iniciativa y forma de individualidad. El machismo no sólo convierte la personalidad masculina en una serie de planteamientos superficiales sobre lo que el hombre puede ser, sino que menoscaba su identidad a través del prejuicio.
Se trata de una serie de valores que convierten al hombre en un esclavo de la circunstancia y sobre todo, de la insistente presión cultural sobre su comportamiento y estilo de vida. Un modelo de masculinidad que se arrastra como un peso real y que tiene cientos de implicaciones: El machismo no es sólo un reflejo social sobre las expectativas irreales que se les impone a los hombres, sino que distorsiona su conducta en consecuencia. Desde la violencia machista, la segregación y la discriminación por género, la insatisfacción emocional y la violencia tácita que todo hombre debe soportar para satisfacer al ideal del “macho”, el machismo es un padecimiento social que destruye la individualidad masculina. Que la transforma en una mirada limitada y desnaturalizada sobre el individuo y su circunstancia. De la misma manera que como ocurre con la mujer, el machismo destruye toda aspiración de individualidad.
En una ocasión, uno de mis amigos más queridos me comentó lo doloroso que resultó para él no poder demostrar el sufrimiento que le causaba la muerte de su madre. Me explicó que no sólo tuvo que ocultar sus emociones al respecto sino asegurarse de consolar y proteger a sus familiares, a pesar del agotamiento físico y mental que padecía. Transcurrieron más de seis meses hasta que pudo llorar y casi un año, hasta que fue capaz de admitir en voz alta el profundo padecimiento mental que le había producido el duelo y todo lo que vino después.
— Fue una situación insoportable — me comenta con cierta tristeza — comencé a tener pesadillas, dolores estomacales y migrañas. Estaba de mal humor a todas horas, sentía un profundo resentimiento contra mis parientes, aunque no sabía el motivo. Me llevó un enorme esfuerzo reconocerlo.
Me cuenta que tuvo que asistir a la consulta de un psiquiatra para admitir que necesitaba consuelo y apoyo moral luego de una pérdida tan dolorosa. Mucho más complejo, le resultó admitir que el comportamiento de parientes e incluso, el de su esposa, había sido abrumador y castrante. Nadie pareció comprender que necesitaba apoyo emocional ni tampoco, estuvo dispuesto a brindárselo.
— Ya lo sabes — me dice en voz baja y preocupada — un “macho” no necesita consuelo.
La frase parece englobar esa preocupante y arraigada idea, que los hombres deben ser fuertes, invencibles, no temer a nada. La antiquísima imagen del macho proveedor que la historia occidental cristaliza estática y sin matices a través de la historia. Pero se trata de algo más que una idea general sobre lo que el hombre debe ser o cómo debe comportarse: implica una serie de habilidades y cualidades obligatorias que definen a lo masculino en el rol social y familiar pero sobre todo, a través de esa insistencia en el deber ser que se define a través del machismo. Por supuesto, un criterio tan restringido y basado en percepciones tan rígidas e irreales sobre el comportamiento masculino, no abarca la universalidad de la independencia intelectual y emocional de cualquier individuo. ¿Qué ocurre con los hombres que no calzan en esa imagen insistente sobre su comportamiento? ¿Qué pasa con todos a los que se les acusa de “débiles”, “ineficientes”, “mediocres”, “incapaces”? ¿Qué pasa con todos los hombres que deben soportar connotaciones peyorativas sobre su personalidad y comportamiento por el sólo hecho de no encajar en la visión general que se le atribuye a lo masculino?
Nuestra cultura suele ser muy despiadada con el proceso de formación de la identidad masculina: hay una obsesión sobre la virilidad y el hecho que deba demostrarse, como si fuera el único atributo reconocible en la personalidad del hombre. Un hombre “viril” es la idealización definitiva del deber ser social basado en el machismo y se impone con tanta fuerza y con tanta frecuencia, que llega a confundirse con la aspiración real de cualquier hombre. Tal vez por ese motivo, resulta tan complicado separar la percepción de fuerza y poder que sustenta lo masculino de la simple búsqueda de individualidad. La mayoría de los hombres están educados para no expresar sus emociones, para competir por la hegemonía, para asumir que su deber es anular su identidad en favor de la figura del “macho” que le sobrepasa como connotación cultural. El resultado es una versión incompleta del hombre, sometido a una imagen primitiva que no incluye ni admite matices emocionales o intelectuales.
En una ocasión leí que no es casual que el 80% de los accidentes de tráfico en cualquier país del mundo, sean protagonizados por hombres. Que se trata de una consecuencia de llevar a la práctica un modelo de masculinidad agresivo e irresponsable. De esa percepción del hombre salvaje y agresivo que debe imponer la fuerza por encima del razonamiento. Una de las tantas limitaciones que el machismo impone al hombre común. Lo pienso, mientras pienso en todos los elementos que presionan, degradan y golpean el comportamiento masculino. De todas las maneras como el machismo influye sobre la forma de comprender la profundidad de la capacidad intelectual, moral y emocional del hombre. En cada vez que lo masculino se distorsiona y se menosprecia como algo más parecido a un comportamiento primitivo que a una percepción sobre la identidad y sus valores del hombre real. El machismo es quizás el enemigo más despiadado y traicionero al que debe enfrentarse, quizás por esa implacable necesidad de normalizar sus rígidos patrones y limitaciones. Una visión que infravalora no sólo al hombre como individuo sino además, su capacidad para analizar el futuro, lo que aspiramos al crear y lo que resulta más preocupante, la generación que se educa a la sombra de esa noción del macho debido que continúa siendo incontestable.