La historia está escrita por hombres y desde la óptica masculina. Lo cual, por supuesto, es un fenómeno lógico en una sociedad y cultura que se sostiene sobre un orden específico: el hombre es el centro del interés social, mientras que la mujer suele ser percibida en el mejor de los casos como su compañera, complemento o una parte esencial de su vida, aunque no determinante en su comportamiento o mucho menos, en la trascendencia de sus decisiones.
La vieja creencia de una mujer fuerte detrás del éxito del hombre, resume de manera muy clara la concepción sobre el hecho que la influencia femenina, sólo es determinante si se oculta detrás de una figura masculina, a la que puede manipular en forma benigna y que puede impulsar, a través de los tradicionales atributos de su la inteligencia intuitiva y emocional que suele adjudicarse a las mujeres. Pero durante buena parte de la historia, la mujer no tuvo un lugar individual. O de tenerlo, tuvo que soportar un tipo de ostracismo y rechazo que le convirtió en paria: de los principios generales de la historia, la cultura en la que nació y lo tradicional como límite para comprender de su figura más allá del hombre.
En la literatura, se suele llamar a esta figura femenina rebelde e imposible de clasificar de manera sencilla la mujer solitaria, una combinación entre las cualidades de la figura femenina con autoridad, el poder personal que puede haber adquirido — y que la define de una manera u otra — y en especial, la capacidad de lo femenino — como concepto abstracto — para construir su propio destino.
Por supuesto, también la concepción tiene una considerable influencia en el comportamiento casi arquetípico de la mujer que desafía las tradiciones en busca de sentido a su existencia. Más allá de la mujer libre — toda una singularidad desconcertante en buena parte de la historia — y de la que podía decidir sobre su cuerpo, su mente e incluso, su lugar en la sociedad en la que nació, la mujer poderosa tenía una relación directa con lo sobrenatural, como si sus cualidades no fueran fruto del carácter, inteligencia o la voluntad, sino un atributo misterioso que adquiría a medida que se hacía más influyente y notoria.
Se trata, claro, de un concepto, que emparenta con algo más elaborado sobre la cualidad femenina para expresar su peso cultural, en independencia de la figura del hombre. A la mujer con poder y sabiduría, se le consideraba desconcertante, cuando no por completo inexplicable. De allí, las imágenes griegas y romanas, de mujeres sin compañía masculina que debían enfrentar el escrutinio público y legal, que de origen las excluía de la sociedad y las convertía en parías.
Desde la prostituta — una figura común para acceder al poder en las sociedades antiguas — a las sacerdotisas, mujeres sabias y brujas, lo femenino definido a través de la independencia fue una figura ambivalente y en especial, desconcertante que evolucionó con lentitud hasta adquirir las cualidades de una criatura inexplicable. Como si el hecho que mujer pudiera disponer de su libertad personal no pudiera ser analizado bajo parámetros de lo normal en diversas sociedades y culturas, la mujer con poder o que aspiraba tenerlo, fue por siglos, un misterio que debió ser desentrañado a partir de la cualidad de sus capacidades como sobrenaturales.
De allí, que las primeras imágenes de las brujas y sacerdotisas, estuvieran relacionadas con la exclusión, el claustro y el aislamiento, antes que con su carácter religioso. En realidad, las mujeres que podían disponer de su cuerpo y decidir sobre su comportamiento, eran tan poco habituales como para ser analizadas fuera del estrato del ciudadano común.
Casi todas las mujeres poderosas antes del medievo y más allá del renacimiento tardío, fueron cortesanas o al menos, utilizaron el sexo como una forma de poder. Muy probablemente, la combinación de la cortesana intrépida y poderosa, nació en la Grecia clásica, donde las hetairas o cortesanas, no sólo se dedicaban al comercio sexual — donde eran consideradas consumadas expertas — sino también a la oratoria y al debate, lo que las hacía figuras desconcertantes para una sociedad tan misógina como la griega.
El altísimo nivel intelectual de las hetairas, las convertía no sólo compañeras sexuales de quienes pudieran pagar por su compañía — generalmente hombres de enorme relevancia en la sociedad griega — sino además, portadoras de secretos de Estado, consejeras discretas e incluso verdaderas figuras de poder, como lo fue Aspacia, como amante del político ateniense Pericles y que influyó de manera decisiva en la vida común de la ciudad. Su casa — en donde recibía con frecuencia no sólo a sus amantes sino a personalidades públicas que deseaban escuchar su consejo — se convirtió en un círculo intelectual de Atenas, refugio de escritores y pensadores, entre los que se incluía el mismismo Platón. Según algunos historiadores, el filosofo quedó tan impresionado por las capacidades intelectuales de Aspacia que se basó en ella para crear su personaje Diotima, la mujer sabía por excelencia para el autor.
Para Aspacia, el sexo era un herramienta para entrar en los grandes círculos de poder, como también descubrió muy pronto la célebre Lais de Corinto, a quien se le consideró la mujer más hermosa de su época. Amante de Eubotas — un campeón olímpico — y el filósofo Arístipo, que la homenajeó escribiendo dos obras en su honor, Lais fue el prototipo de la mujer con poder que además, poseía una relevancia considerable por sus atributos intelectuales y una considerable sagacidad al comprender la forma en que podía utilizar su lugar dentro de la sociedad griega, como un arma sofisticada para influir sobre la cultura y la política de su época.
Independiente, fuerte y sobre todo, intelectualmente intrigante, Lais de Corintio fue una figura prominente de su época, algo impensable para el resto de sus contemporáneas. Tenía un profundo conocimiento filosófico que la hizo famosa de inmediato en Atenas. Quizás no tan desconcertante como Aspacia, Lais de Corintio creó el mito de la mujer fatal, de la beldad extraordinaria que además ocultaba una poderosa mirada intelectual.
Con el correr de los siglos, la combinación de sexo y poder fructificó. Teodora de Bizancio, la mujer más poderosa del siglo IV, fue una meretriz de reconocida belleza, que luego de contraer matrimonio con Justiniano — sobrino y heredero del emperador Justino I — y atravesar una tortuoso paisaje de intrigas y sinsabores palaciegos, se convirtió en Emperatriz romana el 4 de abril del 527, día de pascua. Teodoro se convirtió así, en el epítome de un tipo de mujer poderosa que no dependía de su linaje hereditario para llegar al poder de una forma total. No sólo fue un firme apoyo político para Justiniano en una época levantisca, sino que además, gracias a su inteligencia, brindó una súbita estabilidad a Constantinopla. Un esplendor hasta entonces desconocido en una ciudad azotada por la guerra y las batallas internas.
La emperatriz Teodora tenía influencia absoluta sobre su esposo y gracias a su insistencia, Justiniano I abolió la ley que negaba a las mujeres el derecho a tener propiedades y heredar bienes o sumas de dinero. Mejoró la situación de las divorciadas — estigmatizadas por el conservadurismo eclesiástico -, estableció la pena de muerte para los violadores. En suma, la inteligencia de la Emperatriz no sólo contribuyó a construir un nuevo panorama del poder en el Imperio de la Roma oriental sino que además, a crear un proto sistema legal que protegiera a sus congéneres del puño opresor masculino. Y lo hizo, a la manera sutil y definitiva del poder detrás del trono: ese poder amparado en el placer.
Otra mujer poderosa, que utilizó su atractivo físico y fuerza de voluntad para llegar a los lugares más altos del poder, fue Leonor de Guzmán, la sevillana del siglo XIV que por más de veinte años, fue la amante del Rey Alfonso XI de Castilla. Su prolongado amorío desató una guerra entre Portugal, sus sabios consejos políticos — fruto de un cerebro analítico y un juicio sólido que sorprendió en secreto a sus principales adversarios de su época — permitieron al Rey lograr una improbable estabilidad en el Reino y por si eso no fuera suficiente, el hijo de ambos, Enrique II, fue el primero de la dinastía Trastámara, de la cual provenía la espléndida Isabel I, la reina Católica. Todo logrado por la paciencia de Leonor, que logró no solo influir notablemente sobre su real amante, sino conseguir que el Reino entero — por entonces caotico y violento — confiara en su palabra. Todo lo anterior, a pesar que el Rey Alfonso XI contrajo matrimonio con la infanta María de Portugal, hija del Rey luso y con quien Alfonso XI sostenía una precaria complicidad. Durante la mayor parte de la vida del Rey, Leonor no fue sólo su confidente, sino también su consejera de mayor confianza. Quizás por ese motivo, a la muerte del Rey y apenas se desataron los demonios de la sucesión, Leonor de Guzmán fue mostrada encadenada y humillada por el triunfante Pedro I, hijo de la viuda del Rey. Un final doloroso pero inevitable para la mujer que por tanto tiempo, sustituyó a la Reina María en la vida del Alfonso XI.
El conocimiento, la independencia y la fuerza de voluntad siempre han sido considerados peligrosos para el poder establecido de quien insiste en poseer la razón absoluta. Desde Hipatia de Alejandría asesinada en plena calle mientras defendía la biblioteca que custodiaba; Juana de Arco vistiendo resplandeciente armadura frente a los ejércitos franceses, acusada de brujería por los mismos hombres y mujeres que había defendido espada en mano; o Mary Wollstonecraft, madre de la escritora Mary Shelley, quien había sufrido durante toda su vida el estigma de ser una mujer diferente e inteligente en un mundo que la rechazó por serlo.
Quizás por ese motivo, ese sea el origen de las brujas, el emblema de la desobediencia. La bruja no obedece, no acepta: la bruja se enfrenta. Y así sobrevivió al martirio y renació, incluso cuando nadie supo cómo. Poco a poco la cultura popular encontró un lugar para recibirla de vuelta, para reír de manera escandalosa, para asumir de nuevo su lugar en la cultura.
Emily Dickinson fue una autora obsesionada con el hecho real y físico de escribir. Sus poemas comenzaron como una colección de miniaturas apenas bosquejados en papel y después, en criptogramas que elaboraba a través de manchas de tinta en papelería casera, que usualmente, fabricaba con sus propias manos. Lo hacía además, a través de un largo proceso artesanal que incluía remojar la pupa en esencia florales y después, dejar para secar bajo el alfeizar de su estudio. Para la poeta, escribir era un oficio que comenzaba incluso antes de la primera palabra y lo era, en esencia, por la posibilidad que ofrecía la noción de crear el hecho de la escritura como una experiencia sensorial.
Por supuesto, Dickinson era una hábil artesana: desde muy niña había confeccionado con sus propias manos un detallado herbario que incluía descripciones, dibujos e incluso reproducciones en bordado de una ingente colección de flores, hojas y todo tipo de frutos y flora. Se trataba de un proyecto personal, sin ninguna presunción científica pero que era, de un modo u otro, un reflejo exacto de la personalidad meticulosa, obsesiva y hábil de la poeta. Sus primeros poemas nacieron entre esa extraña combinación de papel y de conocimientos científicos precisos, en una mezcla desconcertante que sostuvo su extraña cualidad invisible. “Escribo desde las sombras” escribió en una ocasión “Puede que mis palabras terminen escondidas entre tallos y hojas, lo cual me produce placer. Ninguna lectura debería ser sencilla, mucho menos evidente”
De modo, que la empresa de fabricar su propio papel, era un añadido a su laborioso proceso creativo, sostenido y construido a medida que los elementos que integraban el poema — desde la hoja en que se escribía, hasta la tinta que le daba sentido — era un trayecto curioso a través del vasto mundo interno de la escritora. Para Dickinson, la soledad — esa cualidad de su carácter que después la definiría mejor que cualquier otra — era también una pieza esencial en la complicada estructura que sostenía la construcción de su obra poética.
Un mundo privado y fronterizo, que comprendía sus largos períodos de laboriosidad en un espacio insular creativo de enorme valor espiritual. Dickinson escribía, por supuesto, pero también, creaba alrededor de su obra una tensión ritual que quizás brindó a sus poemas la profunda noción sobre el dolor, el asombro intelectual y el valor emocional que les han convertido en pequeñas joyas de la literatura Universal.
El mundo de la poeta comenzaba en su amplio dormitorio de la casa familiar. Era de hecho, la habitación más grande de la casa y la única, que contaba con ventanas de considerable tamaño que miraban a un jardín frutal, con árboles de más de cien años y unas cuantas yardas de hierba fresca y salvaje. “Un Paraíso, aunque en realidad, en ocasiones entre la belleza hay algo tenebroso”, escribió la poeta para describir su lugar favorito. Además de la cama — “enorme, cómoda, mucho más de lo que necesito” — , el mobiliario del lugar incluía una pequeña mesa en la que la escritora dedicaba dos horas a “crear”.
No sólo se refería a escribir, sino también, al arduo, lento y complicado proceso de crear papel, tinta y por último, la obra en sí misma, que consumía la mayor parte de su tiempo. La misma escritora admitiría mucho después, que la mayor parte de su vida tenía la apariencia de un ritual “Despierto, apenas como, comienzo a batir la pupa del papel, continúo, sostengo la lágrima de cristal de la tinta. Escribir comienza antes que la palabra tome forma”.
Se trataba sin duda, de un juego de espejos en el que la escritora se veía reflejada, consumida por un tipo de cansancio espiritual y moral que entrecruzaba su idea sobre la escritura como una forma de liberación — “No es sencillo escribir, te recuerda muchas cosas olvidadas” — hasta la larga búsqueda de un motivo, para sostener el cuidado proceso de construir una obra, más cercana a una pieza artística, que a un libro.
Pero para Dickinson, el valor de la obra acabada tenía una directa relación con la capacidad del poema para abarcar cada fase del nacimiento de la palabra escrita, tal y como la imaginaba. No se trataba de escribir sino también, de sostener un discurso — “Un lenguaje, cada cosa tiene un idioma” — que dotara a la poesía de vida propia.