La estructura del odio y la violencia: Lo que deja claro el caso Gisele Pelicot

La estructura del odio y la violencia: Lo que deja claro el caso Gisele Pelicot
septiembre 21, 2024 Aglaia Berlutti

Gisele Pelicot estuvo casada con el mismo hombre durante cincuenta años. Tuvo con él tres hijos y procuró que su familia fuera feliz. Escogió a un hombre que creyó era amable. Uno que creía conocer y del que, de hecho, jamás albergo ninguna duda. Por casi medio siglo estuvo convencida de que había tomado todas las precauciones que una mujer que se asume sensata podría. Una mujer que no quiere ser agredida, lastimada o violentada. Escogió bien, como se recomienda a menudo a las mujeres de todo el mundo. Evitó el riesgo de un callejón oscuro, de subir al coche de un desconocido, de saludar a un sujeto cualquiera en una calle. Gisele hizo lo que pudo para protegerse.

Solo que no fue suficiente. A los 72 años, una edad en que la mayoría se prepara para disfrutar sus días dorados, Gisele debe afrontar un juicio en el que debe levantar el rostro a la evidencia. Que la convierte en víctima de diez años de violaciones y abusos. Que le demuestran que, a pesar de todas las precauciones, de todo lo que hizo para cuidar de sí misma, no es suficiente. Y no lo es, porque lo que ocurrió demuestra que jamás se está a salvo cuando la estructura permite que la violación sea aceptada, asumida como algo que, antes o después, puede vivir una mujer. Que cualquiera puede ser víctima, no importa lo mucho que haga para evitarlo o defenderse.

¿Parece exagerado? Lo sé. La sentencia anterior aterroriza y la mayoría prefiere creer que un violador capaz de atrocidades, es reconocible. Que ningún hombre que pueda planear violaciones y sometimiento químico, podría disimular su naturaleza violenta. Solo que Dominique Pelicot si lo hizo. O mejor dicho, no tuvo que disimular demasiado. No tuvo que hacer otra cosa que recurrir al pacto de silencio a su alrededor. ¿Exagero de nuevo? Piénsalo de nuevo. Mazan, la población francesa, durante las últimas dos décadas tiene 5.842 habitantes. Tan poca como un estadio de fútbol pequeño. Menos, quizás, que tu número de seguidores en una red social.

¿Captas la ironía tétrica de todo esto? Lo hago más directo. Buena parte de los culpables del caso Pelicot están en el mismo pueblo. Son vecinos, autoridades, residentes. Son hombres que probablemente conocían a Gisele Pelicot de nombre. Con la que incluso llegaron a toparse. Los que incluyó, los que no aceptaron la trampa perversa de Dominique para violar repetidamente a su esposa. Y ninguno dijo nada. Ninguno creyó que una mujer inconsciente era un motivo suficiente para denunciar. Nadie creyó que “era su asunto”.

Vamos más allá. ¿Imaginas por un momento que en un pueblo de más o menos 5000 habitantes todos, por referencia, omisión u acción, sabían lo que estaba ocurriendo? Imagina, por un momento, que esos casi 200 agresores que la policía francesa lucha por localizar, contaron a alguien más su repugnante secreto. Que el rumor en bares de hombres, entre las risotadas y comentarios cómplices, convirtieran a Gisele en la víctima perfecta. ¿Has pensado que lo más probable es que buena parte de los habitantes de Mazan supieran qué había ocurrido, cuándo y quiénes lo habían cometido y la manera en que ocurrió, sin que nadie pensara que era algo ilegal?

El miedo está en todas partes 

Hace unos años, escuché al comediante Jay Leno hacer una broma sobre la credibilidad de las mujeres que me produjo escalofríos. Leno, en medio del escándalo que desató las acusaciones contra el actor Bill Cosby — en las cuales un grupo mujeres aseguraron haber sido violadas por el actor y que de inmediato desataron un incómodo debate público sobre la credibilidad de las víctimas — comentó: “No sé por qué es tan difícil creer a las mujeres. En Arabia Saudí hacen falta dos mujeres para testificar contra un hombre. Aquí hacen falta 25”. Una broma que no lo es tanto, una crítica sutil hacia la cultura misógina y sobre todo reaccionaria, a la que se enfrentan las víctimas de un delito disimulado bajo la insistente máscara de la justificación social de la violencia.

Por supuesto, el comediante se refería al hecho que un grupo creciente de mujeres acusaran al actor de haber abusado sexualmente de ellas sin conseguir otra reacción de la opinión pública norteamericana más que la crítica y el ataque. Para el público estadounidense, el prestigio de Bill Cosby — considerado padre modelo del país por más de medio siglo — fue mucho más importante que los insistentes y muy semejantes testimonios de decenas de víctimas femeninas.

¿Cómo asumir el hecho que el hombre que educó a una generación de norteamericanos era en realidad un delincuente sexual reincidente? ¿Cómo digerir además, que la justicia norteamericana es falible, voluble, manipulable y además sesgada o lo suficiente como para Bill Cosby pudiera cometer sus crímenes durante tanto tiempo? La perspectiva al parecer resultó insoportable para buena parte de los norteamericanos. Hubo encendidas defensas sobre su honorabilidad, la actriz Whoopi Goldberg se apresuró a brindarle su apoyo y de inmediato, su caso se discutió como una sospechosa puesta en escena de un grupo de mujeres de dudosa credibilidad. Cosby, con su sonrisa afectada de padre amado, se limitó a guardar silencio. Hasta que debió admitir que había añadido drogas en las bebidas y comidas de varias de sus parejas. Solo entonces, las víctimas fueron escuchadas.

La cultura de la violencia impera 

Según cifras de la ONUDD (United Nations Office on Drugs and Crime) cada año se cometerá un millón de violaciones. Es una cifra falsa, por supuesto, porque no incluye a todas las víctimas que no denunciarán, que serán presionadas por sus familiares, esposos, el miedo natural de la víctima o quizás solo la cultura para guardar silencio.

Probablemente, por ese motivo se insiste en que la violación es un delito invisible. O se pretende que lo sea: en muy pocos países hay estadísticas claras y las muy escasas disponibles no reflejan la crueldad de una circunstancia que enfrenta a la mujer con una idea cultural que no controla y la supera. Porque cuando hablamos de violación, no hablamos de sexo. Hablamos de poder, hablamos de destrucción de la identidad femenina.

La violación no tiene nombre ni rostro: es un delito anónimo. Lo es en la medida en que la víctima muchas veces debe lidiar con la violencia y también con la responsabilidad moral de verse estigmatizada por el peso de una culpabilidad ficticia. A diferencia de otros crímenes, en la violación se especula sobre culpabilidad, sobre cuánta responsabilidad pudo tener la víctima en un hecho de violencia sin matices. Es sin duda ese terreno borroso, esa cualidad que supone interpretable el delito, lo que hace que una mujer violada sea dos veces víctima: Lo es a manos de su agresor y también de la sociedad que la ataca con el prejuicio. Más allá, el silencio cómplice de una cultura que admite la violencia como manifestación de poder y que incluso, la intenta justificar como idea social.

Todo lo anterior, es sin duda consecuencia directa de lo que ha sido una visión históricamente confusa sobre lo que es el abuso sexual, de sus implicaciones y la identidad sexual de la mujer. Durante siglos, la violación no fue considerado delito, a menos que cumpliera especialísimas condiciones: en la edad Media, solo una doncella podía ser violada. Las víctimas de guerreros y la violencia masculina a casadas y viudas eran ignoradas e incluso presionadas para ocultar “por decoro” la agresión que habían sufrido. En multitud de tribus y sociedades primitivas, la mujer menor de edad era considerada propiedad de los varones y su desfloración, un premio en disputa.

Incluso ese delito confuso llamado “estupro”, nunca fue otra cosa que una manera de asegurar la virginidad de la mujer casadera, de la hija que sería entregada en prenda y en ofrenda al futuro marido. La mujer — y su sexualidad — estaban bajo el tutelaje del hombre: del hogar paterno la mujer pasaba a la del marido y en el tránsito de ambas cosas, el sexo quedaba prohibido. De manera que lo que en realidad protegía la ley no era a la mujer de la violencia sino el hombre de la vergüenza de sufrir el peor bochorno imaginable: una mujer desobediente.

La consecuencia más clara de toda esta visión histórica es una percepción de la violencia sexual como accesoria e incluso justificable. Durante los años ’70 se acuñó el concepto que define la llamada “Cultura de la violación” y que relaciona la violación y la violencia sexual a la cultura de una sociedad, que normaliza, excusa, tolera y además, culpabiliza a la víctima e incluso perdona la violación. Una idea que se extiende más allá del parámetro legal e incluye a la sociedad que la admite hasta hacerla casi imperceptible, una sutileza que incluye el rol social de la mujer y la percepción social que se tiene sobre su sexualidad. Inquieta la idea que tal vez esa percepción de atenuar, justificar, interpretar la violación sea debido al miedo.

La cultura, que asume el sexo como acto íntimo y sacralizado, asume la violación como una ruptura del esquema del valor de lo sexual como simbólico. Pero más allá de esa mera interpretación, la violación es poder, es una declaración de intenciones evidentes sobre lo que la sociedad juzga como femenino y la cultura asume como normal y evidente. Y es por ese motivo que Cultura de la Violación quizás siempre se encuentre en debate: sobre su existencia, sobre la posibilidad del extremo, la exageración. El escepticismo sobre la posibilidad que la violencia sexual como acto ilícito y de agresión sea tamizada bajo el velo de una mirada complaciente hacia el agresor. Pero aún se continúa insistiendo sobre la responsabilidad de la víctima, sobre lo que pudo hacer — o no — para evitar el acto de violencia que padeció.

¿Alguna vez se hace los mismos cuestionamientos al analizar los hechos que propiciaron un asesinato? ¿Se pregunta en voz alta el juez de la cultura si la víctima tuvo oportunidad de evitar ser asesinada o torturada? ¿Por qué la violación si admite el cuestionamiento? O tal vez, sea mucho más inquietante pensar el motivo por el cual la sociedad considera necesario analizar la violación como un juego de poderes y de culpas, en lugar de una agresión directa y frontal.

Gisele Pelicot cuidó de sí misma. Se ocupó de evitar todos los riesgos. Pero el riesgo estaba en casa, en su matrimonio, en su propia cama, entre todos sus vecinos. La cultura de la violencia impera y el caso francés no solo lo demuestra. También deja claro, que la estructura de la agresión sigue intacta y lo estará, hasta que el pacto de silencio, el pacto de creer en que hay una víctima perfecta, el pacto de disimular el impacto del abuso, siga imperando. El mayor horror de todos.

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Foto: Sipa via AP

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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