A una amiga la nombran líder de una organización en la que compartimos labores y a mí me da una suerte de opresión en el pecho. Me cuesta pronunciar palabras para felicitarla. Me doy cuenta de que yo quería esa posición para mí y aunque podría considerar justa su designación porque tiene méritos para ello, critico internamente la decisión pensando que se apresuraron, que algún contacto tendría ella, que no se hizo con total objetividad, que fue pura suerte… Coctel de envida con celos, con resentimiento, con tristeza y una guindilla de rabia, todo en una sola copa.
¿Por qué me sucede esto? ¿Soy mala persona? ¿Es común esa forma de reaccionar entre las mujeres? ¿A los hombres les pasa también? Si es así ¿por qué tenemos nosotras la mala fama?
Tema recurrente en mis encuentros con mujeres: la falta de solidaridad entre nosotras. Casi todas lo hemos vivido, concientizado, y hasta aceptado. Nos lamentamos por ello (no hay charla donde esto no salga a flote) pero seguimos reproduciendo haceres que al final nos llevan a sentir mezquinas o egoístas o, en el mejor de los casos, agotadas por tanta competencia envuelta en el proceso.
Estoy convencida de que tenemos claros los argumentos racionales en contra de estas reacciones. A las mujeres nos iría mejor apoyándonos. Desde que se habló de sororidad por primera vez, entendemos que la mejor estrategia a mano para derribar al patriarcado es hermanarnos, colectivizar las acciones, unirnos para hacerles frente. (Durante la denominada segunda ola del feminismo, de 1960 a 1980 en los Estados Unidos, se empleó la palabra sisterhood o sorority para definir estas relaciones entre iguales).
Pero la verdadera fractura se vive en el plano emocional. Quizás por eso es tan difícil cambiar esta manera de accionar. Mirar en nuestro cuerpo y piel adónde anida ese sentimiento maluco que emerge al mirar a la triunfadora, podría ser una manera de sincerarnos y expresar lo que nos pasa, para buscarle alguna solución. El tema es que hemos sido educadas para no manifestar abiertamente las emociones desagradables como la ira, la amargura o la rabia.
Los hombres, en cambio, sí expresan sus malestares y son alentados a rivalizar. Se aplaude su espíritu de competencia. Ellos también sienten celos, envidia y se critican porque humanos son, pero tienen permiso para decirlo o irse a los golpes. En nosotras se condena el enfrentamiento, no es de señoritas, dicen. Por eso las peleas son subterráneas y la confrontación ahogada, obligando a tragar grueso, a rumiar el descontento, a desear lo peor. Si pudiéramos plantar pleito de frente, no tendríamos esas sensaciones de ahogo, ni las venganzas fueran tan refinadas, estoy segura de ello.
¿Es más fácil ser solidarias cuando la amiga cae en desgracia que cuando tiene éxito?
Gracias al movimiento feminista, cada vez más las mujeres cerramos filas uniéndonos para protestar cuando una compañera es víctima de violencia. #MeToo fue una muestra de ello. Decimos que la sororidad no mira simpatías ni afectos. Si se trata de ayudar a una mujer en problemas y aunque una no sea la víctima directa, entendemos que lo que le pasa a ella nos afecta a todas. “Lo personal es político”, es un mantra que ha sido super positivo para la causa. La conciencia de sabernos mujeres vulnerables, victimizadas y revictimizadas una y mil veces, nos hace sentir parte de un mismo cuerpo.
Pero ¿Qué pasa cuando es justo lo contrario? Cuando a ella le va super bien y brilla y obtiene reconocimientos ¿Cierro filas y la aúpo? “Bueno… depende”- me dice una amiga- “si es mi competencia, ni de broma. Si veo que está obteniendo éxito en algo que no me interesa, hasta flores le regalo”.
Recuerdo ver en las telenovelas al personaje de la mujer bella, poderosa, millonaria, segura de sí misma. Era una amenaza andante, era “la otra”. También así se le llama a la que te quita al marido, a la querida, al segundo frente: la otra. Mujeres peleando por su espacio en cuyo centro, inicio y fin, está él. Catfight, enemistad en puerta, amarguras intestinas que acarrean la lucha por el ansiado reconocimiento en manos del poderoso macho que decide y sube el brazo de quien elige ganadora. Creo que hasta un reality show existe con esta dinámica.
Son muy pocos los espacios de poder reservados para nosotras. Tenemos muchos niveles que superar para poder ser aceptadas y reconocidas en el santo grial del club de los muchachos. Se nos dice que el triunfo de una no tiene por qué ser el fracaso de otra, pero la verdad es que no abundan oportunidades, sobre todo para las que no gozan de privilegios de vida, que vienen a ser la inmensa mayoría.
Por eso, cualquiera que se ponga en el camino, es un obstáculo por superar. Y hay que intentar vencer sonriendo para no ser criticadas. Guardarse los malos sentimientos para no ser castigadas. Apartar de la cabeza la idea de que algo malo debe haber en una misma, para no sufrir demasiado, pero con la culpa y la vergüenza al hombro. Y pa´lante.
¿En qué me puede ayudar ser más solidaria tanto en las buenas como en las malas?
Primero, mi cuerpo agradece menos cortisol, ese que fluye cuando estoy estresada. Mirar el éxito ajeno de la otra con ojos de amabilidad puede ayudarme a respirar mejor y a tener más energía. Algo así como intentar restarle importancia al hecho. Eso me puede mover de la tensión a la liviandad protegiendo así mi salud, pero ya esto es nivel maestría Zen.
Segundo, podría intentar entender el ejercicio del poder y de la competencia con otro sentido. Resignificar el valor patriarcal de la pelea y la lucha como misión de vida, por aquello de la supervivencia del más apto. Pienso que siempre me entrené para estar lista para la batalla, soy muy competitiva y adopto valores típicamente masculinos en mi relación con las y los demás. Pero confío en que otra forma de ser y estar, pueda ser posible. Lo pienso y siento ahora a mis 60s. Miro atrás y veo la cantidad de relaciones con amigas que ignoré o dañé, o las veces que me inhibí de participar de algo por temor a la crítica de ellas y por plantearme todo en términos de ganar o perder. Lamento el tiempo perdido en micro peleas, silencios tóxicos, malos deseos, cuerpos tensos.
Tercero, ser solidaria podría ser la expresión más coherente conmigo misma al ejercer como activista feminista, porque como dice Marcela Lagarde, la sororidad es un “pacto político entre cómplices que se proponen trabajar, crear y convencer, que se encuentran y reconocen en el feminismo, para vivir la vida con un sentido profundamente libertario”. Liberarnos de la presión de tener que ser como quieren que seamos para poder ser aceptadas. Estoy cada vez más convencida de que el feminismo llegó para rescatarnos.
Por último, y si nada de esto funciona, el expresarle a la otra mi malestar o miedo particular por lo que representa para mí su triunfo, reivindicaría mi derecho a expresar los buenos y los malos sentimientos. Que no estoy obligada a apoyar a otra mujer si no quiero, pero hacerlo de frente. Aceptar que no por ello soy mala gente, simplemente humana.