Hace unos meses, un contradictorio artículo de opinión ponderaba sobre “la mujer real” e insistía sobre la necesidad de comprender que lo femenino debía liberarse “de conceptos restrictivos”. El autor parecía especialmente preocupado en dejar muy claro que las mujeres delgadas y muy bellas, son una forma de “distorsión” de lo que la mujer puede ser y sobre todo, en cómo se comprende a sí misma. De manera que, el texto creaba un nuevo estereotipo basado en un concepto tramposo e incómodo sobre cómo debe lucir la mujer. Una y otra vez, el texto insistía en la necesidad de señalar y estigmatizar a las mujeres que “obedecían” cierto patrón estético en beneficio de otro. Una preocupante visión acerca de la mujer “perfecta” , “la saludable”, “la atlética”, “la real”, “la curvilínea” que con tanta frecuencia termina siendo sólo otra forma de discriminación basada en un patrón estético y cultural.
Por supuesto, se trata de una presión social muy específica que asume el aspecto físico como un rasante sobre el éxito. Casi todas las mujeres, han tenido que enfrentar una percepción pobrísima, incompleta y cruel que la señala por no encajar en un esquema estético específico. Mujeres menospreciadas no sólo por cómo lucen, sino también, por no encajar en cierto ideal que nuestra cultura impone como una obligación. Y no me refiero únicamente a los patrones estéticos de una sociedad consumista que contempla el ámbito de la imagen personal como un elemento que puede definir a la mujer y al hombre, sino algo más brumoso, doloroso y duro de asumir. Una visión sobre un esquema estético que define la valoración personal sino también, la forma como la sociedad contempla las aspiraciones e implicaciones individuales.
Se trata de un concepto tan normalizado que para buena parte de las mujeres modernas, resulta casi indiferenciable de la forma en que comprende su propia identidad. Hace poco, una amiga me envió al correo electrónico una fotografía de una escultural modelo, sobre la que alguien había dibujado lo que parecía el mapa de una disección forzada: sobre los opulentos pechos, se leía “para conseguir empleo” y en las caderas, se indicaba “para conseguir marido”. Lo más sorprendente es que la misma mano había señalado la cabeza de la anónima chica con un circulo de tinta azul y había escrito: “Vacío por remodelaciones”. Borré la imagen, furiosa y luego telefoneé a mi amiga, que se rió al otro lado del teléfono al escuchar mi voz.
– Sabía que te ibas a disgustar.
– ¿Tu no lo estás? — pregunté asombrada.
– No, soy otro tipo de mujer.
– Pero te juzgan bajo el mismo estándar.
Silencio. Noté la incomodidad en mi amiga.
– Oye ¿Esto se va a convertir en una de esas conversaciones filosóficas? — preguntó — solo me pareció algo gracioso, el hecho que…
De pronto pareció sobresaltarse y se interrumpió a mitad de frase. Sabía lo que estaba pensando. Durante el último año, se había quejado más de una vez que en la empresa donde trabajaba, le estaban exigiendo una cierta apariencia física. En una ocasión llegó a comentarme que uno de sus compañeros de trabajo le había sugerido “vestirse más sexy” para “causar mejor impresión” en el natural escalafón de trabajo. De manera que aguardé, hasta que finalmente la escuché carraspear la garganta, inquieta, al otro lado del teléfono.
– Pero no siempre es tan grave — insistió. Sacudí la cabeza.
– ¿No?
No respondió. Cuando colgué, me quedé mirando las manos con una extraña sensación de desamparo que no sabía muy bien a que atribuir. ¿Quiénes somos las mujeres en este país, en esta cultura, en esta sociedad? ¿A dónde nos dirigimos? ¿quiénes somos como parte de esta amplia idea sobre la feminidad contaminada con todo tipo de prejuicios?
En Venezuela no es sencillo calzar en el patrón estético que se asume como exitoso, necesario o deseable. En un país tan obsesionado con la belleza, el aspecto físico tiene una importancia capital, no sólo como triunfo social — que se exige y se asume obligatorio — sino también, como una perspectiva cultural que define a cierta identidad colectiva. Crecí en un país en el que ser hermosa — y según la idealización de la imagen femenina — es necesario y se impone en múltiples formas. Lo aprendí muy pronto: de niña era delgadísima, pálida, despeinada y huraña.
Estudie en un colegio de monjas, donde solo se admitían niñas, de manera que tuve un acercamiento bastante temprano a la psicología de la mujer venezolana. Porque la cosa comienza desde casa, por supuesto. Comienza con las niñas que deben ser “lindas y femeninas”, llenas de lacitos y pulseras y que al parecer tienen el deber de excluir a las que no lo son tanto. O al contrario, quién te juzga precisamente por esa imagen tradicional. Quien considera que puede señalarte y ridiculizarte por el mero hecho de no calzar dentro de un esquema sobre la mujer que se define a través del prejuicio y la exclusión.
De manera que crecí muy consciente de cómo me veía o de cómo debía lucir. Me inquietaba no parecerme a las niñas de la televisión, a ese celebérrimo “Club de los Tigritos”, la novela de moda o programas parecidos, con sus mejillas siempre sonrojadas, las uñas de manos impecables, el cabello cortado a la última moda. Me preocupaba la sensación definida de sentirme inadecuada siempre, de preguntarme cada tanto, si era fea o bonita. Uno podría pensar que no tendrían que ser pensamientos que pudieran atormentar a niñas tan pequeñas, pero en Venezuela lo son. Y apenas nos damos cuenta.
Porque es normal y culturalmente aceptable, porque en esta Patria de Mujeres muy bellas, la responsabilidad de serlo empieza muy pronto. Claro está, no solo hablamos de la estética, de las niñas de ocho y diez años disfrazadas de pequeñas mujercitas, de las que llevan una feminidad forzada como máscara inmediata. Hablamos de la niña a la que le dejan muy claro que será mamá y madre, la que le recuerdan que la “calle es pa’ las putas”, que le dicen que deben cuidarse de “los machitos”. Hablamos de la cultura que educa a la mujer para temer a que hay más allá de esa mujer ideal que se entrelaza con el mensaje social y el hilo histórico que sujeta. Pero así somos ¿No es así?
Cuando se analiza desde esa perspectiva, parece un poco exagerado y hasta dramático, pero en realidad. ¿Qué tanto importa el aspecto físico en Venezuela? Lo suficiente como para que toda mujer haya sentido antes o después, el sutil peso de la percepción sobre lo estético que es parte de nuestra identidad cultural. A la mujer se le señala y se le critica por no obedecer el canon estético y también, por el hecho de hacerlo bajo sus propias expectativas. De manera que siempre parece haber un espacio en blanco en medio de la discusión: Nunca se es lo suficientemente hermosa, delgada o atractiva para una estructura social que exige la belleza como una forma de éxito social. Eso, a pesar que en Venezuela, la cultura patriarcal ya no es tan despiadada, ni tampoco golpea tan fuerte. Pero aun así persiste, claro. En Venezuela el mensaje está claro desde que somos muy pequeñas: Las mujeres son así o son asao. Son bellas, sin duda. Delgadas, complacientes. O el otro rostro de la célebre “cuaima”, de la matrona violenta y celosa. La cultura te premia si lo aceptas y te castiga si lo rechazas. Así son las cosas. Ese anonimato de ser parte de la identidad nacional, esa idea tan elemental sobre quien somos, que parece enfrentarse con quien deseamos ser o mejor dicho, quienes somos en realidad.
De adolescente, mi cuerpo volvió a cambiar y tampoco estuvo a la moda. No tenía ninguna curva, o las tenía en los lugares incorrectos. Eso me aterrorizaba de jovencita. Me producía una enorme ansiedad mi cuerpo chato y un poco desigual. Me miraba en el espejo y me preguntaba por qué no podía ser como mi amiga que tenía un escote considerable o la otra, con sus caderas anchas y llamativas. Yo era del tipo discreto. Por entonces, estaba muy obsesionada con la lectura, la escritura y la fotografía. De hecho, casi no hacía otra cosa. Y eso aumentaba esa sensación de no encajar, no estar en esta cultura venezolana que me miraba de reojo. Después de todo no me iba de “rumba”, ni tampoco me echaba “rascas monumentales”. Era lectora, aspirante a escritora, fotógrafa por accidente. No sabía cuál era el modelo de zapatos de moda, pero sí dónde comprar el libro más reciente de mi escritor favorito. Y eso, en mi país, es toda una rareza.
No es un asunto de sexo ni de feminismo, hablo que Venezuela no es un país cultural, no es un país que se conciba así mismo de manera profunda. ¿Herencia histórica? No lo sé. Supongo que hay mucho de adolescente en una sociedad obsesionada con el aspecto físico. Porque en Venezuela aprendes muy pronto a caminar en zapatos de tacón alto pero sólo después, a cuidar de tu autoestima. Y esa fórmula despiadada — esa rivalidad invisible y secreta — parece estar en todas partes. Manifestarse en cientos de variaciones distintas que terminan siendo un pesado fardo sociológico que llevar a cuestas.
Claro está, no es un trayecto sencillo, ese de enfrentarse a las cosas mínimas que agreden a un nivel difícil de explicar. Sentirse gordita, flaquita o simplemente fea, diluye tu identidad bajo el peso de lo que se muestra. Y es que el tema de como luces en un país que te exige cómo verte, nunca será fácil de asumir y analizar. ¿De qué hablamos cuando insistimos en analizar el canon de belleza venezolano? ¿A que nos referimos cuando se toma la decisión consciente de oponerse a él? Una vez leí, que la mujer en Venezuela asume la belleza como un deber y a eso a nadie le importa, porque lo da cumplido. Una frase curiosa que parece definir esa constante insistencia en la identidad, en quienes somos y porqué expresamos toda una serie de ideas estéticas más o menos coherente. Porque la venezolana sobrevive a los pequeños prejuicios, pero la mayoría de las veces los sufre, los padece como un síntoma de una sociedad que se mira así misma con una enorme crudeza. Más allá de lo venial y de lo aparentemente superficial, hay todo un discurso que pesa sobre los hombres y que llevas a todas partes, quieras o no, lo sepas o no.
Desde hace algunos años, Venezuela se ha convertido en uno de los países donde se realizan mayor cantidad de cirugías estéticas. Y aunque no es un fenómeno extraño ni tampoco inusual en nuestras latitudes, si lo es que la necesidad de utilizar la ciencia médica para alcanzar “las medidas perfectas” se haga cada vez más desesperada. Desde procesos más simples como tatuajes de cejas hasta otros de mayor envergadura como mamoplastia hasta la Gluteoplastia brasilera, buscar la belleza ideal parece ser una meta que muchas mujeres en Venezuela asumen como necesaria. No hablo solo las de mayores recursos económicos: la tendencia, la insistencia y la presión social no discrimina lo monetario. Desde someterse a cirugías menores en condiciones insalubres hasta aplicar compuestos biopolímeros ilegales, la mujer en Venezuela que no puede costearse un procedimiento costoso arriesga su salud en beneficio de lograr “la perfección”. ¿Quién es la mujer Venezolana que se enfrenta al estereotipo? ¿Cómo logra hacerlo en medio de la idea general que al parecer nunca podrá satisfacerse esa imagen general de la mujer ideal?
Hace un par de décadas, la escritora Germaine Green dijo en una entrevista al periódico “El País” de España que le preocupaba que el mundo se consideraba así mismo vanidoso. Un juego peligroso que nos exigía a todos mantenernos a la altura de la expectativa. Para Green lo realmente peligroso de esa belleza supuesta — asumida — tenía mucho que ver con la manera como nos percibimos y cómo nos presiona al mundo en consecuencia de esa percepción. Después de todo, hay un mercado comercial inmenso que se enriquece a diario por nuestro miedos, por la obligación necesaria de estar bella y deseable como un paradigma de lo aceptable. Un pensamiento que se extiende por Occidente como una doctrina aplastante, dejando a su paso, una multitud cada vez más numerosas de mujeres deprimidas, desconcertadas, abrumadas, frágiles.
La perfección se vende como una necesidad asumida — hay que ser perfecta porque el mundo aspira a esa perfección — y lo contrario se comprende como una percepción ideal necesaria. Somos hermosos, en la medida que el mundo lo exija, lo asuma como necesario. Lo insista como obligación. Y en Venezuela, se trata de una visión que se aprende poco y se tarda en olvidar. No es sencillo por supuesto, llegar a esa especie de armisticio con la autocrítica, la autoestima tambaleante, la sensación siempre ambivalente que el cómo te ves puede herirte como una arma misteriosa. Pero de alguna manera puede alcanzarse, un proceso interno que tiene una relación total con dedicar una mirada amable a tu cuerpo, como parte de un fragmento de historia silenciosa. Mirarte, asumiendo que esa pequeña colecciones de pequeños defectos y cicatrices son la mejor manera de asumir el peso de todo lo que has vivido y la manera como lo has hecho. Un triunfo de la sensibilidad y la forma de comprender el universo femenino.