Hace unos años, acudí a una cita con un cliente que me había contratado para tomar una serie de retratos que incluiría en la página web de su empresa. Nunca habíamos conversado por otra vía que la electrónica, en donde solía firmarme por puro hábito, sólo con la inicial de mi primer nombre y mi apellido. Tampoco había mencionado mi género en ningún punto de las negociaciones del presupuesto: no me había parecido relevante hacerlo. Durante nuestro breve intercambio de correos electrónicos, siempre habíamos utilizado un mutuo tono neutro sin mayor énfasis en lo personal.
Al encuentro me acompañó un buen amigo, que aceptó cargar con los pesados equipos de iluminación por un módico precio. Llegamos juntos al edificio y nos identificamos como los fotógrafos, sin hacer distinción específica sobre el particular. El vigilante nos dedicó una mirada distraída y nos indicó que ya nos esperaban en la oficina unos cuantos pisos más arriba.
El lugar donde trabajaba mi cliente era un enorme local en el este de Caracas, donde tres empleados silenciosos trabajaban detrás de escritorios de madera pulida. Me senté junto a mi amigo en uno de los sofás del área de espera, un poco cohibida por aquel silencio y por el lujo que nos rodeaba. De inmediato, una mujer que se identificó como la secretaria del empresario que me había contratado se acercó al sofá donde nos encontrábamos sentados.
— El señor les va a atender en un rato — dijo, mirando a mi asistente e ignorándome por completo — ¿Quiere tomar algo?
Mi amigo sacudió la cabeza un poco incómodo. Miré a la mujer significativamente pero ella se limitó a acentuar su sonrisa un tanto mecánica y volver a sentarse detrás del escritorio. No supe como reaccionar al desaire, el cual además, me resultó por completo inexplicable.
Durante los más o menos quince minutos durante los que esperamos ser atendidos, la secretaria volvió a acercarse un par de veces, con la misma actitud. No sólo continuó ignorándome lo mejor que pudo sino que cuando le hablé directamente, me respondió de manera seca y casi despectiva. Mi amigo enarcó las cejas, tan desconcertado como yo por la antipatía gratuita que al parecer, le despertaba a la mujer.
— ¿Qué le pasa? ¿Ya habías venido antes?
— No, nunca — le respondí, incómoda y avergonzada. La mujer había vuelto a sentarse detrás del escritorio, con aquella actitud distante y descortés que no lograba explicarme — no entiendo que ocurre.
Finalmente, mi cliente salió de su oficina para atendernos. Y para mi sorpresa, caminó con la mano extendida hacia mi amigo, dándole la bienvenida al lugar y agradeciéndole “sus servicios”. En medio de la incomodidad, mi amigo se apresuró a aclarar que de hecho, yo era la fotógrafa. El hombre me dedicó una mirada perpleja que me habría parecido graciosa en cualquier otro momento.
— ¡Ah! ¡Pero estaba convencido que se trataba de un muchacho! — dijo con absoluta sinceridad. Sacudí la cabeza, cada vez más inquieta e irritada.
— ¿Eso afecta el trabajo? — le pregunté con la mayor delicadeza que pude.
— La verdad, no — me respondió no muy convencido.
Resultó que si lo afectaba, por supuesto. No sólo se trató de una jornada llena de pequeños encontronazos que me llevó un enorme esfuerzo manejar con calma, sino además, soportar lo que parecía ser una insistente desconfianza de mi cliente con respecto a mi capacidad como profesional. En más de una ocasión, me preguntó si “sabía lo que hacia” al repetir algunas tomas para mejorar el resultado y por último, directamente se quejó de no saber muy bien qué esperar sobre la sesión, siendo que en realidad “yo no parecía muy familizarizada” con el trabajo que estaba realizando. Incluso, en varias oportunidades preguntó a mi amigo sobre mi experiencia y sobre todo, la calidad previa de mi trabajo, en un tono paternal que terminó por enfurecerme.
— Usted me contrató por recomendación de un amigo en común, a quien conoce desde hace un buen tiempo — le recordé.
El hombre se encogió de hombros, con cierta actitud displicente.
— Pero nunca mencionó que fuera una mujer.
Silencio. La respuesta no sólo me desconcertó sino que me hirió de una forma que me negué a admitir en el momento. Además, me puso en la incómoda situación de tener que decidir entre debatir con un cliente sobre derechos femeninos o intentar ignorar lo que sin duda, era un insulto bastante directo con respecto a mi desempeño profesional. Finalmente, decidí algo en medio de ambas cosas: le aclaré que mi género no tenía relación con mi talento fotográfico y por tanto, exigía respeto a mi trabajo. El hombre me miró atónito.
— Sólo comentaba que uno espera que una mujer haga trabajo de hombres. Pero el tuyo debe ser bueno si M. te recomendó.
Por un momento, estuve tentada a continuar la discusión y finalmente no lo hice. Terminé lo mejor que pude la accidentada sesión fotográfica y cuando finalmente me despedí del hombre, intenté mostrarme todo lo profesional y distante que pude a la extraña situación que habíamos sostenido. No obstante, no podía sentirme más incómoda y sobre todo, profundamente lastimada por su actitud, sus comentarios y en especial, por supuesto, su nada disimulado machismo. Más tarde, mi amigo me comentó que le había sorprendido mi aparente calma en medio de toda la circunstancia.
— De estar en tu lugar, le habría roto la cara — dijo. Luego me miró preocupado — ¿Te pasa con mucha frecuencia? Nunca imaginé que el machismo fuera tan directo.
La pregunta de mi amigo me sorprendió por su candidez. Carecía de mala intención por supuesto, pero sin duda, reflejaba ese habitual desconocimiento sobre lo que en realidad puede ser el machismo en una cultura como la nuestra. Y aunque en realidad, era la primera vez que me ocurría una situación semejante — tan directa, con su carga de solapado menosprecio — no era la primera oportunidad en que debía lidiar con el machismo asumido como idea cultural, esa percepción que parece provenir de todas partes y encontrarse en todos los aspectos sociales del país donde nací. Una sensación que en ocasiones resulta abrumadora y otras, simplemente descorazonadora. Y es que el machismo parece ser uno de esos elementos culturales destinados a persistir, a pesar de las transformaciones sociales y que incluso, parecen resistirse a cualquiera de ellos.
No es sencillo asumir que vives en una sociedad machista. Mucho menos, cuando la mayoría de las conductas se normalizan hasta que desaparecen en lo cotidiano. A nadie le preocupa especialmente que una mujer sea juzgada por su aspecto, o que se menosprecie su capacidad laboral sólo por su género. O mucho menos, que nuestro punto de vista parece analizar lo femenino desde el menosprecio. Una y otra vez, la idea parece formar parte de esa noción sobre la identidad — y cómo se asimila — y sobre todo, cómo se percibe la individualidad bajo ciertos aspectos tradicionales muy específicos.
— En Venezuela, el machismo se suele interpretar como un cierto tipo de actitud paternalista hacia la mujer — me explica K., socióloga y que ha dedicado buena parte de su carrera profesional al análisis del machismo criollo — Es un tema que se debate con frecuencia, porque tiene una especie de raíz múltiple y de origen brumoso: desde la actitud posesiva del hombre español, que se hereda desde el colonialismo y esa percepción básica de la mujer objeto que es tan propia del hombre latinoamericano. Ambas cosas se mezclan para crear un híbrido muy local, en Venezuela el “Hombre de la casa” es el reflejo de un tipo de cultura muy especifica. Una noción sobre lo femenino como secundario y sujeto al hogar paterno.
— El machismo como una herencia histórica — comentó, con cierta preocupación. — Además de eso, la mujer misma parece aceptar ese rol que la cultura construye para ella. La asume inevitable y finalmente, la comprende y la afirma como parte de una dimensión sobre su rol social.
Por supuesto, lo que comenta K. no me resulta desconocido: me eduqué en un colegio de monjas donde se admitían exclusivamente niñas y en medio de ese ambiente claustrofóbico, la idea de lo femenino se idealizaba y a la vez solía maltratarse a través de estereotipos. Había una obsesión con la estética, con los cánones de popularidad y aceptación, pero sobre todo, una competencia feroz por la atención masculina que se hizo cada vez más encarnizada. En medio de ese ambiente enrarecido, había una percepción única sobre cómo debía ser la mujer. Ese deber ser insistente y asfixiante que todas parecían aceptar casi de manera natural.
— No se trata sólo de la educación — me dice K. cuando le cuento lo anterior — se trata de una completa convicción de que “así deben ser las cosas”. El machismo se basa en la repetición de esquemas, en la percepción de lo inevitable. El mundo está hecho de determinada manera y así debe aceptarse.
Desde que recuerde, esa idea me ha irritado tanto como para rebelarme contra ella cada vez que puedo. No se trata, claro está, de un pensamiento filosófico o una idea política en si misma: en ocasiones tengo la sensación que mi idea sobre la identidad femenina proviene de una bien asimilada comprensión sobre mi lugar en la cultura en que nací o el que quiero ocupar. Una aspiración a la inclusión que tiene una consciente base sobre el hecho que no me considero inferior ni mucho menos débil o frágil, por el hecho de ser mujer. No obstante, esa percepción no parece ser suficiente en un país — o seamos justo, un continente — que interpreta el rol femenino desde la debilidad e incluso, desde un anonimato selectivo e histórico abrumador.
Cuando tenía diez años, una de las maestras de mi colegio se enfureció conmigo porque me negué a leer “Ana Isabel, una niña decente” de la escritora Venezolana Antonia Palacios. El libro en cuestión narraba la niñez de una niña caraqueña a principios del siglo XX y era costumbrista y amable hasta la extenuación. No importaba lo espléndidamente escrita que estuviera la novela o el hecho que se considerara un clásico de mi país. El problema era que la niña inquieta, preguntona, curiosa e irritable que era por entonces, no comprendía a Ana Isabel, lo que convertía la historia en una narración insoportable. O al menos, a mi me lo parecía. De manera que se lo expliqué a la maestra de literatura lo mejor que pude. Me escuchó enfurecida.
— Ana Isabel es lo que todas las niñas deberían ser — me recriminó — y tu deberías aprender un poco de esa niña tan educada y buena.
¿Eso quería decir que yo no era buena y educada? me pregunté angustiada. Por semanas, me atormenté con la idea y releí el libro: la imagen costumbrista, tradicional, restringida de la mujer que mostraba el libro me continuó atormentando. No importaba la noción que se trataba de una niña de otra época, que se trataba de un mundo diferente al mío. ¿Por qué debía leer sobre Ana Isabel? ¿Por qué no leer libros de fantasía con mujeres fuertes y aguerridas? ¿Por qué no leer cuentos como los del escritor Inglés Neil Gaiman? ¿Qué ocurría con las niñas que no eran buenas y decentes, o al menos no se parecían a Ana Isabel…que aparentemente era el símbolo de todas ellas? ¿Qué ocurría conmigo, que era desordenada, alborotadora, malcriada, lectora, que nunca me peinaba, que no obedecía todas las veces y que de hecho, casi siempre no me portaba bien?
Había una mezcla de pensamientos que me atormentaron durante toda mi niñez y mi adolescencia. El hecho de la “mujer para la casa” y el “niño para la calle”, la obsesión general con el largo de mi falda, con el hecho de mostrarme “recatada y femenina”. Con esa belleza ideal que se insistía debía tener y que por supuesto, no tenía y que quizás nunca tendría. Con la percepción que había “cosas de niñas” y “juegos de varones”. Que el mundo parecía dividido por una línea rosa y azul. Que la percepción sobre mi misma, parecía relacionada directamente con mi capacidad para calzar en una especie de molde sobre la mujer que no me quedaba del todo bien, que me apretaba en todos lados, que deformaba mi punto de vista. Una idea que me acompañó por largos años y que aún lo hace.
Porque el machismo está en todas partes. Como cuando un mesonero extiende la carta primero al hombre y después a la mujer. O al hecho que sea mal visto que una mujer se apresure a ceder su asiento a un anciano o a una mujer embarazada. O el asombro y la incomodidad de insistir pagar por lo que consumes. O tomar la iniciativa en la cama. Todas esas pequeñas percepciones sobre la idea sobre el rol femenino que limitan, que agreden, que evaden el verdadero peso del género para convertirlo en algo tan superficial como un tópico. Una sensación que en ocasiones resulta dolorosa e incluso directamente irrespirable.
Una vez, un fotógrafo que conozco me dijo que la mujer fotógrafa es una rareza. Lo es porque busca la belleza en lugar de mostrarla. La frase — insultante, por supuesto — parece resumir esa percepción sobre lo que la mujer es y como la mujer se asume así misma. Mucho más aún, en un país como el mío donde la estética es un elemento de especial importancia y sobre todo, una idea que se debate como parte de la personalidad de la mujer venezolana. Pero más allá de eso ¿Cuál es la belleza que se celebra? O si ahondamos en el tema ¿Cómo se mira la mujer venezolana?
Pero vayamos un poco más allá. A esa idea tan extendida y acendrada en el gentilicio venezolano de la mujer “abnegada” que es en cierta manera, una cierta correlación de ideas que se relacionan también con el estereotipo femenino. Y es que no parece existir una idea central que defina a la mujer venezolana desde lo flexible, lo múltiple, lo ilimitado. La mujer de nuestro país “es”, en la medida que cumple y refleja esa percepción que se tiene sobre ella. Esa insistente complacencia sobre su fragilidad, su dependencia, su necesidad de atención masculina.
Hace varios años, un amigo me comentó que en una ocasión, alguien le había insistido que la mujer venezolana era “fiera”, pero también “domesticable”. Mi amigo, hijo de un suizo y de una francesa, se quedó desconcertado por una definición tan esquemática y agresiva sobre la mujer. Pero le sorprendió aún más que quien le dijo la frase, fuese una mujer.
— No te puedes imaginar la sensación que me produjo que alguien se pudiera percibir a sí misma de esa manera — me explicó — y no por la metáfora sobre la fiera, sino por el hecho de la necesidad de ser domesticada. Te habla sobre la cultura, sobre la percepción de la mujer. Pero sobre todo, cómo lo admite sin mayores problemas.
Lo cual, claro está, es cierto. Con frecuencia se suele decir que la mujer venezolana cría machos y que de hecho, es machista por necesidad. La madre que no permite que el hijo lave los platos porque “es oficio de mujeres”, la que le insiste a la hija que “un hombre hace cosas de hombre”. ¿Qué tan asimilado se encuentra el machismo en nuestra cultura como para que frases semejantes se consideren cotidianas? Aún peor ¿Qué tanto lo consideramos natural como para reflexionar sobre la idea de lo femenino desde esa perspectiva? El pensamiento asombra, inquieta, pero sobre todo entristece.
Pensé en todas esas ideas, mientras intentaba explicarle a mi amigo cómo me había hecho sentir la incómoda escena que había vivido antes. Pero no sólo esa única circunstancia: las cientos que cualquier mujer vive a diario y que llega a considerar parte de esa noción inevitable sobre la cultura que naces. Pero ¿Cómo explicar algo semejante? ¿Cómo describirle la sensación de humillación y miedo que te produce una insinuación sexual en plena calle? ¿Cómo te hace sentir que inmediatamente se te considere débil, inexperta y torpe por el sólo hecho de ser mujer?
Como en la ocasión que un amigo intentó disuadirme comprara un automóvil “porque sólo es un problema para una mujer”. O la vez en que un hombre me acarició una nalga en el vagón del Metro de la ciudad donde vivo y cuando le reclamé, me recordó “que una mujer que lleva ropa apretada invita a que la toquen”. O la ocasión en que escuché a una mujer maltratada disculpar al hombre que la golpeó “porque ella lo provocó haciendo preguntas”. ¿Cómo se explica algo semejante a quien no lo ha vivido? ¿Como describes la sensación de furia, de cansancio, de cierto tedio que te invade de vez en cuando?
Quizás no haya manera de hacerlo. Y de hecho, en esa ocasión no lo hice. No volvimos hablar del tema, que yo recuerde. Tampoco volví a ver a hablar sobre lo ocurrido con el cliente maleducado. Pero a pesar de eso, intento recordar lo ocurrido con frecuencia. Lo hago para recordar el motivo por el cual es necesario que continúe haciéndome preguntas, cuestionándome sobre mi identidad, lo que deseo para mi y sobre todo, lo que aspiro crear para mi propia identidad.
Y es que ser mujer — en mi país, en cualquier otro — es una idea que se construye así misma. Que elabora una versión cada vez más fuerte y concisa de su trascendencia. Una forma de comprenderme y sobre todo, de asumir mi individualidad.
Newer
La pequeña Lulú
Older
En la lucha por la eliminación de la violencia doméstica y familiar contra la mujer ¿Dónde estamos?
Comments (2)
-
Increíble artículo, soy fan de todo lo que escribe Aglaia Berlutti, de verdad es una genio. Y sobre el tema, es tan cierto todo. Creo que a veces es en cierta forma tierno que muchas mujeres no sean conscientes de esta problemática porque puede ser abrumador darde cuenta cómo tienes que remar desde atrás solo por ser mujer. De todas maneras me encanta y espero que el feminismo siga sumando más mujeres y más hombres porque a lo mejor nunca eliminaremos el machismo por completo, pero que cada día lo enfrentemos y lo hagamos un poco más pequeño ya es nuestro logro histórico.
-
Soy un hombre y me ha encantado todo el texto. Brillante. Excelente. Muy bien redactado.
Muchos hombres practicamos la empatía y sabemos perfectamente lo que sienten muchas mujeres. En un mundo en que, desde Adán y Eva, los protagonistas siempre han sido los hombres. Yo lo veo muy injusto.